¡Como mi pueblo de Tekal no hay dos! Es la frase que siempre sale de la boca, como extensión del sentimiento vivo que hace vibrar el alma, cuando se recuerda a ese rincón de la patria chica donde pasamos los primeros años de vida, y que sentimos tan nuestro, tan orgullosos de haber pisado por primera vez su suelo y en el aliento que animó a bajarnos del pecho materno para andar por él, en aquella casita de paja o piedra que por morada tuvieron nuestros padres.
Yo nací en Tekal de Venegas, en el lado sur de su vetusta iglesia principal donde se localiza la clínica rural, ahí mi madre me dio a luz, mientras mi abuela, consumida de los nervios, rezaba con lágrimas el rosario a la Virgen por que el parto se llevara a feliz término, hacía solamente tres meses que el abuelo Silvestre Borges había fallecido, y yo llegaba a esa casa… y escribo esto para hacer valer mis méritos de tekaleño. El tiempo pasa y vamos creciendo. Recuerdo aquellas primeras miradas a las casas de mi pueblo, a las esquinas, al parque principal, a palacio del Ayuntamiento, las presentaciones de flores a las que asistía mi hermana ataviada de blanco y con velo, los días de finados, las fiestas tradicionales y la majestuosidad que me dejaban impresionado, que siempre ha revestido a la Virgen de mi pueblo.
Paulatinamente la visión comienza a ampliarse, parece que todo el mundo se reduce a calles de mi pueblo, después la existencia de un ciudad llamada Izamal, y luego Mérida, y cuando vas a asimilando esto, resulta que existen Tepakán, Kimbilá, Sitilpech, y tantos otros pueblos…
Y en la escuela primaria, en su educación, va abriendo paso en los saberes, comienzan las interrogantes y despiertan la sed por conocer los orígenes de este pueblo, de su historia y su tradición.
¡De dónde salió ese fervor por la Virgen de la Candelaria! ¿Quién enseñó a ésta o a tal persona el puesto que desempeña en la procesión? ¿Por qué repican las campanas, y la imagen sale en su baldoquín rodeada de flores, en medio de la plegaria ferviente? ¿Quién enseñó el latín con el que, fervorosamente, cantan el Salve doña Huela Sánchez y don Francisco Briceño, en las esquinas de la plaza, mientras los vecinos pagan la dedicación y otros queman velas en sus manos?
Yo, parado con mi sotana de monaguillo, sosteniendo una canasta, me preguntaba: ¿Por qué nadie escribió un libro que me diera las respuestas a mis interrogantes? ¡Cómo queríamos tener una varita de mago, como la de las caricaturas, para hacer traer a nosotros ese libro, ese libro que no existe! Y cuando te vas dando cuenta que todo esto de la varita es mera imaginación… ¡cómo duele al alma de un niño!
Dicen que en aquella plaza principal de Tekal había un cenote, que la iglesia está sobre un antiguo “mul” que levantaron los oxhuallagues en una noche de misterio; que en la plaza había una ceiba grande, que dejaron morir nuestros mayores, como metáfora de la pérdida de los saberes de nuestros mayores. Que en la época de sequía no debemos salir solos al monte o despoblado porque nos pueden llevar los “Tates”, unos abuelitos encorvados, de traje de huiniques con delantal. Que hace mucho tiempo, un caballo blanco cayó del cielo sobre la plaza de Tekal, era un Yum Dziloob, caballo de Yum Chac, y que bajo lluvia de rayos y centellas volvió a desaparecer. Y tantas leyendas que terminaron en un sencillo trabajo que, gracias a varios amigos, publicamos como Leyendas de Tekal… librito que tiene, más que nada, pura buena voluntad.
También dicen los antiguos que cuando cerraron el cenote de la plaza, comenzó el dictado del nombre de Tekal, por significar “Ahí fue cerrado”, en alusión a aquel hecho, aunque el Chilam Balam de Chumayel ya asienta desde antiguo: “Y llegaron a Tekal. Allí se encerraron. Tekal es el nombre de este lugar”.
Y los frutos de la tierra, frutos de las entrañas de mi pueblo, fue el contacto primero con una “china”, como le decimos a la naranja dulce, las grosellas tan ricas como ácidas, las guayabas, la huaya con chile molido, el xec de mandarina, y ¡los dulces de las novenas! No viene a mente esa palabra, sin que mis sentidos me traigan las imágenes de aquellas novenas en honor a Santo Cristo de Kuncheila y ese olor a incienso de estoraque. El manjar blanco, el caballero pobre, el atropellado de coco, el dulce de camote en diciembre y el de arroz de las posadas.
Recuerdo aquellas canciones en las cuerdas de las guitarras de los maestros Candelario Xool y Melchor Vega, Francisco Verde o Juan Poot. La inspirada letra de “Amiga mía”, de José Verde, que no hay serenata en la que no se cante. Y aquello solamente era un acercamiento de la gran herencia de la canción yucateca.
¡Si miro el cielo, es por tu cielo, Tekal mío! ¡Si bebí el agua fue aquélla que las vetas tu suelo hecho peña me dio! Vuelto en la musa de mi inspiración mi precioso pueblo, no puedo menos que decir que no tienes igual, aunque todos los pueblos yucatecos se parecen, tú en cambio eres mío, mi corazón late con tu nombre. ¡Si me siento humano es pisando tu suelo! Y vertido en mi canto por ti, es mi plegaría para que seas eterna.
¿Qué tiene ese suelo que mi imaginación arropa? Si cuanto más me lo pregunto, más lejos estoy de encontrar la respuesta. Pero el amor por la patria chica o la Matria, como le llamara el maestro González y González, no tiene más explicación y preguntas porque, cuando el amor se asienta, se esfuma la interrogante y se queda la compresión.
Sirvan estas letras, en homenaje a mi pueblo natal, que el pasado 30 de diciembre del 2019, víspera de un año nuevo, cumplió el 89º aniversario de la elevación de Tekal a Municipio Libre y Soberano.
Por eso repiten siempre mis labios aquel verso de Rosado Vega, que aplico a mi Tekal, y cuya letra dice:
¡Oh, Tierra! , mi tierra de ardientes fragancias,
de campos floridos y cielo turquí,
recoge mis besos, recoge mis ansias
y cuando yo muera, ¡recógeme en ti!
* Cronista de Tekal de Venegas