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Cultura

Inducciones cromáticas, poesía del color

Durante los últimos veinte años cada vez que voy de los predios habaneros de El Vedado a la Plaza de la Revolución José Martí paso frente a una obra integrada plenamente al paisaje cotidiano de la ciudad. Tres estructuras arqueadas, de mayor a menor, que soportan gradaciones seriadas de color, emergen del césped para irrumpir con personalidad dominante en el entorno.

A fuerza de tenerlas ante nuestra vista día tras día no les concedemos la importancia que merecen. Fueron plantadas allí en 1999, como regalo del artista al cuadragésimo aniversario de la fundación de la Casa de las Américas. No un artista cualquiera, sino uno de esos fuera de serie, de los que ocupan un sitio en la vanguardia porque su obra realmente se corresponde con esa condición: el venezolano Carlos Cruz Diez.

Cuando obsequió la obra Arcos de inducción cromática a La Habana, Cruz Diez era desde hacía mucho tiempo reconocido como uno de los máximos representantes del arte cinético. Al ser despedido por los medios de comunicación con motivo de su fallecimiento en París el pasado sábado 27 de julio a los 95 años de edad, los encabezamientos informativos insistieron en esa condición cierta, pero a la que no debe limitarse únicamente la huella del maestro. Lo suyo fue mucho más que cinetismo.

La gran aventura de Cruz Diez consistió en investigar, desarrollar y aplicar, como pocos lo habían hecho hasta su llegada al arte, una poética basada en la autonomía formal y expresiva del color. Quienes siguieron su trayectoria advirtieron cómo sus búsquedas trascendieron las variables del movimiento, la vibración y la retinalidad para entender el color como un elemento vivo, una realidad per se, un reto a la inteligencia y la sensibilidad.

Dicha exploración lo llevó a experimentar en todos los soportes –dibujos, pinturas, serigrafías, esculturas, móviles, diseño de interiores y ambientaciones públicas– y con todo tipo de material –cartulina, lienzo, pintura acrílica, papel, madera, aluminio, hormigón, acero inoxidable, varillas de carbono, fibras vegetales, plexiglás y unos cuantos más que escapan a mi indagatoria.

Era dado a concebir variaciones sobre un mismo tema, por lo que se observan relaciones de parentesco entre diversas obras. La tipología que llevó a La Habana se conecta con los revestimientos creados para los generadores de dos centrales hidroeléctrica en Venezuela, el muro perimetral del puerto de La Guaira –irremediablemente arruinado por la acción perniciosa de la naturaleza y la incultura de las autoridades locales–, la Torre Stratos de Valencia, y el trayecto vial de Porlamar, en la Isla Margarita.

Pero para llegar a estas realizaciones escultóricas y ambientales, Cruz Diez desarrolló por años lo que llamó sus inducciones cromáticas en formatos bidimensionales y tridimensionales a pequeña escala desde los años 60, al tomar en consideración un fenómeno óptico llamado efecto de persistencia retiniana. Es decir, que si por unos instantes se mantiene la mirada fija sobre un plano rojo, al desviarla el ojo conserva por unos segundos la imagen del plano, pero la percibe en verde, que es el color inducido o color complementario. El fenómeno antes descrito se produce en dos tiempos, sin embargo, la inducción cromática lo reproduce en un solo tiempo. Es decir, que logra estabilizar y hacer visible un fenómeno que sólo podemos captar fugazmente y en circunstancias muy especiales. El color que aparece está y no está, tiene una existencia virtual, sin embargo es tan real como los pigmentos utilizados. Así las inducciones que tienen blanco, negro y azul generan el amarillo; las blancas, verde y negro dan lugar al rojo; mientras las azules, amarillas y negras derivan en naranja.

Cruz Diez se graduó de la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas de Caracas en 1945, y comenzó a trabajar en la agencia publicitaria internacional Mc Cann-Erickson. Pero le interesó mucho más abrirse un camino particular en la experimentación artística. En 1957 abrió en Caracas el Estudio de Artes Visuales, taller de diseño gráfico e industrial donde inició la serie Fisicromías.

Sus obras se hallan en museos, galerías, colecciones institucionales y privadas de más de 50 países, pero sin dudas las de mayor impacto animan espacios públicos y de manera muy especial en su Caracas.

Se entiende por qué un diario de la capital venezolana haya reflejado con tanto sentimiento la muerte del artista: “Cruz Diez es la calle que caminamos y la pared que vemos a diario, es un lugar que nos pertenece o del cual nos desprendemos con dolor, es el frente del edificio emblemático que vemos todos los días, la guía del peatón ordinario y de los viajeros que van y vienen. Lugares y objetos nacionales están señalados con sus marcas, tienen la señal imperecedera que los volvió irreemplazables para el sentir de quienes se acercaron a su compañía, pero también para quienes topen con ellos en el exterior. Hizo obras de extraordinaria trascendencia para las artes plásticas, desde luego, pero los venezolanos le adeudamos colores para retratarnos en grupo, complicidades de naturaleza colectiva, ataduras amables para los señorones y para los seres comunes que las reciben con regocijada comodidad. Por eso compartimos ahora un dolor hogareño, pero también unas ganas de ufanarnos porque el que se fue sigue en nuestro domicilio que un día le abrió las puertas porque hacía de puente con el resto de vecindario y, desde luego, con universos que parecían inaccesibles. Arte sin límites y ciudadanía”.

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