Pedro de la Hoz
Primavera romana de un año atrás. En el metro de la ciudad una muchacha ensimismada leía versos de Petrarca. Un amigo italiano a mi lado no quiso dar crédito a la escena que estaba ante nuestras pupilas. Comentó: “Ella tiene más aspecto de ser aficionada a la última moda de las tribus urbanas que a las dulces palabras de los libelli portatiles”. Se refería a los soportes que difundieron en su época la producción del poeta”. ¿Lo diría por los piercings y tatuajes de la muchacha? Me limité a responder con una pregunta: “¿Acaso una joven de estos tiempos no estará reencarnando a la Laura de Noves que en Aviñón, en el siglo XIV, removió las fibras de Petrarca?”.
No quise curiosear demasiado. La estación donde descenderíamos se hallaba próxima y la muchacha prosiguió viaje con las pupilas clavadas en una edición del Cancionero, de Francesco Petrarca, de la Casa Editora Einaudi, publicada en 2016 y, como averigüé luego, a un costo bastante accesible a todos los bolsillos.
También supe que en las librerías se promovía como la colección de versos más vigente de la tradición poética italiana, el registro atormentado de una larga lealtad al amado nombre de una mujer. Escrito a lo largo de cuatro décadas de meditaciones y recuerdos, es sin dudas una indagación lírica en la conciencia humana, un espejo del autoconocimiento adquirido a lo largo del tiempo, de años entre el dolor y la esperanza. La edición de Einaudi se hallaba acompañada de comentarios sobre la actualización de la fonética antigua a la escritura moderna. Asimismo incluía dos ensayos importantes sobre Petrarca, debidos a Giosue Carducci y Gianfranco Contini.
El aporte a la divulgación popular de la obra del gran bardo, nacido en Arezzo en 1304 y fallecido en Padua en 1374, se complementa con el persistente afán académico por desentrañar las claves de su creación literaria y existencia.
En Italia funciona desde hace varios años una comisión nacional para el estudio y publicación de la totalidad de la obra petrarquiana. Poco después de descubrir la entrega de Einaudi, tuve ante mí la culminación de la edición crítica de las Senili, colección de epístolas escritas en latín por el poeta, en las que fragmentariamente narra su vida y se retrata a sí mismo de modo tal que parece haber estado pensando en la visión que tendrían de él las generaciones posteriores.
La filóloga Silvia Rizzo, con la colaboración de Mónica Berté, despliega los textos, traducidos del latín al italiano moderno, con una notable y puntillosa profusión de acotaciones. Rizzo, quien es reconocida por su infatigable labor en el campo de los estudios literarios acerca del autor y sus contemporáneos, consigue reconstruir los complicados eventos que rodearon la redacción de las epístolas, así como las diversas variantes de algunos de esos textos originales.
Entre 1361 –tenía a la sazón 57 años– y 1374, cuando muere, Petrarca se concentra esencialmente en el tema de la vejez –de ahí la denominación de la colección, Senili– y los efectos del tiempo en la percepción de la vida y las relaciones humanas. En un momento describe las “debilidades” sanas del cuerpo y la fuerza del alma capaz de domar las pasiones y la voluptuosidad, para él “verdaderos enemigos de la virtud”, y un estímulo para considerar la transición de la juventud a la ancianidad –”refugio seguro”– como una etapa liberadora de “tormentos” para llegar a la paz y la sabiduría íntimas: “No había una juventud más triste que la mía, ni un viejo más feliz”.
No hay que hacer mucho caso a ese Petrarca –con una filosofía más propia de frustrado bolerista de bares y cantinas que de lírico enamorado de la vida–, salvo por lo interesante que resulta adentrarse en la psicología de un creador en medio de la inminente crisis de los valores medievales y la anunciación de una nueva época en la Europa de sus días.
Prefiero pensar en el Petrarca capaz de acariciar los oídos y corazones del público que en días pasados asistió a la inauguración del Festival de Verano de Vignole donde varios actores recitaron sonetos de ese clásico de la lengua italiana. O en el conmovedor Petrarca que habita en los madrigales Zefiro torna, de Luca Marenzio (1553 – 1599) y A un giro sol, de Claudio Monteverdi (1567 – 1643), que nunca pasan de moda y animaron en Siena el reciente concierto estival del coro catedralicio Guido Ghigi Sacacino, dirigido por Lorenzo Donati; o en la combinación de sus versos con la música que se dio hace apenas unas horas en el patio del monasterio de los Benedictinos, de la siciliana Catania, donde los sonetos del venerado poeta cobraron nueva vida en la voz de la actriz Manuela Ventura, conocida en nuestra región por sus participaciones en la serie del comisario Montalbano y en el filme de Carlo Vanzina, La vida es una cosa maravillosa, mientras la soprano Graziella Alessi interpretaba los lieder que Schuberti compuso sobre textos de Petrarca.
¿Por qué no pensar entonces en la seducción de las palabras que el escritor italiano pueda ejercer en hombres y mujeres de nuestra época? ¿Por qué una muchacha de hoy va a negar la emoción de sentirse la destinada del amor de los versos dirigidos a “una joven bajo un verde laurel”?