Pedro de la Hoz
El primer día de enero de 1959, Roberto Fernández Retamar escribió un poema que tituló
El otro:
Nosotros, los sobrevivientes,
¿A quiénes debemos la sobrevida?
¿Quién se murió por mí en la ergástula,
Quién recibió la bala mía,
La para mí, en su corazón?
¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,
Sus huesos quedando en los míos,
Los ojos que le arrancaron, viendo
Por la mirada de mi cara,
Y la mano que no es su mano,
Que no es ya tampoco la mía,
Escribiendo palabras rotas
Donde él no está, en la sobrevida?
Los rebeldes de Fidel Castro acababan de tomar el poder en Cuba tras una intensa lucha contra la tiranía. El poeta, asaeteado por las noticias, rendía cuenta a la inmediatez, sin tener entonces plena conciencia de que él, en lo adelante, sería parte de esa historia, la de una isla que navegaría, como aún hoy lo hace, a contracorriente, empeñada en una utopía que por momentos pareciera reciclar el mito de Sísifo.
Retamar no había cumplido aún los 29 años de edad y esperaba su primera hija, Laidi, hoy día reconocida escritora. El poeta había nacido el 9 de junio de 1930 en La Habana, donde sintió particular apego por el barrio en el cual se empinó, la Víbora. Por eso declaraba sentirse “viboreño”. En un cuaderno escolar descubrió a Julián del Casal y su lectura influyó en la afirmación de una vocación que contaba, desde siempre, con el estímulo de haber accedido al misterio poético de José Martí. Comenzó a escribir en la adolescencia y publicó sus primeros versos en 1948, en la revista Mensuario. En 1950 Elegía como un himno, poema en cuatro partes editado por quien sería uno de los grandes cineastas cubanos, Tomás Gutiérrez Alea, se halla otra de las claves de su estirpe lírica: el culto a la memoria histórica. La composición está dedicada a Rubén Martínez Villena.
Hacia 1951 comenzó a colaborar en la revista Orígenes, vínculo que lo unió en lo adelante a dos ejemplares martianos como él, Fina García Marruz y Cintio Vitier. Mientras cursaba Filosofía y Letras en la Universidad de La Habana, casa de estudios en la que después por largo tiempo dictaría cátedra y llegaría a ser distinguido como Profesor de Mérito, recibió la noticia de la obtención del Premio Nacional de Poesía por el cuaderno Patrias. Viajó a Europa a mediados de los años 50 para realizar estudios de postgrado y ejerció la docencia en la prestigiosa Universidad de Yale, en Estados Unidos. Entretanto, en México apareció su poemario Alabanzas, conversaciones.
A tono con la historia, es decir, con el tiempo y el lugar donde creció y actuó, desde 1959 se entregó a plenitud a la tarea de construir un nuevo país y a soñar un nuevo destino para la América desde la frontera norte de México hasta la Patagonia. La fundación de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, la cátedra universitaria, la diplomacia, el trabajo en la Casa de las Américas iluminada por Haydée Santamaría, el Centro de Estudios
Martianos, las tareas políticas, la militancia en el Partido Comunista, la hechura de revistas, el amor por la trova y el béisbol, el hogar compartido con la imprescindible Adelaida, excelente crítica de arte, y sus hijas, la gentileza en el trato, todo a la vez integra la imagen del hombre coherente y consecuente, que acaba de fallecer en La Habana a los 89 años de edad el último sábado.
Fue, es y será esencialmente un poeta. Más de una vez confesó que la poesía le había dado razones para vivir. Desde la poesía llegó a sus grandes pasiones: Martí, Cuba, Nuestra América, la Revolución, la familia, el amor, lo mejor del género humano. Era un caballero en el sentido más noble y radical.
Sólo un poeta pudo decir al final de su existencia “Volvamos a confiar en la Esperanza, que según Hesíodo fue la única que quedó en el vaso, detenida en los bordes, cuando todas las demás criaturas habían salido de él. En otros tiempos convulsos, tanto Romain Rolland como Antonio Gramsci mencionaron el escepticismo de la inteligencia, al que propusieron oponer el optimismo de la voluntad. Hace años conjeturé añadir a este último la confianza en la imaginación, esa fuerza esencialmente poética: la historia, dijo Marx, tiene más imaginación que nosotros”.
Al repasar su repertorio ensayístico sobresale Calibán (1971) y la saga de trabajos complementarios que fue desarrollando en años sucesivos alrededor del tema, pues en opinión de muchos ahí se concentra, como en sus tantas apasionantes aproximaciones a José Martí, el núcleo de sus contribuciones a un pensamiento descolonizador y antiimperialista.
Para el filósofo argentino Néstor Kohan, ese ensayo “realiza una entusiasta defensa del intelectual militante, no simplemente crítico ni meramente ‘comprometido’, sino orgánico del movimiento emancipador revolucionario. Eso fueron precisamente José Carlos Mariátegui y Ernesto Che Guevara; nada diferentes a Simón Bolívar y José Martí, o José de San Martín y Mariano Moreno”.
Y como para no dejar dudas acerca de su vigencia, apunta: “Aquellos aspectos más disruptivos, iconoclastas e
incluso chocantes que el recorrido atento de este ensayo permite entrever a un lector o lectora del siglo XXI, no fueron ‘errores’, ‘exabruptos’ ni ‘exageraciones’ personales de Roberto. Fue la Revolución cubana en su conjunto (…) la que se animó a atropellar contra el canon de la cultura oficial, contra los estándares habitualmente tolerados por el arco de lo políticamente correcto, violentando en la teoría y en la práctica el horizonte de ese seudopluralismo pegajoso y del progresismo ilustrado y bienpensante con que, todavía hoy, se sigue asfixiando, neutralizando y aplastando toda disidencia radical. En el siglo XXI esa tarea, por más que suene ‘exagerada’ o genere crispación, permanece pendiente”.
¿Hará falta subrayar que Roberto era guevariano hasta la médula, que lo tenía presente todos los días? ¿O que su modo de combatir con ideas se hallaba permanentemente impulsado por el ejemplo de Fidel Castro, entrevisto por primera vez en los años universitarios cuando escuchó a “un joven inquieto y batallador, a quien se hubiera podido aplicar el verso martiano: ¿En pro de quién derramaré mi vida?”.
Casi treinta años atrás le entregué a Roberto un cuestionario en el que a partir de una serie de palabras, él debía responder de modo sintético. Una era poesía. He aquí lo que escribió: “La única prueba de la existencia del hombre”.