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La semana iniciará con posibles lluvias en la Península de Yucatán debido a una vaguada y una nueva Onda Tropical

Entretenimiento / Virales

Bungo*

(Segunda parte y última)

Por Edgardo Arredondo

Filemón llegó más temprano que de costumbre a su trabajo. No sabía si disfrutaría más el hecho de enrolarse desde ese día al ejército cubano o el de disfrutar la cara que pondría el nefasto Blas Orestes, su jefe inmediato, cuando le informara que se iba de combatiente al África.

Al salir de la bodega, don Blas miró sorprendido a Filemón acostado sobre unas cajas y cubriéndose el rostro con su gorra mientras silbaba y usaba como instrumento de percusión su propio abdomen.

—¡Muy bien! ¡Llegando tan temprano y como siempre, estás de barco!

—¿Me habla a mí, don Blas?

—¿Y a quién más? Ayer me dejaste a medias un contenedor, así que te levantas a trabajar.

Filemón se incorporó, estiró sus brazos y bostezó.

—De eso quiero hablarle —dijo dando unos golpecitos en la cabeza de su interlocutor, que reaccionó furibundo retirándole la mano.

—¡Qué hablar ni qué hablar! ¡Ponte a trabajar!

—No lo creo… he venido para decirle que me marcho de aquí. Me voy con la Carlota ¿cómo la ve?

—Me cago en tu madre. Te levantas y te vas al contenedor quince –dijo riéndose.

—¡Escúcheme bien, cara de cochino!: ¡a mí me respeta y más a mi sagrada madre! Me voy a unir al esfuerzo revolucionario de mi patria y dé gracias de que soy educado y vengo a avisarle.

—¡Pues te me sales por el techo antes de que tunda a patadas!

Filemón hizo una reverencia, empezó a contornearse y a bailar mientras cantaba:

Turuntú

Porque me cae siempre Carcoma

me voy con la Carlota.

Así te dejo de ver, pelota.

Ya me pierdo tras la loma

Filemón esquivó la botella que don Blas le arrojó y emprendió veloz carrera rumbo a la academia General Máximo Gómez. Tuvo que esperar casi una hora para abordar un desvencijado autobús de madera y, otra hora después, llegó a la Academia Militar. Al bajar, quedó sorprendido del tamaño de las instalaciones. Era enorme la cola de personas que esperaban turno para entrar. Todos tenían un objetivo similar: “Unirse a las fuerzas armadas para la lucha solidaria con el hermano pueblo angoleño en aras de la libertad”. Todos repetían el mismo discurso, con el mismo tono y la misma mirada extraviada.

Después de casi dos horas de espera, entró a una pequeña oficina, donde un hombre cincuentón con uniforme verde, sentado detrás de un sencillo escritorio de madera, sudaba en exceso a pesar de tener enfrente un pequeño ventilador giratorio. Detrás de él, colgaba un cuadro con una enorme foto de Fidel Castro junto al primer contingente de tropas que salieron para Angola.

—Siéntate —Le indicó sin siquiera mirarlo, mientras acomodaba una enorme libreta.

—¿Nombre completo?

—Filemón Portilla y Martínez.

—¿Edad?

—29 años.

—¿Lugar de origen?

—Camagüey.

—¿Estado civil?

—Soltero y sin hijos.

—¿Titulado?

—Soy ingeniero en metalurgia.

El sujeto interrumpió su escritura mirando fijamente a su entrevistado.

—Así que ingeniero...

—Así es.

—¿Perteneces al partido?

—No, señor.

—¿UJC, CDR, FMC?

—No, señor.

El castrense tomó agua de una pequeña botella, entrelazó las manos y continuó.

—Te escucho, ¿por qué quieres ir a Angola?

Filemón respondió con tono firme:

—Porque quiero contribuir al esfuerzo libertario que hace nuestra patria en favor de otros pueblos hermanos oprimidos por la bota nefasta del imperialismo; porque tengo la convicción de que tenemos una deuda histórica con los pueblos que no han tenido la dicha de contar con un líder espiritual como Fidel, que nos ha guiado a ser la nación tan grande que somos y porque estoy dispuesto a sacrificar mi vida en aras de la libertad y el bienestar del pueblo angoleño…

—¡Tú eres más cáscara que boniato! —interrumpió el sujeto dando un manotazo a la mesa.

Tomó un nuevo sorbo de agua y prosiguió

—¿Trajiste tu registro del servicio militar?

—Por supuesto.

—¿Experto en manejar armas?

—No, pero aprendo.

—¿Sabes manejar vehículos?

—No, pero aprendo.

—¿Has matado a alguien?

—No, pero aprendo.

—Bueno ¿qué tú quieres acá? —cuestionó el militar enojado.

—Llegar a ser comandante —respondió, muy ufano.

—¿Estás idiota?

—No sabía que había que ser idiota… pero aprendo.

El sujeto se levantó furioso

—¡Tú no me calcula!

Filemón puso ojos de plato.

—¿Y qué dije?

—Soy el comandante Aldama, y no soy ningún idiota. Así que ahora mismo te reportas aquí a un lado. Pasarás a la historia porque eres el primer recluta que es arrestado antes de enrolarse. ¡Y te me largas! —explotó.

Filemón estaba satisfecho de haber logrado su objetivo, aunque no pensó que fuese de esta manera.

—¿Me entendiste?

—No, pero aprendo…

En un solo día esquivó dos botellas, la de ahora, de plástico, arrojada por el militar. Hecho un patín, salió presuroso de la oficina.

***

—Bien, hermana, quietecita, es un piquetico.

El médico Leónides Joffre sujetó firmemente el pulgar derecho de la hermana Eunice y con una lanceta tomó una gota de sangre que fijó en una laminilla. Con el microscopio identificó al invasor en el torrente sanguíneo de la religiosa: era el plasmodium falciparum, que en forma de diminutos puntos azules estaba presente en los glóbulos rojos.

—Me dice usted, hermana, que viene de Yucatán —el galeno lanzó un suspiro —, casi enfrentito de mi tierra.

—Así es, de Yucatán —respondió la hermana.

—Dice usted que ahí no tienen paludismo...

—Me decía mi padre que años atrás sí había.

El médico le dio un par de tabletas blancas.

—Es cloroquina. Tiene un sabor muy amargo, como el del agua quina que se le pone al vodka. Ay, perdón, hermana, no creo que usted tome eso.

El doctor suspiró de nuevo.

—No es de mis favoritos. Yo no cambio un buen mojito por nada. Pero como le decía, la va a tragar rapidito porque está un poco amarga. Después de eso, le voy a dar el tratamiento que va a seguir y le pido que no lo abandone.

La actividad médica cubana en Angola era respaldada por efectivas brigadas que contaban con personal de enfermería y sanitaristas. Los médicos se distinguían por su don de gente y, a pesar de que muchos fueron trasladados ahí en forma obligatoria, veían una gran oportunidad para mejorar sus ingresos, ya que el salario era mucho mejor que en la isla.

Leónides Joffre tenía 32 años. Al igual que todos sus colegas, estaba preparado para atender las patologías propias de un conflicto bélico y además era ginecólogo. Formaba parte de un ambicioso programa para regular la natalidad y disminuir las muertes maternas por cuestiones obstétricas, entrenando a las comadronas de la región y haciendo campañas intensivas de planificación familiar. De la misma manera, como todo médico enviado a Angola, fue adiestrado previamente para el diagnóstico y manejo de las enfermedades tropicales comunes en la zona. Tenía casi seis meses de que con regularidad asistía a un hospital localizado en Uige y con cierta frecuencia hacía visitas a Bungo.

—Hermana, aquí le entrego las medicinas y en esta receta le explico cómo las va a tomar. Lo que no incluyo, pero está entendido, es el reposo que debe guardar. También le proporciono un boletín para que avise a la gente de Bungo que a fin de mes estaremos ahí para el programa de vacunas… Oiga, tengo entendido que el señor Cateco le está esperando. Acabo de recordar que me insistió en que dentro de mis recomendaciones le prohíba de por vida conducir… ¿Sabe algo de eso?

A pesar de sentirse debilitada, la hermana Eunice sonrió ampliamente.

***

—¡Si lo que quieres es matar a esta vieja, lo vas a conseguir!

Doña Onoria lloraba desconsolada, mientras Filemón, vistiendo un impecable uniforme militar, la abrazaba sin poder contener las lágrimas.

—Pero, mi viejita, es por mi bien.

—¿Por tu bien? ¿Cómo puedes decir que es por tu bien? ¿Qué tiene de bueno matar o que te maten?

—Es por una causa noble. Además voy a pasarlo muy bien. Me voy en una fragata militar de lujo, con mis tres comidas aseguradas, con suerte hasta un bistec me toque, viejita.

—¡Matar! ¡La guerra! ¿Qué tiene de noble? Tú, Filemón, ¿matar? ¡Si ni siquiera sabes retorcerle el pescuezo a una gallina!

—Bueno, madre…pero yo soy bien candela.

—Ay, hijito mío.

—Además, viejita, me llevo tu foto. Así vas a estar conmigo.

Doña Onoria se quitó la medalla que había llevado siempre consigo.

—Llévate esto. Es la Virgen de la Caridad del Cobre, ella te cuidará.

—No, viejita, no me hagas eso. Esa gente de allá es más hereje que el mismo diablo. Capaz de que me arresten o me hagan algo.

—Espérame entonces un momentico.

Doña Onoria fue a su cuarto y regresó con un escapulario en la mano.

—Toma esto, guárdatelo.

Filemón lo colocó en un bolsillo de sus pantalones. Miró con tristeza su guitarra que colgaba de una de las paredes.

—Ya me tengo que ir, viejita. La salida al puerto de Matanzas es en dos horas y ya debo estar en el concentrado.

Una hora después, al arribar, la decepción total. El ejército cubano no tenía barcos de guerra ni fragatas militares. La razón era que cuando Cuba dio al principio su apoyo al gobierno de Angola, la ayuda se realizaba secretamente. El cargamento de armas y los primeros combatientes fueron escondidos en bodegas de barcos mercantes como el Jigüe y el Aghata, ya que por convenios mundiales, estaba prohibido este tipo de traslado en naves comerciales.

La Operación Carlota, nombre con el que se conoce a la intervención cubana en Angola, inició oficialmente en noviembre de 1975. Se calcula que en los dieciséis años que duró, Cuba despachó alrededor de 52,000 soldados y unos mil carros de combate. También envió médicos, enfermeras, maestros, ingenieros y otros profesionales y voluntarios; se calcula que un total de 450,000 cubanos fueron movilizados. Todo esto, con financiamiento soviético.

¿Cómo es que un país situado a 14,000 kilómetros de distancia se involucró en esta guerra? El debate aún está vigente. Lo cierto es que, después de la independencia de Angola, se produjo un enfrentamiento entre tres grupos armados: el Movimiento para la Liberación de Angola (MPLA) de tendencia izquierdista, la Unión Nacional para la Independencia total de Angola (Unita), dirigida por Jonas Savimbi, y el Frente Nacional de Liberación de Angola (FNLA), capitaneado por Holden Roberto. El MPLA con ayuda cubana y financiamiento soviético derrotó al FNLA, que era apoyado por Zaire, dejándolo solo en la lucha contra la Unita, la cual contaba a su vez, con el respaldo de Sudáfrica. Fue entonces que la petición de ayuda se hizo formal y Fidel Castro respondió en forma abierta a la misma.

En “Operación Carlota”, crónica periodística de Gabriel García Márquez, puede leerse que había tantos barcos cubanos en el puerto de Luanda que el presidente Agostinho Neto se asomó a una ventana y exclamó muy preocupado: “A este paso, Cuba se va a arruinar”. Más de un cubano dice que, en efecto, se arruinó.

Después de una hora formados bajo un sol inclemente y escuchando estoicamente el discurso de uno de los mandos, abordaron la embarcación. La motonave Jiguarí, barco mercante, contaba con tres niveles que semejaban bodegas gigantescas. En las dos superiores, trescientos reclutas dormían en literas de hierro apiladas. Únicamente la tripulación y los mandos superiores tenían acceso a los camarotes. En el inferior había una gran cantidad de tanques Zau 100, T 55 y T 34, algunos tan viejos que habían sido usados en la Segunda Guerra Mundial, al igual que algunos jeeps y camiones que regresaban después de haber sido reparados en Cuba. En un extremo, también podían verse hileras de cajas de municiones y armas de manufactura soviética de todos los calibres. En el otro flanco, cajas con huevos, papas y alimentos enlatados se apilaban hasta el techo. En la cubierta se habían implementado duchas dentro de tres contenedores.

Apenas salieron a mar abierto, se les advirtió que solo podían estar en la cubierta cuando hubiera certeza de que ninguna otra nave se encontrara a varias millas de distancia. Las luces se apagaban temprano, y por ello, salvo las ocasiones en que podían salir a cubierta, las noches eran tediosas.

Llevaban diez días navegando, cuando una mañana, a la hora de la ducha, se oyó la sirena de alerta desde el puente de mando. Una aeronave de reconocimiento tipo U-2R norteamericano se aproximaba al barco. Muchos soldados corrieron desnudos para poder bajar. El avión reviró y pasó a menos de cien metros de la nave. Este incidente provocó que el capitán, temiendo un ataque inminente, decidiera cambiar el rumbo, pero tres días después, se habían quedado a la deriva sin combustible, por lo que tuvieron que esperar ayuda del barco más cercano. Dos días después, el atunero Golfo de Guacanayabo regresaba del Puerto de Santa Cruz de Tenerife y mediante una manguera gruesa le descargó 15,000 litros de diésel. Poco tiempo después de reanudar la marcha, una falla mecánica dejó sin energía eléctrica ni comunicaciones a la embarcación por dos días. Una noche entera pasaron sin electricidad, aunque divisaban desde la cubierta una luna espectacular. Para Filemón esto fue memorable, pues se lució frente a sus compañeros tocando la guitarra del comodoro.

Veintitrés días después de haber zarpado, llegaron al puerto de Namibe, al sur de Angola, que apenas unos años atrás se conocía como Mozamedes. Este puerto estaba controlado por el MPLA, pero a tan solo unos kilómetros tierra adentro la Unita resguardaba la mina de hierro de Casinga.

Al atracar, Filemón, desconsolado, captó la atención de los demás al exclamar en voz alta:

—Creo que esta vez sí voy a aprender a comer cable.

***

Los niños salieron de la escuela en estampida. Juan, el mayor de todos, llevaba con orgullo un balón de fútbol. Acostumbrados a armar un partido en donde sea y con lo que sea, el júbilo era más que fundado. La última vez que Juan y sus amigos jugaron fútbol, la pelota era una compacta esfera de trapos enrollados sujetados por un hilo de sisal, aunque, comúnmente, era alguna lata o cualquier objeto digno del puntapié de esos diminutos pies descalzos. El maestro Gomes había sido claro: “No jueguen aquí en la escuela, ya no están en su horario, mejor váyanse a sus casas”.

Juan y sus amigos corrían hacia el escampado que se utilizaba de cancha, y en donde un par de rudimentarias porterías, armadas con palos, coronaban los extremos. Con escasos islotes de césped, el campo era más bien una dura planicie de tierra rojiza. Desde hacía unos seis meses, se había convertido en helipuerto y los habitantes de la aldea se habían acostumbrado al monótono zumbido de las aspas de los helicópteros.

El partido comenzó como era de verse en cualquier cancha de fútbol llanero: un enjambre de niños detrás de un balón, corriendo y alzando nubes de polvo. Sin tácticas de juego ni estrategia definida, la cuestión era patear el balón para vencer al que se atreviera a defender la portería.

A los diez minutos de juego, un chico mandó el balón hacia un lado de la cancha. Kobi, el más pequeño de todos, lo rescató entre los matorrales, pero se detuvo en la orilla del terreno de juego, justo donde comenzaba un sendero que dirigía a la aldea. Le dio curiosidad un objeto semienterrado que parecía una reluciente lata de sardinas. El reclamo de los otros niños no se hizo esperar. Le gritaban, pero Kobi estaba como hipnotizado tratando de leer lo que estaba escrito en ese raro objeto. Al no dar muestras de que se fuera a mover, la turba de chiquillos corrió hacia él. El niño les mostró con el pie derecho el artefacto.

—¿Qué es esto? —preguntó a todos.

Juan se acercó y le retiró el balón.

—Parece que nunca has visto una lata —le respondió.

Justo cuando ya se iba a retirar, Juan lanzó un puntapié y se escuchó un seco click y un fuerte silbido. En milésimas de segundo, del objeto salió disparada una esfera del tamaño de una toronja que al alcanzar dos metros de altura, estalló en miles de fragmentos. Las esquirlas, como brasas ardientes, se incrustaron en una docena de pequeños, Kobi recibió la más grande, que después de abrirse paso por el lado derecho de su cuello y haberle cercenado la yugular y la tráquea, terminó alojándose en el pulmón izquierdo. Juan recibió más de diez fragmentos del tamaño de una tuerca grande, uno de los cuales le reventó el ojo derecho; los otros niños quedaron con varios de los diminutos misiles incrustados en sus cuerpecitos. Los fragmentos se habían esparcido en un radio de sesenta metros.

La detonación alertó a uno de los tres militares que resguardaban la aldea. Con sólo oír el sonido, el más veterano tenía la certeza de que una mina terrestre había detonado, la primera cercana a la aldea. Mientras corría se preguntaba quién la habría colocado. Las tropas cubanas, que eran las que más las sembraban, sabían que la cancha ya era usada como helipuerto. Al llegar, la escena era dantesca: niños bañados en sangre, tirados por doquier, con hedor a carne quemada, llorando, lanzando alaridos de dolor, mientras las esquirlas aún expulsaban humo de dentro de sus carnes. Otros pequeños corrían despavoridos en todas direcciones.

—¡No corran! ¡Quédense quietos!, ¡no corran! —gritaba a todo pulmón el soldado.

Fue demasiado tarde. Hubo un par de explosiones más de dos minas antipersonales. De los dos niños heridos, uno moriría una semana más tarde; el otro perdería la pierna derecha. Pronto el lugar se llenó de aldeanos. Fue un verdadero caos organizar la retirada de los pequeños. El temor a nuevos estallidos tenía paralizados a los pobladores, pero las mujeres no dudaron en levantar a sus maltrechos hijos.

Milongo, un militar angoleño que llevaba más de diez años en el ejército, que había segado vidas y que pensó haberlo visto todo, no pudo contener el llanto. Era claro, la Unita estaba empezando a sembrar minas.

A lo perturbador de la situación se agregó la negativa para que aterrizara en la cancha el helicóptero soviético que estaba llegando al auxilio. No lo haría hasta certificar que la zona estuviera libre de otras minas. Esto provocó que el traslado de los niños más graves demorara casi tres horas, ya que la nave decidió descender a un kilómetro de distancia.

***

El obispo Francisco no había recibido buenas noticias. Todo parecía indicar que las fuerzas del gobierno habían decidido lanzar una ofensiva para arrebatarle a la Unita toda la zona norte del territorio angoleño. El encuentro de las religiosas con el helicóptero del MPLA cerca de Bungo no fue casual. Al tener noticias del reforzamiento guerrillero, reaccionaron enviando más tropas a la zona. Todo esto era el preludio de inminentes choques. El prelado había hablado con la mayor parte de los misioneros para que aumentaran sus medidas de seguridad, pero faltaba uno en particular.

El obispo descendió la larga escalinata que daba a la explanada del amplio atrio y encaminó sus pasos a una plazuela donde se jugaba un partido de básquetbol. El único jugador de piel clara se distinguía también por su habilidad deportiva. Justo en el momento en que el obispo se apostó a la orilla de la cancha, el singular personaje hizo un par de fintas para eludir a dos rivales y en forma limpia logró un enceste de antología.

—¡Otra más, sapo! —exclamó jubiloso el padre Fabio Martínez, mientras corría a su posición.

Era un sacerdote que tenía más de un año de haber arribado a la misión, enviado por la Arquidiócesis de Yucatán. Había logrado avances significativos en la lengua portuguesa y el obispo Francisco le tenía una gran empatía. Demasiado activo, con una bicicleta o incluso a pie había establecido un itinerario para recorrer más de catorce aldeas. Párroco excelente, destacaba por ser un mil usos al desempeñarse lo mismo como albañil o carpintero que como médico improvisado. Siempre andaba con un libro de medicina, herencia de una doctora italiana que había sido una auxiliar incondicional del obispo.

Notó la presencia de su superior y el juego se detuvo.

—A sus órdenes, padre.

—Lamento interrumpirlo en sus horas de descanso. Vengo con muy malas noticias. Se habrá dado cuenta de que últimamente se escucha cada vez más el ruido de helicópteros, aviones y que está llegando más gente. Recibí una notificación del gobierno. Nos pide extremar precauciones porque es inevitable un choque de mayor magnitud con la Unita. Nos advierte también de mayor riesgo de minas en los caminos y solicita que les informemos de todo lo que sepamos sobre la actividad de los guerrilleros. Desde luego, haremos caso a todo, menos a esto último… Ya sabe lo difícil que es convencer a esta gente de que no tomamos partido por nadie. Así que, padre, le pido que esté más tiempo en Bungo. La misión requiere de su permanencia.

—Por supuesto, estaremos mañana mismo ahí.

—Pero desde luego, puede terminar todos sus pendientes antes.

—¿Pendientes? Por ahora solo terminar este partido.

—Vaya usted con Dios.

El padre Fabio regresó al juego como un chiquillo. El obispo escuchó de nuevo a lo lejos: “Otra más, sapo”.

***

Filemón siempre imaginó que al llegar a Angola serían recibidos como héroes, pero no fue así en lo absoluto. El puerto era un hervidero de gente, había más lugareños que militares, todos reunidos para ayudar en las maniobras de desembarque. A unos ocho metros de altura, apostado en la proa del barco, con solo mirar la vestimenta y las condiciones del puerto, se dio cuenta de la verdadera situación de sus anfitriones. Una voz lo sacó de sus meditaciones.

—¡Portilla! A ver si despiertas que ya llegamos.

Carlos Miramontes se acercó.

—¿Qué tanto miras? Hay que ayudar a desembarcar.

—No me esperé esto. Nunca había visto tanto bembón acumulado. Estos sí están negros.

—Diría que tienen más tueste.

—Pensé que iba a haber alguna fanfarria o, ya sabes, algo de protocolo.

—¡Qué demonios! No hay tiempo para eso. Yo creo que nos vamos al puente antes de que nos tunda el comemielda del teniente Barreto.

Cinco minutos después, todos los soldados estaban en la cubierta, separados en tres grupos. La primera labor era bajar toda la carga, pero pronto la primera barrera se puso de manifiesto: el idioma. A base de señas y algunas palabras comunes entre el español y el portugués, comenzaron las maniobras. Lo primero fue vaciar el frigorífico situado en la popa del barco. Enormes cantidades de cajas con alimentos eran apiladas, amarradas entre sí, colocadas en redes y bajadas con enormes grúas operadas en forma manual a base de carretes, poleas y la fuerza de decenas de hombres que las descendían lentamente.

El teniente Barreto se acercó al grupo.

—Ustedes van a coordinar el desembarco en esta parte, espero que sepan lo que hacen y tú, Portilla, no me salgas con un “no sé, pero aprendo”.

Filemón se cuadró sin emitir palabra alguna. El teniente se retiró.

—¿Seguro no te trafucas, Portilla? Solo tienes que esperar que te avisen de abajo y jalas los postigos para que las poleas se desbloqueen. ¿Sí sabes cómo? —preguntó Carlos, un tanto preocupado.

—¡Óyeme! ¿Qué te pasa? Tres años en Guanabacoa… te doy clases.

—¿Te puedo dejar solo?

—Claro.

Filemón y sus compañeros aseguraban la carga y a la señal soltaban los seguros de las poleas. Abajo, los angoleños tensaban la cuerda para que el descenso fuera lento y controlado. Al colocar la cuarta carga, la grúa levantó una enorme pila de cajas que contenían más de 600 latas de sofrito, una especie de adobo cocinado. Los lugareños estaban a punto de dar la señal cuando una manguera que contenía diésel fue desenrollada. La maniobra se detuvo. Desde abajo, el encargado gritó a todo pulmón: “Não solta” (no suelten) pero Filemón lo interpretó como: “ya suelta”.

La carga se vino abajo. Los hombres alcanzaron a correr mientras las cajas de madera estallaban en el piso mandando los botes de alimento por los aires como misiles. Después de haberse repuesto del susto, comenzaron a levantar las latas abolladas pero sorprendentemente enteras.

—¡Portilla! ¿Pero qué coño hiciste?

—Nada, mi teniente. Los negritos me dijeron que soltara, y yo solté.

—¡Recuérdenme arrestar a este socotroco, apenas bajemos!

Después de dos horas de descargar la mercancía, todos los jeeps, camiones y tanques desembarcaron también y finalmente, bajaron los soldados extenuados por su primera actividad. Cuando Filemón marchaba con sus compañeros, una entusiasta multitud los aclamaba: ¡muito obrigado!

—¡Además, nos andan diciendo que estamos obligados! —exclamó molesto.

El recluta Eddy Arce —de cabello rubio, ojos azules y rostro pecoso— reía a más no poder.

—Si serás tonto…, te están dando las gracias.

Una atractiva mujer se acercó a Filemón.

—¿Falas português?

Filemón volteó hacia Eddy.

—¿Qué dice?

—Que si hablas portugués.

Filemón se detuvo y sonrió ampliamente.

—Dile que “no sé... pero aprendo”.

***

El padre Fabio decidió hacer un recorrido en bicicleta por aldeas cercanas a Uige. Tenía tiempo de no visitar Bemba y nunca esperó tal recibimiento. Una mujer anciana, tres jóvenes y un anciano corrieron presurosos hacia él.

—Pai, pai, azar! (¡Padre, padre, mala suerte!)

La noticia era impactante: Yanick y su gente habían pasado un día antes y no conformes con tomar las pocas pertenencias y alimentos que les quedaban, se llevaron a tres niñas y nueve varones de entre nueve y doce años de edad y a pesar de las súplicas y gritos de las mujeres amenazaron con quemar la aldea entera si se oponían.

El sacerdote crispó las manos. No sería conveniente regresar a Uige e informar al ejército, pues le llevaría muchos días y ocasionaría un enfrentamiento con riesgo de lastimar a los pequeños. Dos de los ancianos le indicaron el rumbo que tomó la brigada de la Unita y uno de ellos le ofreció un arco y flechas.

—No, gracias, no sé usar nada de esto. Además, esperemos que no sea necesario.

—Yo voy contigo, Pai —exclamó una de las mujeres.

—¡Yo también! —gritó otra, mientras más personas se sumaban a la petición.

—¡No! No se preocupen. ¿Qué les parece si mejor hacen un círculo de oración y no dejan de pedirle a Dios hasta que regrese con ellos?

El cura se dirigió resuelto al encuentro con los guerrilleros. Tomó una brecha donde había claros indicios de actividades recientes: chozas saqueadas e incendiadas. Después de una hora, un aldeano lo orientó con más exactitud hacia dónde se dirigía la brigada. Poco después del mediodía, sintió que la sotana le estorbaba. La guardó en su mochila y se colocó un sombrero de paja, pues el sol era inclemente. Calculó con la mirada las horas de luz solar que le restaban, pero al pasar una curva se topó con la brigada de la Unita.

Uno de los guerrilleros apuntó al padre, que se bajó de la bicicleta, levantó las manos y avanzó hacia el hombre armado.

—No tengo armas, soy sacerdote. Vengo en nombre de Dios…

Uno de ellos lo reconoció.

—Tú eres el padre de Bungo. ¿Qué quieres?

—Saber si tienen a unos niños de Bemba.

—Aquí están. Los tenemos a salvo y cuidados.

—¡Alabado sea el Señor! —exclamó, persignándose.

—¡Acompáñenos!

Avanzaron hacia el campamento guerrillero conformado de dos tiendas de campaña levantadas junto a unas chozas.

El padre Fabio permaneció sentado dos horas hasta que cayendo la noche, llegó un jeep a la explanada, trayendo a un alto mando de la Unita. Se trataba de Manuel Capalandanda, uno de los hombres más cercanos a Savimbi. Era un sujeto delgado, vestía uniforme color olivo y una boina roja coronada por tres estrellas doradas. Tenía una incipiente barba y usaba gruesos anteojos de armazón de carey. Estaba supervisando a las brigadas de la zona y le informaron de la presencia del párroco. Al preguntar por Yanick, le informaron que este regresaría en dos días, ya que se había dirigido con una tropa a otra aldea.

—Bienvenido, padre. Quiero que me informe del objetivo de su visita.

El sacerdote pidió que les devolvieran a los niños.

—Eso no será posible, padre. Pero ya es hora de cenar y usted no es precisamente nuestro prisionero. Aunque eso, de usted depende. Cene con nosotros.

La cena consistía, entre otras cosas, en pequeños ratones ensartados en varillas y asados en una fogata. Capalandanda le ofreció uno. Tenía la seguridad de que no lo comería.

—Tenga, padre. Somos pobres y esta es nuestra carne.

El padre Fabio no se inmutó y devoró la pieza.

—Hay hambre —sonrió mientras mostraba el palillo vacío—. Yo nací en Isla Mujeres, México, y en mi juventud hubo tal infestación de ratas que, no se ofendan, eran hasta cuatro veces más grandes que estos roedores.

El sacerdote mantuvo entretenido a los guerrilleros contando su vida. Dos horas después, se sentaron alrededor de una pequeña mesa a la luz de una lámpara Coleman. El guerrillero sacó un mazo de cartas.

—¿Sabe jugar póker?

—Un poquito.

—Juguemos entonces, pero hagámoslo interesante. Me gusta esa cruz.

El religioso lucía un enorme crucifijo de plata recuerdo de un misionero capuchino.

—Aquí se juega de apuestas. Aquí va mi ulá (reloj) —Capalandanda se despojó de su pesado reloj y lo asentó en la mesa.

El padre dudó, pero ante la mirada de su anfitrión, se quitó la cadena con el crucifijo y la colocó junto al reloj. El alto mando revolvió las cartas con habilidad. La partida comenzó.

—¡Doble par! —exclamó jactancioso Capalandanda, mientras asentaba un par de diez y seis, y acercaba su mano a la cruz.

El padre Fabio se mesó la barba y asentando tres reinas y un par de ochos, exclamó:

—Creo que empezamos fuertes… ¡Full!

Tomó el crucifijo y el reloj. Capalandanda lanzó una carcajada.

—Ahora quiero tus prendas… y esto...

Asentó un enorme teléfono.

De nueva cuenta el padre Fabio ganó, y lo hizo en forma consecutiva tres veces más. El miliciano pidió refuerzos. Sus elementos fueron relevados varias veces. Durante dos horas en las que el café fluyó junto con vasos de vino y de ron, detrás del padre Fabio, rodeado de guerrilleros, se amontonaron varios rifles y objetos de los más diversos: cantimploras, relojes, lentes junto con monedas y billetes de kwanzas.

El religioso convivía entre carcajadas, gritos de asombro y la música de un radio de pilas, que fue de los últimos artículos que ganó.

—¡Nunca había visto un jugador con tanta suerte! —exclamó Capalandanda, entre frustrado y divertido.

El padre reía. Era claro que no se llevaría absolutamente nada del botín, como también estaba seguro de que no le harían daño.

—Comandante, la verdad es que tendría que usar uno de sus camiones para llevarme mi ganancia, así que vamos por la última partida. —lanzó una mirada felina—. Tengo una oferta que creo no va a poder rechazar. Es irresistible.

***

Era cerca del mediodía. Parecía como si de pronto la vida se hubiera detenido en Bemba. Los pocos pobladores que quedaban, en su mayoría mujeres y hombres ancianos, se congregaron en el centro del poblado. Habían formado varios grupos y no habían dejado ni un instante de orar. Las mujeres lucían afligidas y la tragedia se cernía en el lugar como el pasaje final de “El flautista de Hamelin”, en el que este se roba a los niños con el encanto de su música.

Estaban haciendo una pausa para preparar la comida, cuando un grito atravesó como una daga el amargo silencio.

—¡El padre Fabio regresó!

Todos corrieron hacia la entrada del camino. El sacerdote caminaba agarrando su bicicleta y a su lado venían los doce chiquillos a salvo; como si fuera el mismo Jesús, con sus apóstoles.

Aunque Capalandanda tenía toda la intención de devolver a los niños, aprovechó la oferta del clérigo: la libertad de los chiquillos a cambio de todas las ganancias conquistadas en casi tres horas de juego. El padre ganó sin problemas todas las partidas, convencido de que Dios estuvo toda la noche sentado a su lado.

Los niños corrieron velozmente al encuentro de sus familiares. El sacerdote no pudo contener las lágrimas cuando fue rodeado y abrazado por la gente de la aldea. Nunca tuvo más claro la gran alegría que produce ver a una madre recuperar a un hijo. Elevó la mirada al cielo y dio gracias.

Lo que siguió después de aquella velada de póker fue el inicio de una relación de respeto, admiración y amistad mutua entre el padre Fabio y Capalandanda, ingeniero de profesión y defensor de la tesis de una Angola libre. El clérigo, aunque fue muy claro en el papel neutro de la Iglesia, regresó con otra visión de la Unita.

***

El médico examinó repetidamente las radiografías. Por una recomendación la hermana Eunice había acudido a un hospital de Mérida para que le valoraran su pierna lastimada.

—¡Ya me imagino cómo estuvo!... Y por lo que me cuenta, el colega que le atendió hizo un gran trabajo.

—Dadas las circunstancias, fue un milagro, doctor.

—Sí, hermana, pero el problema es que la articulación del tobillo quedó muy dañada; prácticamente no hay cartílago y el hueso de arriba está desgastando al de abajo. La mejor solución es hacerle una artrodesis, que consiste en fusionar ambos huesos. El dolor desaparecerá, pero perderá movilidad y tendrá algo de claudicación al caminar. Además, así como a Jesucristo le hicieron, le colocaremos tres clavos —dijo, mientras le guiñaba un ojo—, claro que en quirófano y bajo anestesia.

La hermana Eunice sonrió.

—Creo que no se puede tener todo a la vez... Estoy en sus manos, doctor.

—Le agradezco su confianza. Ha sido un gusto conocerle. Ya había escuchado de usted y de su labor en Angola. Debió de ser muy difícil ver tanta pobreza.

—¿Pobreza?... No, doctor. Usted conoce la pobreza, ¡pero allá lo que hay es miseria! Es un pueblo que ha sufrido mucho, pero que se ha entregado a Dios, y ahí estuvimos en nuestra labor.

La hermana Eunice conversó un rato con su nuevo médico y se retiró siguiendo sus indicaciones. Seis semanas después, regresó a su control y el doctor quedó sorprendido por su gran habilidad para manejar las muletas.

—Pocas veces he visto un dominio tan excelente en el uso de las muletas.

—Es que ya soy medio angoleña… Si viera que esto es un artículo de lujo allá.

El galeno le retiró los tres clavos que atravesaban los huesos y le colocó una pequeña bota de yeso.

—En tres días más comenzará a apoyar el pie. Es un honor haberle atendido, hermana.

—Estoy muy contenta. Gracias, doctor.

—¿Qué le parece si mejor le damos las gracias a su jefe? —el médico señaló hacia el crucifijo que estaba colgado en la pared del consultorio.

—¡Por supuesto! Él fue quien guió sus manos.

La religiosa se despidió. Entre ellos había nacido una relación de amistad, admiración y respeto mutuos.

Durante los siguientes tres meses, ya sin el yeso, la hermana avanzó notablemente en su recuperación. De hecho, en su última visita al médico, su marcha ya era prácticamente normal.

***

El período especial repercutió drásticamente en la vida de los cubanos. Los tres primeros años fueron los peores, aunque los efectos se dejaron sentir después de 1993, en particular en los temas de salud. Empezaron a nacer bebés de bajo peso. Los primeros casos de desnutrición trataron de remediarse de inmediato dando raciones extra de alimentos a los niños. El impacto fue tan grande, que el índice de natalidad disminuyó. A las mujeres cubanas realmente les atemorizaba “traer niños al mundo y no tener con qué criarlos”. La falta de vitaminas tuvo su máxima expresión en la llamada “neuritis óptica” que constituyó una emergencia sanitaria y que las autoridades fueron muy reacias en reconocer.

La crisis por la falta de combustible ocasionó que las bicicletas se pusieran de moda. A principio de los noventa, fueron traídas muchas unidades desde China para ser canalizadas a los estudiantes y a la clase trabajadora. Sin embargo, estos vehículos no eran apropiados para los cubanos por ser bastante pesados, pues por ridículo que suene, muchos habitantes mal alimentados no tenían la fuerza suficiente para pedalearlas. A partir de 1993, cuando el dólar americano fue despenalizado, comenzaron a importarse desde otros países bicicletas de mejor calidad. En tanto, fue común la presencia de “camellos”, enormes vehículos usados como medio de transporte que se formaban con la unión de dos camiones jalados por un tráiler. Eran capaces de transportar hasta 200 pasajeros y llegaban a ser tan pesadas, que les fue atribuida la destrucción del pavimento de muchas de las calles de Cuba. Por otro lado, también fueron comunes las carretas tiradas por caballos en lastimoso estado.

La mala alimentación, aunada a la falta de oportunidad de mejorar la situación, pronto comenzó a afectar a la otrora alegre sociedad cubana. La depresión, los divorcios y los índices de inseguridad comenzaron a aumentar, así como el alcoholismo, el tabaquismo y la violencia doméstica. La prostitución tuvo un crecimiento galopante, llegando a su máxima expresión con la aparición de los jineteros y jineteras. Lamentablemente, ya no solo era una forma de conseguir dinero, sino que se convirtió en uno de los principales medios para subsistir.

Durante todos esos años, Filemón se mantuvo entre su trabajo y la clandestinidad, ya fuera que se desempeñara como afanador o estibador en Guanabacoa o sustituyendo a algún músico en algún bar o centro de diversión. Se atormentaba al no poder hacer nada con su pequeño tesoro. Tenía que esperar el momento oportuno para venderlo. La ocasión llegó poco después de recibir una severa reprimenda por parte de doña Onoria, cuando esta se enteró de que la gallina que les había servido de alimento por dos días, no provenía de una donación como le hizo creer Filemón, sino de la sustracción del corral de una vecina dedicada a la santería.

—Pero, mamacita, que sirva para curar el hambre y no otras cosas —esgrimió Filemón en su defensa.

La despenalización del dólar ocurrida en julio de 1993 a la que Fidel Castro llamó “Concesiones al capitalismo”, así como la venta de productos y servicios por parte de los ciudadanos y la creación de cooperativas agropecuarias, significaron el inicio de una tenue mejoría económica.

Filemón ya había platicado con Eddy el tema de adquirir una balsa o pagar a un “rescatero” para salir de la isla. Así que esa misma tarde del regaño, se armó de valor, tomó tres de los diamantes y se dirigió al barrio chino situado en el centro de La Habana. Subió por unas angostas escaleras al segundo piso de un viejo edificio. Después de golpear la puerta, esta se abrió lentamente. Dentro de la habitación se encontraba un hombre al que Filemón solo conocía como Piang. Era un cincuentón que conservaba algunos rasgos orientales y que formaba parte de la cuarta generación de una familia cuyos integrantes habían emigrado de Cuba casi en su totalidad.

—Buenas tardes. Vengo a ofrecer algo en venta.

—¿Cómo sé que puedo confiar en ti? —preguntó Piang.

—Me manda don Eliseo, el del almacén de Guanabacoa. Le comenté que quería vender unas alhajas antiguas de mi madre y por eso vine, pero en realidad, le traigo otra cosa.

Filemón sacó de su bolsa dos de los diamantes que llevaba.

—¿Dónde los obtuviste? —preguntó Piang, desconfiado.

—En Angola.

—¡Otro pacotillero!

—En lo absoluto.

El sujeto se colocó una pequeña lupa de relojero y examinó las piedras detenidamente. Después sacó una pequeña balanza.

—¿Tienes más?

—No. Son todos.

—No te creo. Pero mira, el precio varía porque son piezas en bruto y no tienen el mismo valor que ya procesadas; además, aquí en la isla no hay un cortador confiable.

Filemón guardó silencio.

—Lo más que puedo hacer por ti, es darte cien fulas.

—Tú sabes que no valen eso —dijo Filemón tomando los diamantes.

—Ahora te ofrezco cincuenta.

Filemón se levantó.

—Creo que por ahora no los venderé.

—Cuando te canses de tragar cable, regresa.

Al menos Filemón ya sabía que las piezas eran negociables. Su plan era vender sólo una parte para poder financiar la fuga y el resto lo vendería al llegar a Estados Unidos. Se sintió agradecido con Foster.

***

La ansiada paz en Angola parecía haber llegado tras firmar los acuerdos de Estoril el 31 de mayo de 1991, con la aprobación de los Estados Unidos y de la Unión Soviética (o lo que quedaba de ella) y el beneplácito de la ONU.

Después del alto al fuego, las campañas políticas se extendieron. El MPLA y la Unita, ahora como partidos políticos, se enfrentaron. El 29 y 30 de septiembre de 1992, el MPLA ganó las elecciones parlamentarias y presidenciales. Sin embargo, como en las elecciones para presidente no alcanzaron la mayoría absoluta, se convocó a una segunda vuelta. Esto nunca ocurrió, a pesar de que el proceso electoral, supervisado por la ONU y otros organismos internacionales, fue calificado de limpio y exitoso. Jonas Savimbi no reconoció el resultado, por lo que se retiró de Luanda y se dirigió a Huambo. Esto desencadenó de nuevo hostilidades, pues ya sin el franco respaldo económico de los Estados Unidos, el líder guerrillero se lanzó en feroz ataque. Dirigió sus tropas para tratar de apoderarse de tres ciudades: Luanda, la capital; Cabinda, el enclave petrolero, y la estratégica, Cuito. La Unita se fue en picada. Savimbi quiso conseguir con una guerra lo que no obtuvo en las votaciones. No fue sino hasta 1993, con el embargo impuesto a la Unita por la ONU y con el abierto respaldo de Bill Clinton al MPLA, que Savimbi, como bestia acorralada, se enclavó en el centro de Angola y tuvo que aceptar un año después otro tratado de paz.

El padre Fabio seguía muy atento los acontecimientos desde Mérida, y estaba más preocupado por encontrar la manera de regresar que por tomar otros rumbos. Por su parte, la hermana Eunice se había recuperado y de nuevo estaba integrada en las actividades de la congregación. Sin embargo, compartía con el padre Fabio el mismo anhelo por volver a Angola.

A mediados de 1992, un contingente de la Unita apareció en Bungo. A diferencia de otras ocasiones, los hombres habían llegado a pie. Uno de ellos, un mozalbete, corrió hacia la misión. Era Knokomo. Después de haber permanecido por un año en su aldea, fue reclutado de nuevo, pues aunque las hostilidades aún no se presentaban, el mejor zapador de la Unita seguía siendo requerido para volar puentes.

Después de enterarse del lamentable accidente ocurrido a las monjas, el chico permaneció orando un buen rato frente a la tumba de la hermana Amparo. Fue muy triste para él no haber encontrado a la hermana Eunice. Les pidió a las hermanas que le guardaran una nota escrita de su propio puño:

Hermana Eunice, usted está siempre en mis oraciones. Volveremos a vernos. Se lo prometí a Dios.

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