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Entretenimiento / Virales

Voces

Joaquín Bestard Vázquez

Voces en la puerta interrumpieron su monólogo y lo pusieron en guardia

–Don Chente, don Chente.

(Chente de cariño pa’los conocidos de la colonia, Sabás pal trato de machos)

–¿Quién es?

–Tuto.

–Pásale a lo barrido, gañán. Vio que aún no hacía efecto la invitación y preguntó efusivo: ¿y tu carnal?

–Acá merito.

Primero asomó un hombrecito en los puros huesos: ¡Hace rete harto frío! Se frotó las manos con insistencia notable.

Atrás de él entró otro enchaparrado, igual de mugroso y con una gorrita color chocolate.

–¡Órale majes, cómo se las olieron! Sabás abrió los brazos. Aunque de inmediato cambió de opinión y colgó las manos de los tirantes: pero si acá está el Orejón.

–No se mande, don Chente.

–¡Ándele coyón malagradecido pos ora, no se me quede afuerita que se me acatarra!

–A lo mero machorro que no creíamos jallarlo orita mesmo, afirmó Tuto.

–De casualidá pasamos y pos, dejó inconclusa la frase Tato.

–Como que está regüena la pachanga, aduló con audacia calculada Tuto.

–Le digo a Tuto, empezó Tato.

–¡Córrele güey, echemos un volteón pa’que nos cuenteen!, completó Tuto.

Sabás respiró su satisfacción al reafirmarse como centro de la posada, para la que no contó al principio con el vecindario, por la aversión que sentían las mujeres a sus “puntadas”, pero nada más vieron entrajinados a don Caritino y a la mujer de Sabás, entonces se la creyeron que la armaría en grande. Sin embargo, en ese momento no se libró del impulso de lanzar una mirada hacia fuera, para inmovilizar a las cinco viejas enlutadas: como a mí no me pasan jijas de la chicharra yo menos les ruego, grito de batalla con que estremecía la vecindad en las madrugadas de los domingos, poco antes de cortar cartucho y comenzar las balaceras.

–¿Con qué se atragantan?, cambió el giro de sus frases frente a Tuto y Tato.

–¿Cómo será güeno don Chente.

–Si usté bien sabe la receta.

–No se haga pato, don Chente.

Sabás cortó por lo sano, temeroso de desembocar en los resabidos albures donde llevaba las de perder.

–A ver qué tan pisteadores son, traigan sus vasos ¡córranle pelados que se evapora!

–Métale el dedo, don Chente.

–Ansina puede que nos empiece a gustar.

–Su taguarnís, don Chente.

–No se la vaya a creer y nos agarre la palabra.

–Mejor la pescuezona y ai muere, don Chente.

–Párenle tantito, jodidos, ya parece que van el pista de patinaje.

Tuto y Tato se miraron con picardía sin conmover a Sabás.

–Nos da vergüenza, argumentó Tuto y soltó un guiño a Tato.

–Pos venimos preparados.

–Nos la va a perdonar, don Chente, chasqueó la lengua Tuto.

–Por si se ofrece, retrocedió Tato y quedó a la expectativa, detrás de Tuto.

–Sabíamos que con don Chente no hay pierde, concluyó Tuto.

Sacaron los vasos sucios de las bolsas de las chamarras y Sabás se los llenó hasta el ribete dorado.

Se dirigió en voz baja al Güero y retó el fino oído del par de golfos: estos son Tato y Tuto, rufiancetes de los piorcito del rumbo, maldad que se le pasa a uno, se la avienta el otro.

Ya en voz alta y para crear el ambiente de confianza, preguntó a Tato: ¿Qué ventarrón los deshojó hasta acá? La Candelaria de los Patos está retirada. Aunque no me debo espantar con ustedes, porque a los méndigos no los encierran en un barrio o colonia, además se ve que aquí no la llevan tan mal como dicen a veces, porque se les quiere un madral.

Sabás.

Con estos hay que estar bien águila las veinticuatro horas, si un día te toman en serio estás perdido y ni los calcetines te dejan. Son rete ligeros en meter la manopla dentro los bolsillos o buscar ai merito donde se esconde la lana pa’alejarla de tipos como ellos, limpios en salir de casa habitación con el botín, bajar del camión de pasaje con las carteras de los pasajeros o asaltar en los callejones. Sabás se levantó de la silla y se apoyó en ellos como si fueran muletas: son bien panteras con las viejas y no se les vas una sin manosear.

–No te arisques. Compadre, son muy reatas, por eso mero son mis cuatitos del alma, purito corazón nacional y cuando eres parejo se te entregan ¡ay de aquél que se le ocurra ponerte un pie encima! ¿No, talegas?

El Güero aprovechó el momento para deslizarse fuera de la vivienda y buscó a Rosario entre las vecinas. La encontró en animada conversación con varias señoras que no identificó de inmediato. Destacaba la catequista que mostraba las manos huesudas y desprovistas de anillos, para evitar las tentaciones de los demás. Maury corría detrás de docenas de niños armados de luces de bengala, dejaban una estela luminosa en sus desplazamientos. Giró y descubrió a Inés en la misma posición y abandono, sin atreverse a dejar el rincón. Más allá, tronaron algunas “palomas” para socavar el alborozo encendido por los barrepiés.

Alguien pidió a gritos la vitrola. El Güero avanzó hacia la niña y se arrodilló ante ella. Inés lo observó con la tranquilidad impuesta por la educación. Sus ojos se percataron de él como si estuviera muy lejos de ahí. En ese instante comenzaron a tocar el disco de “Las Bicicletas” y estalló el entusiasmo popular en alaquería.

Las parejas giraron enloquecidas y pegaron de brincos entre los aplausos en aumento de los espectadores que consideraron más divertido sustraerse que participar y solo ver el baile. El Güero dejó a la niña y se movió sin acercarse mucho a los mirones que en un anillo amplio y animoso se apretujaban alrededor de los bailarines, siempre exigiendo mayor espacio de pista, y se encontró a Rosario en compañía de las viejas. Maury reapareció, absorto en la inocencia de unos juegos propicios de su edad y la pandilla.

Vamos, le pidió el Güero y agarró a Maury de la mano, para conducirlo frente a Inés. Quizás en el camino deseó hacerle al niño la aclaración: es como tu hermanita (nunca dijo hasta qué punto se figuró el Güero a Inés como su hija, porque al fin y al cabo Eva fue su mujer) y pronunció la orden esperada por Maury: juega con ella, a sabiendas que los niños necesitan menos argumentos para sentir aversión o simpatía.

–¡Compadre, ya ni la amuela, creí que te nos habías pelado así nomás, con que no sigas igualito de resbaladizo pa’ponerme en ridículo!

Sabás.

Te necesito acá cerquita. Qué vena estos majaderos cómo nos llevamos de a pellizco y tengan de qué ponerse a temblar (sintió la mano de Sabás como garra en su hombro). Mis cuates preguntan por ti, no seas música, manito, tú sabes el respeto que te tengo, pero ora la ojeteas de plano, hazme el favor de acompañarme un ratón, no pido mucho.

Restalló el jolgorio en los oídos y los bailadores volvieron a enseñar los semblantes encendidos pero satisfechos.

Sabás.

Te voy a presentar a un buen compañero de trabajo. Mucho le hablé de ti toditos los días y perdona lo mandado, compadre.

–Tomó parte en lo de Torreón.

Vibraron de nuevo los aplausos al anunciar la voz de las bocinas, la polca de “Las Coronelas”. Sabás empujó al Güero hacia adentro de la vivienda y luego que entraron, cerró la puerta con tal de bajar la intensidad del ruido.

–Acá te traigo al compadrito del que tanto te hablo, dijo Sabás sin dejar de apuntar al Güero.

Un hombre prieto y grueso, chaparro y de edad indefinida, retrocedió dos pasos mientras se acomodaba las canas encima de las orejas. Soy Severiano Pérez Mayoral pa’servirle a usté, languideció en el apretón de manos.

–Háblale compadre, verá que pa’luego es tarde, se identifica con nuestra causa y óigale asegurar que la pobreza de nuestro pueblo no es un mal irremediable.

Las siluetas arrinconadas de Tuto y Tato se mecieron con el viento de impaciencia.

Sabás repartió tequila o mezcal en vasos hasta la mitad. Pongámonos bien burros pa’ver quién se ataruga más, exclamó sonriente. Al bárbaro don Chente, pasada la medianoche, no hay pantalones que le ganen un dedal de largo en eso de empinar el codo, hace tumbadero. Si las mujeres hubieran reparado en la obsequiosidad del vecino enojón, sin pensarlo mucho se esconderían en sus cuartuchos previniendo el escándalo en puerta.

–Estuvo con Pánfilo Natera en Sombrerete el ocho de mayo de mil novecientos once, día que asesinaron a Luis Moya, aseguró Sabás.

Severiano se despeñó en una narración impregnada de fechas, señas y números hasta volverla insoportable. Urdió un pasado en trozos de recuerdos guardados a la fuerza. Se habla mucho de la revolución, se festejan sus grandes hazañas, pero son pocos los que saben cómo fue. El mito le ganó a la realidad y los hombres perdieron toda dimensión humana. El Güero aprovechó un momento de distracción para escurrirse y salir a respirar el aire que le hacía falta, libre del humo de cigarros y el tufo de bebida. Se topó con Rosario y la mujer delgada que le obsequió el desaire.

Pretendió buscar a la niña y la encontró en el mismo lugar, renuente aún en tomar parte de los juegos infantiles. Sin decirle nada, la asió del antebrazo y la arrimó a la mesa larga, forrada de papel Manila y llena de charolas, platos y vasos de cartón. A Maury no se le veía por ningún lado, ni siquiera donde tronaban los triquitraques. Toma los que quieras, y al tenderle la bandeja con buñuelos de miel con piloncillo, asustó a Inés. Se puso pálida, retrocedió dos pasos y movió la cabeza rechazando los dulces. El Güero alzó la vista y encontró la mirada atenta de Rosario.

El Güero regresó a la vivienda donde dejó a Sabás, para encarar por minutos el murmullo de Severiano: en Jerez nomás habían unos cuantos pelones al mando de un cabo malora. Mi general Natera dijo a Roque García, llévate a setenta cabrones y mételes una tanteada a los otros, verás que el miedo los tiene acalambrados, Roque García no se hizo del rogar, ni tardo ni perezoso escogió a setenta atarantados, no uno por uno, sino en bola más fácil, nomás dijo que los siguieran los más güevoncitos que se quisieran cubrir de gloria y obedecieron sin chistar, cabalgamos en purito desorden, ansina quería que se efectuara, ansina se hizo, dio un sorbo al vaso con tequila, se limpió la boca con el dorso de la mano y escudriñó la reacción en la cara del Güero: cabalgamos en purito desorden, ansina quería que se efectuara, ansina se hizo, nomás nos devisaron los pelones y salieron de sus madrigueras decididos a rifársela, aullando como coyotes o insultando, entonces nos dejó refríos la orden de huir, ya que eran grandotas las ganas pa’entrarle en caliente, Tato y Tuto se materializaron como fantasmas, desde el rincón en penumbras parecían muñecos olvidados y sin el menor ruido bordearon la esquina de la mesa tras agarrar la botella: las ganas pa’entrarle en caliente a los catorrazos, pero al notar que paramos bruscamente y dimos la media vuelta, cayeron en la trampa y nos persiguieron forzando al máximo sus caballos, se rascó la frente para disolver la vena de cansancio y se frotó el bigote con tal de limpiarlo de rebabas de tabaco.

El Güero escuchaba la voz envuelta en el sonsonete alcahueta de Severiano, lista para el chicotazo final y la dispersión del eco por paredes y techo: efectuamos un rodeo y caímos sobre el poblado por el otro lado. Ansina de facilote, demasiado pa’ser creído a la primera, y conseguido el punto culminante del relato se dejó arrastrar por el entusiasmo: ese malestar empujó a los nuestros a cometer algunas tropelías naturales. Sacó un pañuelo moteado para secarse la nariz y los párpados.

Tocaron a la puerta. Insistieron hasta movilizar al grupo y ponerlo tirante, a pesar del manifiesto desdén. Sabás al abrir y prolongar la exclamación de “adelante” se revistió de un gesto poco amistoso, debido a la interrupción.

Junto con los tres vecinos se coló la música pegajosa del organillero: levantaron a jalones al Chorejas pa’que viniera a tocarnos La Paloma, Cielito Lindo y La Cucaracha. Ah, pa’gente albufera de a tiro. Mucho se enojó el vinagrillo. Éjele pos segurotas, qué esperaban manito, andar por ai requete contento pegando brinquitos como chapulín reumático, cuando yo iba por el quinto sueño. Le llegó la raza ávida y lo levanta, porque posada sin organillero nunca es y a ponerse a chambear horas extras. Esta sí es música, compadre. Pa’todorcia la vida, como nuestro México. Cerraron la puerta, desapareció el escándalo y quedaron atentos a Severiano.

Nombraron a mi carnal Agapito y pos, esto me llena de orgullo, no vayan a pensar que Agapito era cosa del otro mundo, jue pero bien güeno pa’volar las rieles y volcar trenes que corrían de Zacatecas a Torreón. Un día de tantos. El Güero escapó por tercera ocasión y se reunió con Rosario.

La flaca de conversación rápida se licuó entre las sombras ante el bullicio del baile. A ella le embromaban esos movimientos de orates que hacen los jóvenes, aseguró a Sabás, cierta tarde inesperada por atreverse a llegar al comentario y éste nada parco en poner el dedo en la llaga, le espetó: el raspe señorita, el raspe se dice pa’entenderle.

¿Te diviertes?

Poco. No quiso mirar de frente a Rosario.

¿De qué hablan?

Cosas de ayer. Tal parece que no hay jijo de vecino sin tener algo pa’oírle de la revolución. Frente al estallido de otra ola de alegría y las notas de “Jesusita en Chihuahua”, el Güero no encontró más camino que el retorno a la vivienda de Sabás. Al verlo entrar, Severiano calló a propósito y esperó el apaciguamiento del ambiente removido por el Güero.

Varias veces cortamos los rieles en distintos puntos, hasta paralizar el movimiento de trenes. Fue necesario que el usurpador Huerta, utilizara el Ferrocarril Nacional pa’Saltillo y los Ferrocarriles de Coahuila y de El Pacífico y echar ansina un rodeo con la pérdida de horas o hasta dos días. Mi hermano destacó en estos descarrilamientos, pero muy pronto fue traicionado. Se habló de un accidente que nunca convenció a nadie, dicen que un convoy de federales le pasó encima y lo hizo papilla. Jamás supimos si los restos que enterramos fueron los de Agapito. Hablaron de una mañana infortunada, pero yo les digo que mucho antes de pasarle el tren, Agapito ya estaba muerto. Severiano cerró los ojos y paladeó la expectación creada en las respiraciones, revisó mentalmente cada rostro, hasta detenerse en el Güero, entonces abrió los párpados y trató de trasmitirle las figuras amontonadas en su cerebro, sin necesidad de palabras.

–No sé quién me dio un nombre, del compañero que tuvo a su lado ese día, uno que no me puedo arrancar de la memoria: Narciso Vega.

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