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Cultura

Unicornio Por Esto: Theatron

El dramaturgo y narrador Ángel Fuentes Balam nos adentra a un tétrico teatro en el que identidad, ficción y verdad se diluyen con la ayuda de un juego de espejos. La pérdida de la memoria juega un papel crucial en este relato que mantiene la tensión hasta la última oración.
"En cada aterciopelado respaldo daba la impresión de que un epitafi o iba a descubrirse".
"En cada aterciopelado respaldo daba la impresión de que un epitafi o iba a descubrirse". / Especial

Antes de volverla narración, esta historia fue mi pesadilla un sinfín de noches. 

El escenario parecía el hocico abierto de un demonio. Apenas podía abarcar su inmensa anchura con los ojos, y, desde mi lugar, su fondo era invisible. Las butacas vacías se extendían ante nosotros como una necrópolis: en cada aterciopelado respaldo daba la impresión de que un epitafio iba a descubrirse, junto a la letra que marcaba la fila y el número del asiento.

Mientras yo me complacía con la portentosa visión del teatro más grande de la ciudad, Ekaterina hurgaba en su maleta, haciendo inventario concienzudo y silencioso de vestuario, maquillaje y peinado: el vestido de novia, el velo, el collar de oro.

—¿Podemos repasar la escena once? —pregunté, sin apartar la vista del gigantesco candelabro que colgaba en el centro del techo; más allá de su tenue luz, se alcanzaban a vislumbrar los frescos que adornaban la cúpula del palacio, aunque por la altura a la que se hallaban era imposible admirarlos por completo. Parecían ser episodios mitológicos, una gran batalla librándose sobre nuestra cabeza: Troya, la rebelión de Lucifer, el sitio contra Tebas, Maratón… Podía ser cualquiera. ¿Quién podría haber pincelado cada rostro embravecido a decenas de metros de la tierra?

—¿La escena completa? —contestó desencantada Ekaterina, observándome con sus abrumadores ojos grises. No quería molestarla, pero ensayar junto a ella me había hecho mejorar a lo largo de la carrera: al contar con experiencia de sobra desde la niñez, lo que para mí significaba un esfuerzo titánico, para ella era un viaje lírico de organicidad y soltura. Me enamoré desde el primer año, pero jamás le dije nada, cobarde de su negativa, conformándome con ser uno más de sus amigos. Naturalmente, como actriz, sobresalía en cada clase, y tuvo el papel protagónico desde siempre. Yo, en cambio, fui relegado a secundarios, hasta en ese montaje, el más importante, el que podía determinar mi futuro: la obra de graduación. Y ella, claro, la principal: mi pareja.  

—Sí… Si quieres, o podemos tomarla desde… —tartamudeé, inseguro. No deseaba que pensase que me aprovechaba de la escena para tocarla.

—Está bien —afirmó, asentando sus cosas en la silla—, pero, ¿no quieres que subamos al escenario? Aquí existen también algunos salones con duela y espejos, para ensayar. Podemos entrar a alguno. Son espejos que lo abarcan todo.

—No sabía. Nunca había estado en este teatro… Sólo como espectador, algunas veces. ¿Lo conoces bien?

Ekaterina lanzó una mirada melancólica hacia el espacio vacío, donde los telones de pierna se levantaban al igual que seis efigies del luto. Dirigió luego sus claros iris hacia mí.

—Sí, he estado en este lugar. Antes.

Un crujido de puerta nos interrumpió y varios compañeros entraron en el recinto, saludando desde la lejanía. Cargando bolsos y mochilas, en sus rostros se leía el alegre nerviosismo de un niño que intentase subir a un árbol.

—El árbol de la vida —musitó Ekaterina.

Yo, asustando por la sincronicidad de su frase, me volví a ella, quien señalaba hacia lo alto; seguí su dedo índice y encontré que, cerca del arco de proscenio, en la bóveda de piedra, se hallaba pintada la figura de un árbol invertido: sus raíces se perdían en la inmensidad del cielo raso mientras que sus ramas se fundían con las curvas de la bocaescena.

—“¿Vienes a pedirme favores o a comenzar una guerra?” —recitó ella aún señalando, sin aviso previo, dando por comenzado nuestro repaso.

—“No… no hay más guerra que la de mi cuerpo, ni más favor que…”

Mi voz fue apagada por la monumentalidad del silencio. Ekaterina escudriñó mis labios entreabiertos, y esperó.

—Ni más favor que… —repetí, sintiendo la vergüenza como una serpiente que nacía del pecho y se enredaba en mi garganta, impidiéndome seguir; donde debían estar las palabras del personaje, no había más que un desierto: había olvidado el diálogo.

—“Ni más favor que el deseo de mi propia muerte” —completó con firmeza Ekaterina. Intenté evadir su semblante serio. La resonancia de la frase me ayudó a recordar.

—“Por eso, tú y yo no somos distintos, somos…” —de nuevo permanecí en blanco unos minutos.

—Hoy es el estreno. —Mi compañera se cruzó de brazos, frunciendo el ceño. Enfrenté sus ojos grises. A veces, detestaba sus aires de superioridad; pero, muy en el fondo de sus pupilas, no observé ira, sino tristeza.

—Sé que hoy es el estreno, no lo tienes qué repetir. Estoy algo bloqueado.

—Ya no tienes tiempo. Los que olvidan, van al olvido.

—¿Siempre eres tan odiosa?

Ekaterina tomó su maleta, sin dirigirme la palabra, y comenzó un lento andar por la fila; a simple vista, daba la impresión de nunca desembocar en pasillo alguno.

—Ekaterina, perdón —mis palabras se ahogaron en el aire sepulcral del recinto. ¿A dónde habían ido mis compañeros? Ningún maestro había salido a buscarnos; lo más probable es que estuviesen en la periferia, en camerinos, o que sencillamente, no hubiesen llegado.

Ella no se volvió hacia mí. Tuve el impulso de seguirla, pero me detuve. Me senté en la banca, respiré, e intenté recobrar la memoria:

—“Por eso, tú y yo somos no distintos, somos…” —Me golpeé el muslo con el puño cerrado. Una plancha de hierro invisible se cerraba en torno a mi pecho. Cerré los ojos, y cobijado por la oscuridad, decidí indagar más allá del texto, en otro lugar: escena cuatro…

—“El tiempo es nuestro… aliado… Es…” ¡Carajo! —grité al corroborar que me hallaba perdido, y al abrir los párpados, me encontré en otra oscuridad, más amplia y apabullante. Alguien había apagado la luz de la sala—. ¿Ekaterina? —Mis palabras no alcanzaron a surcar más allá de los asientos contiguos—. ¿Hola?  —El único resplandor que se filtraba era el de los vitrales más elevados, pero su iridiscencia permanecía en lo alto, repeliendo la sombra. Era como observar un arcoíris nocturno que se desvaneciera en contacto con el viento.

—“Los que olvidan, van al olvido” —El susurro de Ekaterina fue tan vívido que me produjo un sobresalto, haciéndome tropezar. Me aferré al respaldo de las butacas de enfrente, y cuando extendí la mano para tocarla, detrás de mí, alguien abrió una puerta; pude escuchar balbuceos lejanos. La tarde penetró en la sala como un torrente de agua sin cauce. Ella no estaba por ningún sitio. Me toqué la sien. La preocupación me estaba afectando demasiado. Tomé mis cosas y me encaminé al umbral iluminado, deslizando la mano por los asientos, como un ciego que hubiese perdido el rumbo cotidiano a casa. En cada paso, intentaba recordar mis diálogos, sin éxito. “No importa”, me dije, “tomar algo de aire ayudará a la calma; hay tiempo”.

Al cruzar el portal, la claridad me recibió con calidez materna. Tras de mí, la sala principal en negro absoluto, contrastaba con la piedra caliza del edificio. Cerré la pesada puerta. Me recargué en la pared: me hallaba en un pasaje angosto, cercado por una muralla bastante alta que rodeaba la construcción principal; lo único que alcanzaba a ver, más allá de sus ladrillos, era el cielo despejado. Pocas veces hacía un azul tan diáfano. No había pájaros ni árboles, salvo los arbustos que crecían en los arriates del mismo pasadizo. Miré para ambos lados: a mi derecha, según la dirección en la que salí, debería enfilarme hacia la entrada del castillo; a mi izquierda, se hallaría el camino hasta los salones de ensayo que mencionó Ekaterina, y también a los camerinos. Ignoraba cuán grande era el perímetro del teatro, pero contaba con encontrarme con alguno de mis amigos lo antes posible.

Emprendí la marcha en ascenso: el pasillo se iba escalonando, al igual que aquellos callejones típicos de los pueblos mágicos en el centro de mi país. Los muros, bastante erosionados, guardaban en su polvo ínfimos diagramas dibujados por las manos que los tocaron. Inhalé y exhalé, para relajarme. Al cabo de unos minutos, el ansia me detuvo.

—No recuerdo la obra.

Mi sentencia flotó idéntica a una mariposa herida. Froté las manos en mi rostro, reparando en que tenía bastante rato de no escuchar siquiera el ruido de los automóviles en la ciudad. Eso era lo de menos. En mi memoria se atropellaban palabras sin sentido que no correspondían a la fábula del drama. Tuve una idea: los maestros aseguraban siempre que encarnar un personaje es pura respiración y, claro, corporalidad. Es de los sentidos que llega el estímulo, de la sensación nace la emoción. Y si habitaba en ese momento el cuerpo de mi personaje, seguramente llegaría la palabra. Decidí caminar un poco más, hasta el pequeño patio que vislumbraba cerca.

Di un ligero trote hasta salir al solar: era un jardín de tulipanes moteados, sendos vergeles habían crecido enfrentados, en módulos de tierra pegados a la muralla, en los que sobresalían unas lámparas barrocas de aceite, encendidas; el patio se bifurcaba en estrechos caminos: no podía verse el destino de ninguno. Los tulipanes me recordaban a alguien, pero no supe decir a quién. En lo ancho de la encrucijada, descansaba una banca de piedra, y a sus pies, una losa había sido labrada con minucia. Al dejar mi bolso ahí, el bajorrelieve de la roca me llamó la atención: era una tumba. Coloqué mi mochila en el asiento de la banca, mientras leía. El nombre de la persona enterrada era idéntico al nombre de mi padre. Él había muerto hacía años y descansaba en el cementerio general. Vaya coincidencia. En aquel momento, tuve una agnición: claro, los tulipanes moteados eran la flor predilecta de mi madre. Mi madre… Esperaba alegremente por verme actuar ese día. Y quería enorgullecerla, hacerle saber que seguir mis sueños no había sido un paso errado. Necesitaba recobrar la memoria.

El Sol ya había comenzado a ocultarse; el cielo perdió su fulgor azulado, dando espacio a un velo sutil que comenzaba a cubrirlo. Hice algunos ejercicios de calentamiento, y aproveché la soledad para comenzar a realizar mi encarnación: mi columna, mis articulaciones, la calidad de un movimiento pesado, la energía de un soldado… Mi rostro se deformaba, dando paso a gestos ajenos. El constante jadeo del esfuerzo, me provocó el sonido y de este, la palabra:

—“No hay más guerra que la de mi cuerpo, ni más favor que…”

—¿Qué haces aquí?

La voz de mi maestro estremeció a los pétalos, resonando hasta mis oídos. Giré la cabeza para encontrarme con él.

—Te estábamos buscando —dijo con expresión compungida.

—Yo también los buscaba —repliqué, destensando los músculos y recuperando mi energía habitual.

—El público ya comenzó a entrar.

—¿Tan tarde es?

—Ya no hay tiempo, vamos —contestó, antes de emprender un trote veloz.

—¡Espere! —grité, recogiendo mi maleta; y una campana gigante anunció, al tempo, la hora marcada. Por instinto, intenté ubicar el sonido, pero las paredes seguían tan elevadas, que era imposible determinar de dónde venía. Cuando volví la mirada, mi maestro había desaparecido. No supe decir cuál de las dos rutas hubo optado por seguir, así que me decidí por la siniestra, lo creí correcto. Si la gente ya estaba entrando, no tardarían en dar la primera llamada. Una cosa era tener problemas de memoria, que ya podría resolverlo mientras se desarrollara el acto, pero algo muy distinto —y peor— era no entrar a escena. Corrí a través del estrecho pasaje, intentando dar con una puerta o alguna esquina por la cual arribar a otro lado; sin embargo, durante unos minutos, sólo pude ver las ásperas y mohosas piedras que me encerraban.

—¡Carajo! —exclamé, desesperado. ¿Debía reencaminarme? ¿Acaso continuar?

“Los que olvidan, van al olvido”. La estúpida frase de Ekaterina permanecía, taladrándome el cerebro. Mientras me debatía sobre qué acción tomar, descubrí una pequeña farola a unos metros de mí. Era como si alguien la hubiese puesto ahí, de súbito, como salvamento a mi tribulación.

—Una entrada.

Me dirigí hacia ella, a toda velocidad, percatándome de algo que me causó aún más angustia: no tendría tiempo de caracterizarme. Quizá debía prepararme ya, y seguir corriendo, pero ¿y si algo le pasaba a mi vestuario? No. Sí podría llegar. Y si no, me cambiaría tras bambalinas. No era tanto problema. El teatro son los actores, nada más. No las luces, no el maquillaje, no el vestuario. Eso es pura añadidura. Al fin llegué a la lámpara, invadida por un ejército de diminutas polillas que revoloteaban alrededor. No me equivoqué: una puertecilla de madera roja yacía rematando un par de peldaños descendentes. Bajé y, al empujarla, ante mí se descubrió un túnel opaco. Entré en él, comenzando a bajar las escaleras en forma circular. Me recordaba al método de defensa de las fortalezas medievales. El pasadizo estaba iluminado pobremente por algunas velas enanas. Cerca del último escalón, escuché voces y rugido como de maquinaria. Al asomar, hallé una caverna amplia. Varias personas, bañadas el fulgor de lámparas industriales y cascos iluminados, trabajaban forzadamente. Extraían huesos desde la entraña de la cueva. Sí, era eso. Minaban la cripta, obteniendo osamentas centenarias en el proceso. Más allá, una orquesta afinaba. Los chelos hacían retumbar el espacio, produciendo leves terremotos.

—Disculpe —me dirigí a la mujer que coordinaba la extracción ósea—, estoy buscando los camerinos.

—Estás algo perdido. No deberías estar aquí. Este el foso del teatro. ¿Ves a los músicos?

—Sí. Perdone. Es que, este lugar es inmenso. Necesito llegar a los camerinos o al escenario. —Por el ruido de cuerdas, timbales, tubas y herramientas, debíamos hablar a gritos.

—¿Eres uno de ellos, no? Un actor —preguntó la mujer, sin mirarme, guiando a una cuadrilla de trabajadores que cargaban un gran rotomartillo.

—Sí.

—¿Sabes que ya dieron la primera llamada?

—Lo imaginaba. Por eso tengo que llegar. Ahí, donde están los músicos. Si voy hacia ellos, puedo salir por la boca del foso, ¿cierto?

—No. Está cerrado. Antes de la obra van a practicar hasta que no puedan más. No podemos abrirlo por nadie. Nos castigarían.

—¿Quién los...? Necesito su ayuda, por favor. ¿Qué están haciendo aquí? ¿Por qué están sacando esqueletos? ¿Esto era un cementerio? Hace rato vi una tumba.

—Es necesario hacer esto, niño. Es necesario. Si no los sacamos, causarán un cataclismo. El teatro debe tener su capacidad perfectamente cuadrada. Vete, este no es lugar para gente de tu clase. Debemos terminar antes de la hora.

—¿La hora?

—Ahí hay otra puerta. Debe llevarte de vuelta a la butaquería. Tienes que irte de aquí cuanto antes, sino, deberás coger un instrumento y tocar. Y no es grato. Deberás tocar hasta que tus labios se quiebren, tus uñas se caigan, tus ojos lloren. Y tú eres un actor, no un músico —el estruendo de los trombones era aturdidor, y pequeñas piedras se desprendían desde la bóveda del antro—. Pero no te quedes en la sala principal, ya no puedes. Van a intentar que te quedes. No les hagas caso. Tienes que ver si encuentras los camerinos. Quizá si subes, si asciendes. Las escaleras de metal.

—¿Cuáles?

—¡Ya vete, niño!

Un horroroso acento musical resquebrajó el piso. Antes de irme a toda prisa, alcancé a ver que, desde el subsuelo, varios cráneos emergieron, como enredaderas. Corrí hacia el portal que me había señalado la capataz y, aterrado, empujé el cerrojo metálico hasta que cedió. Traspasé el umbral, y me apoyé en la madera, clausurando aquel estruendo.

Como había dicho la mujer, salí en la parte más alta de las butacas, justo bajo el primer palco. Cientos de personas buscaban ya su asiento, en una procesión silenciosa y solemne. Múltiples lenguajes resonaban como el zumbido de una avispa; el auditorio estaba inundando del resplandor mortecino de los candelabros. No podía dejar que nadie me viese, aunque busqué a mi madre entre la multitud.

Me desplacé con premura desde atrás de la última fila, intentando ocultarme de aquellos que entraban por el espacio central. Con acelerado paso esquivaba con éxito a los espectadores; no obstante, a punto de llegar a las escaleras de metal, una mano agarró con fuerza mi brazo. Volteé.

—¿Tú crees que la vida es disipación? —preguntó una chica de entallado vestido rojo, luciendo un escote generoso que me restregó en el pecho.

—¿Perdona?

—Quédate conmigo —pidió, mientras, con la sutileza de una bailarina de ballet, llevó la mano libre hasta su hombro: retiró la tela, sonriendo, permitiéndome observar su seno. La chica lamiéndose los labios; repitió—: Quédate.

Obnubilado por la visión, mi cuerpo vibró hacia el suyo. Antes de colocar mi palma sobre su carne, recordé a la capataz:

“Van a intentar que te quedes en la sala. No les hagas caso”.

—Perdona, no, no puedo… —murmuré, soltándome de sus dedos, tragando saliva.

—Quédate —ordenó con la faz rígida. Su sonrisa desapareció en una mueca de descontento.

—No.

La muchacha intentó rasguñarme la cara, pero hábilmente me separé de ella, emprendiendo la carrera.

—¡Vas a arrepentirte! ¡Vas a rogar por volverme a ver!

Tuve la sensación de que no era la única que me seguía; aun así, no miré hacia atrás. De un salto me aferré a las escaleras de hierro que subían por los murales preciosos del teatro. Estaba seguro de que no me llevarían al camerino, pero eran el único sendero razonable. Los espectadores en los palcos no repararon en mi presencia. Escalé hasta una oscuridad calurosa; acechaba hacia el suelo por instantes, sólo para constatar que mi altura era ya descomunal: los dantescos candelabros del auditorio se veían como obleas doradas que flotaban en una sombra sin presencias. ¡El fresco! Quise ver la pintura del techo desde ese privilegiado punto de vista, pero al levantar la cara, encontré el inicio de los pasos de gato. Aun a esa distancia, la obra maestra era irreconocible. Subí a la plataforma, ayudándome de sus barandillas.

Ante mí, decenas de tramoyistas caminaban en los férreos puentes sin hablar, con la grácil agilidad de los felinos. Por lo bajo, el abismo, débilmente confrontando por la agónica luz de los lamparones. Caminé en la angosta avenida de andamios, observando cómo cada trabajador empleaba poleas, sogas, planchas, cordeles, elevadores… Era como una ciudad tumultuosa, con calles, drenaje, estatuaria y tráfico: sus habitantes saltaban entre las parrillas, como trapecistas expertos. Algunos, corregían el curso de las luminarias, trepados en las barras, o acotaban reflectores sin protección ni guantes. Intenté conseguir aplomo, venciendo el repentino miedo a la altura que me asaltaba, y llegué hasta una tramoyista de avanzada edad.

—Disculpe, estoy buscando el camerino. Soy actor. Me perdí.

—¿Cómo llegaste aquí?

—Desde el foso me indicaron el camino.

—¿Estuviste en el foso?

—Sí.

—Este tampoco es tu lugar. Aquí sólo vienen los capaces.

—Parecen trabajar sin descanso —dije, con atrevimiento—. Perdone, pero, ¿no es algo peligroso para usted? Estamos tan lejos de la tierra…

—Es lo que toca. Aquí la edad no significa nada. Sin nosotros, los de abajo están perdidos. ¿Dime, qué es la flor sin la tierra, sin el agua, sin el aire?

—No lo entiendo.

—Por eso no es tu sitio. Sostener el orden no es para cualquiera.

—Sí. Yo soy un guerrero. Pero no recuerdo mi palabra.

—Eres uno de ellos. Un actor. Mira, les tengo lástima. Aunque también, envidia, si soy honesta. Me gustaría abandonar mis labores y dedicarme al aplauso. La obra ya ha comenzado, ¿sabes?

 —¡¿Qué?!

—Sí. Comenzaron sin ti —respondió, apuntando hacia abajo.

—Tengo tiempo. Puedo llegar hasta mi escena       —bisbiseé, exhalando. 

—Bien, guerrero, pareces una buena persona. Te ayudaré. Sigue por esta calzada, hasta aquella vara torcida, ¿la ves? Bueno, no es una vara, realmente. Es una raíz.

—La del árbol invertido.

—Lo has visto. Bien, bajo ella hay otras escaleras. Deberían sacarte de la sala y devolverte a la circunferencia del teatro. Una vez ahí, verás un corredor con tres puertas. Una de ellas te llevará adentro del escenario. No recuerdo cuál, sin embargo. El teatro es muy diferente a cuando yo era joven. Siempre está cambiando. Apresúrate. La obra sigue su curso.

—Sí, muchas gracias —le di la mano, y con la otra me sequé el sudor de la frente. Hacía un calor insoportable. El contacto de su piel fue muy suave, como si bajo su tejido no existieran venas ni sangre. 

—¡Oye! —exclamó no bien estuve a varios pasos—. Ella te esperó en el salón de los espejos.

—¿Ekaterina? ¿Usted como sabe?

—Está muy triste porque olvidaste tu palabra.

—Ahora la veré. Gracias.

—Te queda muy poco tiempo, anda.

Suspiré, apretando los puños, y deslizándome como un insecto rastrero: daba zancadas suaves, intentando abarcar la mayor distancia sin golpear las plataformas. Sorteaba a los tramoyistas, quienes ignoraban mi travesía o simplemente se limitaban a mirarme con un dejo de zozobra. Sentí pena por ellos: nadie reconocía su trabajo, ni sus rostros, ahí, enhiestos en esa apoteosis silente, hacinados en aquella metrópolis flotante y encendida. Si un día decidieran desertar, toda la ficción se vendría abajo. Nadie se pregunta cómo funciona algo, hasta que deja de funcionar.

Al llegar al borde del andamiaje, acaricié la raíz oscura pintada en el muro contiguo. La cúpula del edificio todavía estaba muy arriba. Bajé con cuidado los pies, y resistiendo el terror por una caída mortal, empecé el descenso. A medida que me acercaba a tierra, las voces de los otros actores perturbaban mi ánimo; en efecto, la obra había comenzado. Suspiré. Pronto me reuniría con ellos en el escenario.

De un salto, clavé mi humanidad en el piso. Ojeé la estancia. Debía estar en un corredor, detrás del ciclorama. Sin saber en qué momento salí de la sala, palpé nuevamente la muralla que circunvalaba el teatro. Exhausto, recorrí unos cuantos metros hasta toparme con tres puertas: eran de roble, con relieves toscos y adornos cobrizos. Sin tiempo para tocar, golpeé la central con el brazo y entré.

Una niña, sentada en un pequeño trono, ante un tocador de ébano negro, se probaba distintas pelucas. En el contorno del mueble, pequeños focos iluminaban el espejo. Cerca de la chiquilla, yacía un tablero de ajedrez muy fino en el que un peón había sido movido.

—Hola, guerrero. Es tu turno para mover —dijo la niña, levantando el peluquín que se había probado, dejando ver su cabeza sin pelo y las costras en ella.

—No puedo jugar. Necesito llegar al escenario —afirmé, con gravedad.

—La obra ya comenzó. Pero tú todavía no debes entrar.

—Tú no eres actriz. No te conozco. ¿Quién eres?

—Nadie. Juega conmigo —pidió, a la par que se ajustaba una cabellera rojiza, en caireles torcidos.

—No tengo tiempo.

—No dije que tardaríamos. El juego puede ser tan breve como una brisa. Además, al terminar, te diré como volver.

Estudié el tablero. Tenía mucho de no jugar ajedrez, y quizá si ella sabía jugar, la partida no duraría. Así me dejaría en paz.

—Bien —confirmé, sentándome al lado de su regio asiento, dejándome caer, cuan pesado era con la armadura, en un banco—. Moveré.

Los dientes amarillos de la reinita, afectados por el escorbuto, relucieron en amplia sonrisa entre la oscuridad.

—Hace siglos que nadie jugaba conmigo —confesó, moviendo su caballo hacia mí.

—Lo lamento.

—¿Qué lamentas?

—Tu soledad.

—Te he comido dos peones. ¿Verdad que soy buena?

—Bastante.

—Mi cabello se ha caído. Por eso me oculto aquí. Yo no estoy hecha para actuar.

—Eres la reina, de todas formas.

Acto seguido, la pequeña deslizó su reina hasta mi lánguida formación:

—Jaque —amenazó con su escueta voz cansada. 

—Joder, eres buena.

—Estás manchando el tablero. Las torres son mis piezas favoritas —protestó, pataleando.

Miré hacia la cuadrícula, en efecto, algo de sangre había contaminado el juego.

—¿Te duele? —preguntó, señalando las flechas clavadas en mi costado. Las toqué, y como si hubiese invocado la acción con el verbo, sentí el ardor que me producían.

—Sí, me duele mucho —susurré, con el rey entre mis trémulos dedos—. ¿Tienes algún bálsamo para aliviarme?

La niña apretó los labios, con gesto enojado.

—¿Vienes a pedirme favores o a comenzar una guerra?

—No hay más guerra que la de mi cuerpo, ni más favor que el deseo de mi propia muerte, o bien el que esta noche te hago, con mi sola presencia. Sin mí, estarías condenada al ostracismo, a la herrumbre de años vacíos, al olvido de tus legiones, del amor de tus padres, aquellos que reinaron antes de ti, y de tus ancestros, cuyos huesos se pudren bajo este palacio. Por eso, tú y yo no somos distintos, somos dos espejos cerrados.

—Ekaterina te esperó hasta que el sol cayó al océano.

—Y me seguirá esperando, pues tus soldados me han herido de muerte.

—Y, no obstante, juegas conmigo.

—Yo no olvido una promesa. Los que olvidan, van al olvido. 

—Lo agradezco —susurró con genuina ternura, y se arrancó la peluca rizada, arrojándola hacia la alfombra de piel que decoraba el salón—. El único bálsamo que tengo para ti, es la derrota. Jaque mate.

—Déjame ir con ella.

—Me gustó jugar contigo. Aunque fuimos enemigos, un buen juego no se le niega a nadie. Al salir, tendrás dos opciones: la diestra te llevará a los camerinos, y de ahí, al escenario. Tu escena está próxima. La siniestra, te llevará hacia Ekaterina. —Me puse de pie, renqueando por el ardor de las heridas, y así el borde del tablón en el umbral—. Ella te ha estado esperando, desde hace años, ahí, sola, igual que yo, en esa aula de espejos. Pero… —La regente se detuvo, observando su propio reflejo, cadavérico, vencido por la vejez que intentaba disimular con ahínco, disfrazada como una niña—, de cualquier forma, es un jaque mate.

Salí hacia la noche lluviosa. ¿En qué momento me caractericé? ¿Cuándo llegué hasta la torre del homenaje enemiga? ¿Dónde estaba mi escuadrón? ¿Mi maestro de actuación? Daba igual. Con la mano abierta empujé la puerta izquierda.

Ekaterina me esperaba con afligido semblante. Portaba un impecable vestido de novia, negro, cuya elegante majestad se reflejaba infinitamente: el suelo, el cielo raso, las paredes, todas eran de azogue bruñido. Una luz cenital bañaba su figura. 

—Nuestro cuarto de espejos —dijo ella. Su acento fue tan suave que sus labios apenas se entreabrieron.

—Me esperabas.

—Hace cien años.

—¿Te acuerdas?

—Lo recuerdo. Los que olvidan, van al olvido.

—¿Cómo me encontraste?

—Buscándote en cada reflejo, hasta dar con el mismo brío que recubría tu armadura.

—¿Y por qué no me amaste?

—Por tu olvido —contestó Ekaterina, derramando unas lágrimas cristalinas que se reflejaban y se reflejaban, y reflejaban a su vez el mismo reflejo, en aquella, nuestra casa primera y última. Ella caminó hasta mí para abrazarme, humedeciendo su nupcial atavío. Tomó mi rostro sucio entre las manos, y acarició su boca con la mía, en un beso rotundo, colosal, vivo, perenne, que me hizo cerrar los ojos y soñar cuando vi a Ekaterina en un tiempo otro, hurgando en un curioso baúl con ruedas, vestida con obscenos harapos negros, pegados a la piel, y ella entonces me preguntó: “¿La escena completa?”, ¿Qué significaba ese vocablo? ¿Cuándo lo había dicho? Si éramos nosotros, los amantes, en ese instante, moribundo yo, ella preparada para casarse.

—Necesito pedirte un favor, Ekaterina…

—¿Vienes a pedirme favores o a comenzar una guerra? —cuestionó ella, mojando mi rostro con sus lágrimas, mientras me besaba como una salvaje.

—No hay más guerra que la de mi cuerpo, ni más favor que el deseo de mi propia muerte. Por eso tú yo no somos distintos, somos dos guerreros destinados a lo funesto: nuestro tálamo estará vacío, olvidaremos quienes somos, yo, pereceré por las heridas de la guerra; tú, usarás este velo, porque el vestido de bodas será también el de luto.

—Guardaré en este collar una gota de tu sangre, para que su sustancia te devuelva a mí, no importa dónde, no importa cuándo regreses, te vea, te bese, y así mil veces, vuelvas al lugar desde donde se mira —gimoteó como una niña lastimada, cayendo a mis pies, hundiéndose en el espejo del suelo, pero también en el superior. En cada segundo en el que desaparecía su cuerpo sobre la brillante superficie, las llagas crecían en mi carne. Cuando se hubo desvanecido retrocedí, falto de aire, y salí por el umbral, hasta volver afuera.

Con las pocas fuerzas que me restaban, trastabillé hasta la última puerta. Al abrirla, una agradable luz matinal se agolpó en mis párpados. Al enfocar el paisaje frente a mí, observé una plazoleta exquisita, con arcos bajos y una fuente en el centro; en ella, un grupo de actores desconocidos, a guisa de bojiganga, ensayaban, divertidos, rememorando sus trazos; algunos manipulaban una enorme marioneta en forma de calavera, otros danzaban tomados de la mano, alrededor de ella.    

—¡Hey! Tú eres uno de nosotros —afirmó una hermosa joven de ojos grises.

—Sí. Ustedes son parte de la obra.

—Ya vamos a entrar a escena.

—Estuve perdido por mucho tiempo.

—Lo sé. No te preocupes. Este es tu lugar —contestó la misma muchacha.

—¿En qué momento amaneció? ¿Dónde están las murallas?

—Aquí siempre hace un día hermoso. ¿Listo para entrar? No tengas miedo de olvidar nada, yo estaré a tu lado todo el tiempo. —Ella me tomó de la mano, dirigiéndome hacia un portal de tela, a través del cual, accedimos hacia un magno escenario, idéntico al hocico de un demonio.

En los primeros asientos, mi madre —cubriendo su cara con un velo fúnebre— lloraba en secreto, y mi padre rompió en aplausos, en espera de ver la actuación de mi vida.

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