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Entretenimiento / Virales

¡ASESINOS!

El mexicano llora una segunda noche tris­te. Precisamente en Tlatelolco tuvo lugar la última batalla que perdió Cuauhtémoc. Coin­cidencia de la historia. Pero, enjugado el llanto, el mexicano de hoy busca en la refle­xión el porqué del dolor referido en esta edición extraordinaria con la elocuencia fo­tográfica: asesinada juventud representativa de la esperanza de México.

La primera noche triste fue motivada por el afán de robo de Pedro de Alvarado, quien suplía a Cortés en el mando cuando éste combatía a Pánfilo de Narváez. Quiso el vo­raz capitán robar las joyas de los concurren­tes al macehualiztli, quien mucho después murió colgado en el camino a las Hibueras...

La segunda noche triste de México tuvo lugar en Tlatelolco, el miércoles dos de oc­tubre de 1968. Por las páginas de esta edi­ción se muestra a las víctimas: juventud, es­peranza de México. No hay mexicano lim­pio que no llore mirándolas.

El motivo, como ayer, fue el robo. Sólo que en este caso no era para arrebatar joyas de oro, como hizo Pedro de Alvarado, sino para robar a la juventud, al pueblo de Mé­xico, la soñada esperanza de libertad.

El contraste es muy doloroso para nos­otros, los mexicanos de hoy, porque el ayer está perdido entre las brumas de lo incierto y la historia escrita por el vencedor nos desorienta, en tanto que el hoy abrumador octubre en la presencia de todo el periodismo de mundo convocado para los Juegos Olímpicos. En el examen del hoy estrujante no hay dónde perderse porque todos los datos están a la vista y debemos examinarlos con la lealtad que México amerita:

EXISTIA "UN CAMINO PARA LA SOLUCION MISMA DE LOS PROBLEMAS"

No creemos en la democracia del presidente Díaz Ordaz, sencillamente porque sus acciones frente a la concreta denuncia de injusticias sociales no son las que corresponden  a un demócrata. Sin embargo, eso no nos impide reconocer que su vocero político e! secretario de Gobernación, al salir de acuerdo, precisamente el dos de octubre al mediodía, declaró en Palacio que se han abierto los caminos para la resolución tanto de los problemas expuestos en los 6 puntos, como de otros de gran trascendencia, y la opinión de muchos grupos juveniles que han intervenido o de maestros univer­sitarios que razonan y reflexionan, se pue­de ver algo más que lo que podría llamarse una tregua, o sea, un camino para la solu­ción misma de los problemas".

PERO EL SECRETARIO DE LA "DEFENSA NACIONAL" TENIA UN PLAN DE GUERRA....

Pues bien: apenas si se empezaban a leer en los periódicos vespertinos las declaracio­nes del vocero político de la Presidencia, cuando las luces de bengala, dieron la señal para que de nuevo, con esa premeditación, alevosía y ventaja que les es característica, es decir: a traición, el ejército nacional, el bata­llón Olimpia —selecto cuerpo de las guar­dias presidenciales— y todas las policías ha­bidas y por haber abriesen fuego contra una multitud indefensa y confiada, integrada por

niños, jóvenes en edad escolar, padres de familia, ancianos, representantes del pueblo que se habían dado cita en la Plaza de las Tres Culturas para ratificar, una vez más, su apoyo al movimiento estudiantil mexicano.

Decenas de muertos y cientos de heridos, entre ellos numerosos corresponsales extran­jeros que se han encargado de denunciar ante el mundo los sucesos que llora la Re­pública.

Ahora bien, mientras el secretario de Go­bernación anunciaba que existía "un camino para la solución misma de los problemas", la existencia de un plan de paz, el secretario de la "Defensa Nacional" ordenaba una ma­sacre.

¿Qué ocurre en México? ¿Quién manda en este país donde resulta demasiado obvio que la Constitución ha sido convertida en una burla sangrienta y donde no es necesa­ria la declaración oficial de una dictadura mi­litar, porque existe un "Poder Legislativo" —diputados y senadores— que incondicio­nalmente aprueba y apoya todos los críme­nes pretorianos?

En cualquier nación regida por un siste­ma democrático, una matanza como la regis­trada el dos de octubre pasado en Nonoalco- Tlatelolco hubiera ocasionado la caída del gobierno. Por otra parte, resulta inconcebi­ble que, después del genocidio, el secreta­rio de la "Defensa Nacional" declarase, ante los corresponsales extranjeros en México, que el ejército a sus órdenes repetiría la hazaña fratricida, lo que obliga a pensar que el tristemente célebre García Barragán no es­pera órdenes, porque: o ya las tiene; o él las da.

En el primer caso, si ya tiene las órdenes, está declarando culpable al presidente de la República; en el otro, si él las da, entonces está demostrando que él es quien conduce la bárbara política de represión puesta en mar­cha contra el pueblo mexicano.

¿Ordenó, ahora, el licenciado Gustavo Díaz Ordaz, la toma de la Ciudad Universita­ria y del Instituto Politécnico Nacional? ¿ Ordenó ahora, el licenciado Gustavo Díaz Ordaz, la brutal represión contra el pueblo en Tlatelolco? ¿Ordenó, ahora, el licenciado Gustavo Díaz Ordaz, la incalificable matan­za cometida contra el pueblo mexicano el miércoles dos del presente mes? Estas son las preguntas que México exi­ge que sean aclaradas por el presidente de la República.

Fue algo espantoso, de pesadilla. Ban­dadas de chiquillos histéricos, separados de sus padres en medio de la confusión, co­rrían horrorizados, en muchas ocasiones pa­ra ir a dar frente a los fusiles asesinos, que barrían sin piedad a la multitud. Un grupo de estos niños enloquecidos pasó frente al lugar donde el reportero se había refugia­do. De pronto, el cráneo de uno de ellos pa­reció estallar, tal vez alcanzado por una ba­la expansiva, y el pequeño rodó por el sue­lo.

Sus compañeros huyeron, pero un chi­quitín de unos seis años, estupefacto y se­guramente sin saber lo que es la muerte, trataba inútilmente de reanimarlo. Sacudía desesperado el inerte cuerpeado mientras gritaba: "Beto, Beto, ¿qué te pasó?". La voz se fue quebrando, convirtiéndose en un ron­co bisbiseo, hasta que se apagó por comple­to. Los dos pequeños cuerpos quedaron tirados sobre el asfalto, estrechamente unidos en un abrazo. Cuando logramos abandonar el refugio, ninguno de los dos se movía; qui­zá ambos estaban muertos; esta escena que­dará grabada en forma indeleble en la mente del reportero; probablemente su cobardía le impidió salvar la vida del segundo niño, arrastrándolo hasta la zanja; pero las balas silbaban por todas partes, y el instinto de conservación es terriblemente egoísta.

LAS ARMAS NACIONALES SE HAN CUBIERTO DE GLORIA

Fue una matanza estúpida, urdida por mentes enfermas. Lo ocurrido en Tlatelolco al anochecer del dos de octubre de 1968 pa­sará a formar parte de las páginas más ne­gras de nuestra historia. Y la Historia, con mayúsculas, habrá de condenar a quienes prepararon la emboscada contra el pueblo y a quienes la ejecutaron.

Porque el Ejército, aunque haya sido atendiendo órdenes de sus superiores, actuó con una maldad extrema. Si se hubiera tra­tado de una guerra; si las tropas que se lan­zaron contra el pueblo hubieran sido de un país enemigo, no habrían actuado con tanta falta de humanidad. En las guerras, los sol­dados disparan contra sus iguales, que van asimismo armados, y son extranjeros, ene­migos. En Tlatelolco se trataba de masacrar a hombres, mujeres —muchas de ellas encinta y a niños, que aparte de no llevar ar­mas, eran compatriotas, tan mexicanos co­mo los torvos matarifes que se cebaron en ellos.

EL GUARDIAN DE NUESTRAS INSTITUCIONES

Se trató da una operación minuciosa­mente planeada, con todos los recursos de la ciencia militar. El viernes anterior se había celebrado allí mismo otro mitin da estu­diantes, que no fue agredido y transcurrió pacíficamente. Esto confió al pueblo, que ca­yó en la trampa.

Todo estaba calculado al detalle: los agentes de las diversas policías mezclados entre la multitud, que al comenzar la ma­tanza se colocaron un guante blanco en la mano izquierda, para identificarse entre sí; el cierre de todas las vías de escape por el Ejército, que se apostó, con las armas listas, en los lugares estratégicos, por donde necesariamente tendrían que buscar la salvación las víctimas de la siniestra emboscada; los helicópteros que sobrevolaban la Plaza de las Tres Culturas y que, al comprobar que la gigantesca ratonera estaba a punto, soltaron primero unas bengalas verdes, y luego otras rojas.

Esta era la señal esperada para cerrar las pinzas. De las ventanas y azoteas de al­gunos de los edificios que rodean la Plaza de las Tres Culturas hicieron varias descar­gas al aire y entonces la tropa atacó.

Si en balcones y azoteas se hallaban los que iniciaron la balacera, los soldados no dirigieron hacia allá sus armas: abrieron fuego sobre la multitud reunida frente al edificio Chihuahua.

SALIDO DE LA PROPIA ENTRAÑA DEL PUEBLO

La pacífica celebración del mitin del vier­nes anterior habla provocado que pueblo y es­tudiantes confiaran en que ya no habría más represiones contra las reuniones de protesta por la no solución del problema estudiantil, y  en la Plaza de las Tres Culturas se hallaban centenares de mujeres con niños pequeños, que iban a protestar por la detención de sus hijos en las represiones anteriores.

Las primeras descargas de los soldados abrieron enormes claros en la multitud. Los cuerpos caían tronchados como espigas de trigo ante la hoz. Millares de personas em­prendieron la fuga por diversos rumbos; pero todos los caminos estaban cerrados por las tropas, que abrían fuego contra la multitud, la hacían recular y correr en otras direcciones para hallarse otra vez ante las bocas de fusiles y ametralladoras.

(La prensa, al día siguiente, dijo que los "francotiradores" que se hallaban en los edi­ficios que rodean la Plaza de las Tres Cultu­ras disparaban lo mismo contra los soldados que contra la gente reunida en el mitin. Fal­so. Solamente se hicieron de ventanas y azo­teas disparos al aire, y sus autores —agentes policiacos— se ocultaron y no volvieron a aparecer. La lógica más elemental indica que si quienes hicieron fuego desde los edificios hubiesen sido estudiantes o partidarios de ellos, habrían disparado contra el enemigo, contra soldados y policías)

(También informó la prensa que el ge­neral José Hernández Toledo, quien dirigió el ataque del ejército, "recibió un balazo en el pecho", cuando pedía a los asistentes al mi­tin que se dispersaran, y al caer herido, fue cuando la tropa abrió fuego. Se informó que el general Hernández Toledo "sufrió una he­rida penetrante de tórax"; pero El Universal publicó una foto de uno de sus redactores, tomada a medianoche, en la que éste conver­sa con el general, que presenta magnífico semblante, con el tórax vendado. Increíble ejemplo éste de vitalidad y resistencia a las balas, que desdichadamente no compartie­ron los que cayeron a racimos en La Plaza de las Tres Culturas).

Quienes se hallaban en las cercanías de los edificios que integran Ciudad Tlatelolco, acurrucados entre los automóviles para evi­tar ser alcanzados por las balas, fueron tes­tigos de la forma en que los soldados, ya con la multitud en fuga total, actuaron con un sa­dismo increíble. Uno de ellos relató:

"Rechazada por todos lados, la gente in­tentó ponerse a salvo en el interior de los edi­ficios; pero eran centenares los que se api­ñaban en cada puerta, derribándose y piso­teándose unos a otros. En una de las escale­ras del edificio del ISSSTE la gente se arremo­linaba; ya casi la mayoría alcanzaba el pri­mer tramo, cuando llegaron dos soldados con rifles automáticos, y sin compasión abrieron fuego. Todos los que se hallaban entre el pi­so bajo y la primera curva de la escalera que­daron allí, arracimados. La sangre bañó la banqueta y luego escurrió hasta la calle. Los soldados siguieron disparando, hasta que na­die se movió". Esa era, al parecer, la consigna que tenían los soldados: disparar contra todo lo que se moviera. Y en esta criminal tarea eran auxi­liados por agentes de la Judicial, de la Pro­curaduría General de la República, de la Di­rección Federal de Seguridad, de todas las policías, que debidamente identificados con su guante blanco cubriéndoles la mano iz­quierda, iban y venían, armados con pisto­las y metralletas, disparando a discreción.

La maniobra de mezclar previamente a esos agentes entre la multitud, antes de ini­ciarse el ataque de las tropas, entraba en el plan tan minuciosamente preparado. Al co­menzar la matanza, una de las primeras víc­timas fue una muchacha estudiante que po­co antes había hablado en el mitin. A su lado se habían colocado varios agentes, que inme­diatamente después de que fueron lanzadas las bengalas y el ejército inició el ataque, se colocaron sus guantes blancos en la mano iz­quierda y la abatieron a balazos. Igual suce­dió con otros estudiantes a los que previa­mente se había marcado, y no tuvieron la menor oportunidad de salvarse. (Quienes urdieron estos crímenes a sangre fría, deben haber comprendido que hay figuras que se agigantan en la cárcel. En cambio, un muerto es un muerto, y todos tienden a olvidarse de él. Los casos de Demetrio Vallejo y Rubén Jaramillo son bien elocuentes).

En el lado de los asaltantes, se dijo que murió un cabo y que "muchos" soldados re­sultaron heridos. Aquí destaca la falta de imaginación de quienes urdieron el ataque contra el pueblo. Porque si los "agitadores" disponían de armas largas y metralletas "de fabricación rusa y checoslovaca", según le dijeron a la prensa que dijera, ¿cómo es posible que hubiera tan pocas bajas entre la tropa? Los soldados son de carne, también entran las balas; ¿no sería más factible que ese muerto y los "muchos" heridos hayan sido víctimas de sus propios compañeros, ya que en muchos casos se disparó contra la multitud hasta desde tres puntos opuestos?

En cuanto a las armas que dizque tenían los "agitadores", vaya este dato: en la uni­dad Alemán, de Coyoacán, la policía localizó a dos guatemaltecos y un mexicano, que te­nían un "arsenal" integrado por un rifle au­tomático. Cerca de Coyoacán no ha habido disturbios, y la sagacidad policíaca llegó a tanto; en cambio, en Tlatelolco, rodeado des­de hace días por granaderos, vigilado celosa­mente por agentes secretos, extrañamente in­trodujeron todo un equipo bélico ruso-che­co sin que nadie se enterara

¿CUANTAS PERSONAS MURIERON?

Haciendo gala de su increíble desprecio al pueblo de México, la prensa diaria mini­mizó la matanza y tomó por buenas las de­claraciones del señor Fernando M. Garza, di­rector de Prensa y Relaciones Públicas de la Presidencia de la República, quien afirmó, en conferencia con los corresponsales extranje­ros y los diaristas locales, a la una de la ma­ñana del jueves 3, que había habido en to­tal "cerca de veinte muertos, 75 heridos y 400 detenidos", y que el ataque del ejército "acabó con el foco de agitación que ha crea­do el problema".

Sólo en la Plaza de las Tres Culturas de­ben haber quedado tirados más de cien ca­dáveres. Aparte, otros muchos quedaron gro­tescamente encimados en las escaleras de ca­si todos los edificios que rodean el lugar don­de se celebraba el mitin. También en las azo­teas de esos edificios hubo muertos, pues en un esfuerzo por que nadie escapara con vida, la estrategia militar previó la utilización de los helicópteros, cuyos tripulantes, luego de barrer las azoteas, dirigieron algunas ráfa­gas de ametralladora contra la gente que huía de la Plaza de las Tres Culturas.

A las nueve de la noche, tanto el hospi­tal de la Cruz Roja como el Rubén Leñero, de la Verde, fueron rodeados por cordones de policías. A esa misma hora, la jefatura de Estado Mayor de la Secretaría de la Defensa ordenó a la Cruz Roja suspender el servicio de emergencia. Camiones y ambulancias de Ejército se encargaron entonces de recoger los cadáveres regados en la Plaza de las Tres Culturas. ¿A dónde los llevaron? No se in­formó de que las unidades del Ejército hu­bieran entregado cadáveres en la tercera de­legación, dentro de cuya jurisdicción tuvo lu­gar la matanza. ¿Irían esos cuerpos a parar en alguna fosa común? ¿En algún cremato­rio? La verdad sobre el número de víctima tal vez nunca llegue a saberse. A la hora de salir a la luz pública esta edición de POR QUE?, seguramente muchos lectores habrán notado la "desaparición" de algún amigo o familiar. Y en centenares de hogares capita­linos seguirán aguardando, con angustia, al hermano, al hijo, al padre o a la madre o la hermana desaparecidos, manteniendo la débil esperanza de que se hallen en alguna cárcel o en el inmenso presidio en que ha sido convertido el Campo Militar Número Uno, y no en una oscura fosa ignorada, o convertido en cenizas.

Esa angustia ante los seres queridos "desaparecidos", ya podía palparse a la ho­ra de escribir este reportaje: millares de ca­pitalinos recorrían las delegaciones, hospita­les, los anfiteatros de las delegaciones, en lamentable y trágico peregrinar sólo alenta­do por la llama de la esperanza ya a punto de extinguirse.

La explicación que se dio por haber dic­tado la medida de suspender el servido de emergencia de la Cruz Roja y acordonar los hospitales, fue "que se trataba de evitar la presencia de intrusos en las salas de emergencia y poder interrogar a los heridos". In­creíble diligencia ésta para interrogar a quie­nes, habiendo sufrido heridas causadas por armas de grueso calibre, seguramente, si se salvan, no podrán hablar en muchos días. Parece más razonable la suposición de que lo que se hizo fue desaparecer cadáveres, con el fin de presentar a la opinión pública un número "decoroso", que contenga la indig­nación que embarga a todo el pueblo por es­te acto de tanta vileza, al que ningún mexi­cano bien nacido puede hallar explicación.

Porque si como dijo el director de Pren­sa y relaciones públicas de la presidencia de la República, Fernando M. Garza, con esta operación tan bien planeada "se acabó con el foco de agitación que ha causado el pro­blema", ¿qué razón, qué explicación puede haber para que los soldados dispararan con­tra la multitud reunida en la Plaza de las Tres Culturas?

Se dijo que todos los integrantes del Consejo Nacional de Huelga fueron deteni­dos. Estos se hallaban en el tercer piso del edificio Chihuahua, y bastaba con que los nu­merosos agentes vestidos de civil que esta­ban mezclados entre la multitud se hubieran colocado en las puertas de acceso, con sus ar­mas en la mano, durante el breve lapso de tiempo en que las tropas hubieran llegado desde sus posiciones hasta ese lugar. Nadie hubiera podido escapar. Pero no; se trataba tal vez de "hacer un escarmiento", no sólo con los estudiantes, sino también con las ma­dres de familia, que se estaban tornando su­mamente beligerantes, y el día anterior ha­bían gritado horrores contra el PRI y el go­bierno en la Cámara de Diputados, a la hora en que el ''jefe del control" ordenó que se suspendiera la sesión, ante los gritos de las mujeres que les pedían tratar en la tribuna el problema estudiantil y los excesos oficia­les.

COMO SI ESTUVIERAMOS EN GUERRA

Más de 300 tanques, carros de asalto, jeeps y transportes militares, y diez mil sol­dados, participaron en la "Operación Tlatelolco", que seguramente depara entorchados para quienes urdieron con tanta precisión mi­litar el ataque contra el pueblo. Había menos de cinco mil personas reunidas en la Plaza de las Tres Culturas, así que los soldados, uni­dos a los numerosos agentes vestidos de civil y a los centenares de granaderos que tam­bién tomaron parte activa, estaban en pro­porción de tres contra uno; y si tomamos en cuenta que cerca de la mitad de los asisten­tes al mitin eran mujeres y niños, caeremos en la cuenta de que la reunión pudo disol­verse, aprehendiendo a todos los presentes, con el simple empleo de la fuerza física.

Seguramente algunos estudiantes iban armados, aunque ya hemos señalado que los disparos salidos de los edificios no fueron dirigidos contra la tropa, sino al aire. Pero incluso armados con pistolas —rodeado todo el sector desde días antes por los granaderos, y vigilados los edificios por agentes de civil, ¿quién hubiera podido llegar allí con un ri­fle o una metralleta?—, resulta improbable que los estudiantes las hubieran utilizado: todos sabemos el miedo que el ejército inspi­ra al pueblo; en cuanto aparecen los unifor­mes verde olivo, a todo mundo le entran ga­nas de correr.

Ello no fue obstáculo para que la prensa "informara", al día siguiente, que "hasta una ametralladora de grueso calibre, de tripié, fue utilizada por los 'agitadores1 contra las tropas". ¿Cuántos soldados habrían muerto, si una ametralladora de grueso calibre hubie­ra sido dirigida contra los que avanzaban en formación cerrada? También se publicó la fotografía de un hombre que, "portando un hacha descomunal", que en la gráfica más pa­recía un utensilio de cocina, "intentó agredir a las tropas". Gesto desesperado éste, segu­ramente, de un ciudadano que, como otros muchos que intentaron lanzarse contra los soldados a mano limpia, hervían de indigna­ción al presenciar la inhumana matanza.

Contra el edificio Chihuahua se hicieron pruebas del armamento del ejército. Las ame­tralladoras instaladas en las torretas de tanques y vehículos blindados vomitaban fuego indiscriminadamente. Claro que ese edificio está ocupado por pacíficos vecinos, que nada tenían que ver con el mitin; y para matar a un presunto francotirador, se asesi­nó a mansalva a todos los que se pusieron al alcance de los proyectiles del "guardián da nuestras instituciones".

¡Ah! el bizarro general José Hernández Toledo, en cuyo futuro seguramente hay en­torchados y galardones, declaró muy orondo: "No empleamos las armas de alto poder". Y es verdad: los cañones de los tanques no fue­ron utilizados, aunque sí hay huellas de bazucazos en el edificio Chihuahua. Tampoco intervino la Fuerza Aérea, aunque tal vez cua­tro o cinco bombas lanzadas por los aviones sobre la Plaza de las Tres Culturas hubieran realizado una labor más rápida y eficaz que la de los soldados.

LA EXPLICACION DEL "MARISCAL" "El responsable soy yo", dijo el "maris­cal" Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional, a los periodistas citados urgentemente en su despacho. Luego agregó, tal vez para dar el toque de humor a la ma­tanza: "La libertad seguirá imperando". También el "mariscal" García Barragán hizo una exhortación a los padres de familia, "para que controlen a sus hijos estudiantes, y no permitan que sean utilizados por los agitadores". Lo que no explicó es por qué, si en verdad cree que los muchachos son "víc­timas de agitadores", no lanzó a las tropas contra esos malandrines agitadores, en lugar de ordenarles asesinar no solamente a los es­tudiantes, sino a madres indefensas y a niños (una circunstancia desdichada hizo que un gran porcentaje de las madres que acudieron al trágico mitin de Ciudad Tlatelolco fueran mujeres embarazadas; imposibilitadas para correr, fueron el blanco más fácil para los sol­dados. Y encima, llevaban consigo a otros ni­ños pequeños, que al verse solos se convir­tieron en bandadas histéricas y sollozantes). García Barragán, que se atribuyó toda la responsabilidad, dijo que envió al ejército "porque se lo solicitó la policía". Increíble versión ésta, pues resulta inconcebible que el secretario de la Defensa Nacional ignore que, en tiempos de paz —aunque él y sus soldados crean que estamos en guerra—, del Ejército sólo puede disponer el Presidente de la República, y no cualquier polizonte. Pero el pueblo ha sacado sus propias conclusiones: él sabe quién es el culpable de esta horrenda y estúpida matanza, sin duda la mayor ocurrida en la ciudad de México en tiempos de paz. El gobierno ha dado un paso irreversible, y ahora, seguramente, ya no podrá hallarse una fórmula que liquide total­mente el conflicto estudiantil, fútil y banal al principio, y que fue creciendo debido a la ineptitud o la soberbia de quienes pudieron resolverlo a tiempo, hasta llegar a convertirse en tormento y preocupación de millones de mexicanos, y que incluso repercutirá negati­vamente en el extranjero. (Muchos periodistas extranjeros, que vi­nieron a México con motivo de los Juegos  Olímpicos, se hallaban en la Plaza de las Tres Culturas a la hora en que los soldados atacaron. Aparte de las heridas sufridas por la es­critora italiana Oriana Fallaci, a la hora de es­cribir estas notas seguían "perdidos" dos pe­riodistas alemanes y dos japoneses).

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