Joaquín Bestard Vázquez
—Me da miedo, Nanachichí.
—Nada se perdería con hacerlo, doña Mimí.
—Se adivinan tantas cosas en sus ojos…
—¿Cómo así, niña?
—Rencor, preguntas y responsabilidades.
—Háblele señora bonita, ella se lo agradecerá.
—Es que ahora, somos tan distintas a lo que fuimos. Que me pregunto si aquello alguna vez existió y sabes Nanachichí, mis venas chicotean, mi sangre arde y mi vista se opaca con tantos rostros queridos, y me digo: no, estoy mal, no los inventé como un recreo a mis necesidades de amor y descanso, que inundo con trabajo y luz de sol.
—Así como dice debe ser, señora Mimí.
—No me entiendes, Nanachichí y lo veo en tu cara.
Nanachichí ofreció el brazo a la otra mujer. Pero Mimí, lejos de colgarse como a veces lo hacía, se hizo disimulada y lo rechazó. Caminó delante de la vieja servidora.
—¿Tú sabes lo que es tener un sueño, Nanachichí?
La vieja asintió con la cabeza. Mimí se detuvo y giró para dejarse alcanzar. Tendió una mano a Nanachichí, que ésta le agarró con delicadeza.
—Nos dijeron que tu gente no sueña, porque para soñar se necesita un alma inmortal y yo te pregunto Nanachichí, ¿Qué pesa más, mis sueños podridos o tu alma?
Escondió la mirada en la sombra del rebozo que le cubría la cabeza y espió el cambio en la respiración de la vieja.
—No fuimos hechas para esto, ni tú para tener un sueño, ni yo para cargar un alma.
dime lo que hay detrás de cada rama de ya’axché o cada ráfaga de aire, señora.
cuné cuné
cuné cuné
¿quién llora con un llanto tan viejo como el crujir del mundo, Nanachichi?
cuné cuné
cuné nené
son los niños benditos que muy pronto van a nacer, señora.
nené nené
nené nené
hay un tigre ahí afuera, Nanachichí.
Son sólo sombras, niña idolatrada. Sombras que ponen a trabajar la imaginación, Sombras ideando otras sombras.
Sombras soñando sombras.
Mimí, cada vez más débil y cadavérica, se arrastró hasta el banquillo donde me senté y que Nanachichí cargaba a todas partes, entre las escasas pertenencias todavía conservadas. Perdona si llego haciendo este ruido, pero se me secó una pierna, dijo. Su piel estaba verdosa y su cara cruzada por ojeras profundas y oscuras. Tartamudeaba al hablar las pocas palabras que se le entendían o se atrevía. Todas las noches sale una serpiente de entre la laja y después de enroscarse en mi pierna, me clava los colmillos en la cadera.
Vamos a ver tu cadera, pidió Nanachichí y desnudó la parte afectada. Esto no lo hace una culebra.
¿Ni siquiera una de crines y cabeza de caballo? Preguntó Mimí.
Esa menos, porque es sagrada y cuida los cenotes en el fondo de las cuevas. Respondió Nanachichí.
Todas las noches baja un murciélago y me clava los dientes en los muslos, explicó Mimí.
Vamos a ver tus muslos, dijo Nanachichí y le arremangó el justán arriba del ombligo. Esto no lo hace un murciélago.
Todas las noches oigo a un viejo rezar en maya y veo a su gato jugar con su sombra, y apenas se fija que lo miro, el animal salta a mis hombros y el viejo llama a su gato para que no me despedace, se quejó Mimí.
Vamos a ver tus hombros, y Nanachichí le quitó el hipil para examinarla y dijo: esto no lo hace un gato.
¿Entonces, quién me araña los hombros, me pellizca los muslos y me muerde la cadera?
Un brujo, aseguró Nanachichí y dio la espalda a la mujer a punto de desfallecer.
Toma estas tortillas duras y esta pelotita de masa aceda, le di a Mimí lo poco que teníamos de posole. Sé el tiempo que llevas sin comer. No camino como antes y tampoco alcanzo lo que debo para mantenerme, se lamentó Mimí.
Te prometo que entre Nanachichí y yo, cazaremos al gato y nos lo comeremos las tres, y Nanachichí abrió más que de costumbre los ojos, al fijarlos en los míos.
Yo sé que donde esté el h’men, está el gato y donde está el gato, está el tigre y donde estén los tres, estarán también Uc y su hijo.
Caminé, seguida de Nanachichí, hasta el fondo de la caverna, pero no encontré al gato, a los Uc o al h’men. En cambio, me topé con el capullo tejido por las arañas en los huesos de Teresa.
Impregnados de una sustancia brillante y babosa, casi igual de tono y luminosidad al de las paredes, se notaba fácil la calavera y los restos de hipil.
¿Cuándo murió, Nanachichí?
Nanachichí me examinó primero y nada dijo después, pero sopesó el momento. Es la suerte que nos espera a las mujeres blancas o quizás algunas seamos más afortunadas al expirar en las fauces del tigre. Tal vez moriremos mejor en las garras del hechicero.
El h’men entró y consultó su sastún con la luz insuficiente de la caverna. El gato maulló cerca de ahí y los Uc pronto aparecieron. La bóveda de la caverna se llenó de los ecos del murmullo del h’men, el maullido del gato y los pasos de Rosendo Uc y su hijo Toribio. Nanachichí, por un momento con su sombra me cubrió la espalda y desapareció, atraída por los rezongos de las viejas. Las mujeres mayas llegaron sin esconder su preocupación y nos hicieron meter las cosas en cestos, tenates, sabucanes y bultos liados con chilibes.
Nanachichí regresó para poner mi banquillo a la vista y se lo montó en la cadera.
El camino igual a un reguero de polvo y hojarasca molida. Los árboles secos estremecen a veces sus ramas quebradas y pelonas en las corrientes encontradas o los remolinos del viento.
Caminábamos con dificultad y nos cubríamos la boca y la nariz con las puntas de los rebozos, las que tuvimos la suerte de tener uno. Nanachichí y yo, usábamos el mismo para las dos. Entre ambas nos ayudábamos para avanzar en medio de las cuchilladas constantes de aire y basura. Polvo blancuzco que caía del cielo y se pegaba a cualquier cosa. Aún debajo de nuestro hipil, metía las uñas el viento y nos frotaba las cenizas en la piel. Debe haber incendios cerca, dijo alguna de las mujeres, sin ganas de agregar que en medio de nuestra ignorancia, nos estaban moviendo al centro mismo de la guerra.
Pero nada se oye, agregó la otra.
Porque no hay animal en quedarse y nos detecte el peligro, aseguró la primera.
Mientras caminábamos dando tumbos, olvidamos al h’men, al gato, al tigre y a los Uc. Pero también dejamos de preocupamos por Mimí.
Lupita, a eso de la segunda hora de la tarde, se apretó a nuestros pasos apenas bajó de intensidad el calor, el viento y los remolinos, y nos dio la noticia.
Más bien se la soltó a Nanachichí, porque creyó que yo no la iba a entender y tampoco se midió para esparcir la bocanada de desaliento en el aire cálido aún. Ayer enterramos a Mimí, y fue todo, se tapó la cara con un rebozo rechazado meses antes, cuando todavía soñaba con regresar a España o ir a pasar unas largas vacaciones a Cuba. Se cubrió igual que cualquier india maya y mantuvo su respiración, con el mismo ritmo enloquecido de su pecho, incapaz de disimular bajo el hipil.
Nanachichí se dio cuenta del impacto que me causó la noticia.
Cada vez somos más pocas y las dificultades mayores, le escuché una vez a otra mujer sin reconocerla bajo el hipil y detrás del rebozo, pero por la forma de hablar el español, deduje de las nuestras, y agregó: sin embargo, las indias viejas están pagando muy alto el precio y cada día son menos también, de las jóvenes ni pensarlo, desaparecieron como golondrinas y según dicen, las llevaron donde está más fuerte la pelea. Pero la disminución de las viejas, nada más fue un deseo expresado en voz alta, porque muy pronto se hicieron tan numerosas como al principio y las jóvenes, aunque cada vez más retiradas de nuestros movimientos y vista, nos seguían a cierta distancia.
¿No nos estarán empujando para toparnos con nuestros soldados? Escuché ahora sí la pregunta que la misma inquietud, planteara en voz alta a no me acuerdo quién.
¡Acaso llegaron a un acuerdo para devolvernos al lado de nuestra gente! Se animó otra, y se cuidó de mantenerse incógnita y al margen de la menor manifestación corporal.
O nos tienen dando vueltas alrededor de nuestras tropas, para que nos utilicen de tiro al blanco llegada la oportunidad, exclamó una tercera opinión hasta tartamudear.
Nanachichí me lanzó su comentario con tal que no diera oídos a las demás voces: nos están arrastrando cada vez más al sureste, lo vi anoche por las estrellas.
Tragamos más polvo y cenizas, y tardamos un poco más, en dar con la siguiente caverna.
Donde reaparecieron las viejas, el curandero, el gato y los Uc, guardando el mismo orden de siempre. Sólo el tigre se manifestó en otra forma.
En nuestro temor.