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Cultura

Clásicos nuestros en la pantalla veneciana

Pedro de la Hoz

Glamour y alfombra roja aparte, desde 2012 el Festival de Cine de Venecia ha venido desplegando, en una de sus parcelas, la misión de exponer los avances en la restitución del patrimonio fílmico mundial. Por mucho que parezca que los públicos sucumben a los efectos especiales, los exabruptos de la violencia más despiadada y los falsos ídolos disfrazados de héroes, siempre habrá otros que necesiten descubrir por qué el cine, además de industria, es arte.

A exhibir películas restauradas durante los últimos meses dedica un ciclo la septuagésimo sexta edición de la muestra veneciana, que comienza este 28 de agosto. Venice Classics comprende esta vez veinte obras producidas entre 1952 y 1996, cuyos originales sufrieron diverso grado de deterioro.

Le recuperación de estos filmes exige recursos financieros y técnicos no siempre disponibles para los países del Tercer Mundo. Por ello nos levanta el espíritu saber que entre las obras restauradas figuran dos cintas pertenecientes a las cinematografías de México y Cuba.

Filmada en los estudios Clasa y en varias locaciones del Distrito Federal en 1955, aunque su director fue el maestro español Luis Buñuel, Ensayo de un crimen o La vida criminal de Archibaldo de la Cruz rezuma identidad mexicana por los cuatros costados.

Exiliado como otros muchísimos artistas e intelectuales españoles en México, país que los abrigó luego de la caída de la República a manos del franco-fascismo, Buñuel legó al cine de la patria de Benito Juárez importantes obras.

En los últimos meses de 1954, el actor Ernesto Alonso tuvo la idea de poner a trabajar juntos a Buñuel y el escritor Rodolfo Usigli. Al español le interesó el planteo argumental del mexicano en la novela Ensayo de un crimen y trató de cumplir con la sugerencia de Alonso, quien protagonizó el filme.

Buñuel y Usigli no se entendieron: uno quería hacer la película a su manera y el otro bloqueaba cada una de las propuestas del primero. El autor de El perro andaluz se mantuvo en sus trece, buscó a otro guionista y no enseñó a Usigli los resultados del proyecto hasta que no se completó. El escritor echó pestes, acusó a Buñuel de mala fe ante las autoridades gremiales y habló de dos Buñuel, uno bueno y otro malo, con la mala suerte de que, según él, le había tocado el malo.

La película se parece más a Buñuel que a Usigli, por los guiños al surrealismo tan caro a la formación del cineasta. Eso de relacionar muerte y erotismo, de atribuir al personaje pecados que se cumplen con sólo desearlos, de repartir la confesión entre una monja y un juez, de cambiar el apellido del protagonista de la novela de Burns a De la Cruz, y de fabular con un final feliz que el espectador intuye que no es tal, sólo se concibe desde los códigos que Buñuel imprimió a su poética fílmica desde las tempranas incursiones surrealistas, profundizadas mucho más después de la obra que comentamos en piezas ejemplares como Ese oscuro objeto del deseo y El discreto encanto de la burguesía.

Si alguien duda de la mordacidad de la puesta en pantalla buñueliana, debe leer estas palabras del cineasta en las que explicó por qué el protagonista es así: “Archibaldo no es un psicópata, sino más bien un hombre a quien las cosas no le resultan, o le resultan mal. El desea asesinar, pero alguien se le adelanta en hacerlo, o las víctimas se mueren antes. Es un hombre bastante cuerdo, pero quiere realizar su sueño, su obsesión, como otros quieren escalar los Alpes o lograr la más exquisita planta de jardín”.

Al rescate de Ensayo de un crimen contribuyeron de conjunto la Cineteca Nacional de México y el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica.

También en la cuerda del humor negro, en este caso con una carga expresa de sátira social, se mueve La muerte de un burócrata (1966), del cubano Tomás Gutiérrez Alea. La Cinemateca de Cuba encontró auspicios en el personal técnico de la Academy of Motion Picture Arts and Sciences, de Estados Unidos, que con ese gesto demostró que es posible colaborar por encima de la recrudecida hostilidad del gobierno de ese país hacia la isla caribeña.

La trama se centra en los absurdos avatares en que se ve envuelta la familia de un trabajador destacado para cobrar la pensión después de que este falleciera en un accidente mientras producía bustos en serie. A un dirigente demagogo se le ocurrió enterrar al difunto con el carné laboral, como para exaltar su consagración al trabajo. Y sin carné no se puede hacer ningún trámite, y ello da pie a situaciones llevadas al límite, una de las cuales, sumamente delirante termina en una batalla campal entre dos cortejos fúnebres a las puertas del camposanto.

Gutiérrez Alea había filmado con anterioridad otra incisiva sátira, Las doce sillas, pero con La muerte de un burócrata, protagonizada por el excelente actor recientemente fallecido Salvador Wood, refinó su concepción de la narración en clave de humor. Reconocido internacionalmente por Memorias del subdesarrollo, que rodaría dos años después, nunca dejaría de ser fiel a aquel registro, como lo hizo luego con Los sobrevivientes y Guantanamera.

En La muerte de un burócrata el cineasta rindió homenaje a Buñuel y Chaplin, a Bergman y el Gordo (Oliver Hardy) y el Flaco (Stan Laurel), a Orson Welles y Buster Keaton, pero como Ensayo de un crimen es cubana de pies a cabeza. Son nuestros clásicos.

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