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Entretenimiento / Virales

Thomas Buergenthal, un niño afortunado

Abril, mes dedicado a los niños en nuestro México, pero que en esta ocasión festejaremos sin salidas, sin festivales, sin visitas a las plazas y sin parques; encerrados y confinados en los hogares. Algunos, con más suerte lo celebrarán con libros, televisión, pantallas, clases grabadas y toda suerte de entretenimientos. Otros, en espacios más reducidos, sin casi nada para hacer más gratas horas de ocio y compartiendo una pequeña área con muchos miembros de su familia. Algunos, rodeados del cariño de sus padres, quienes aprecian los momentos que hoy se les presentan para convivir. También están los otros, víctimas de los malhumores de sus progenitores, por las angustias que generan las noticias sobre la pandemia y la situación económica, probablemente observando y recibiendo más violencia de la que usualmente viven.

El año 2020 es un año inusual para los niños de nuestro país y del mundo. Un año con muchas sorpresas y zozobras, preguntas y dudas. Sin maestros y recreos, sin amigos y compañeros. Un año que, igual que todos, pasará y se recordará en muchísimos estudios y libros como un año diferente.

Como distinto fue el año de 1939 para el niño Tommy, quien no había cumplido aún los 5 años y su familia fue desalojada y despojada de sus propiedades en Lubochna, en la antigua Checoslovaquia, y obligada a iniciar una larga peregrinación por diversas ciudades tratando de escapar de los nazis que se apoderaban rápidamente de toda Europa. De ese año Thomas solo recuerda su coche rojo de pedales que era la única propiedad que él quería llevar en su viaje a lo desconocido, pero aferrándose a las palabras de su padre, quien tratando de tranquilizarlo, le prometió que pronto volverían y que el pequeño coche rojo estaría esperándolo en el garaje de la casa, partió obedeciendo y creyendo que eso sería posible.

Utilizando la nacionalidad alemana de su madre, de la cual ya había sido despojada por ser judía, pero que gracias a una licencia de conducir que conservaba, la familia pudo confundir a las autoridades polacas que pensaron se trataba de un pasaporte y establecerse en Katowice, ciudad convertida en refugio de los alemanes judíos. A pesar de las carencias, viviendo en un mísero piso lleno de chinches, Tommy escribió en sus memorias: “Lo pasé muy bien en Katowice” o “[…] mientras esperábamos nuestro día de suerte (que le autorizaran sus visas para viajar a Inglaterra), recuerdo que solía jugar en un hermoso parque […]”.

Al cabo de algunos meses las visas fueron autorizadas, pero cuando se preparó la familia para partir y después de conseguir abordar un tren, Alemania invadió Polonia y el ferrocarril donde se encontraban fue atacado por la aviación nazi, por lo que tuvieron que correr a través de la campiña desorientados y sin saber a dónde ir. El pequeño grupo que sobrevivió al ataque, tuvo que decidir entre dirigirse a la frontera y llegar a Rusia o quedarse en Polonia. El saber las terribles condiciones en que se encontraban los judíos que huían a Rusia, siendo enviados muchas veces a Siberia, los hizo optar por encaminarse hacia la ciudad polaca de Kielce. Tommy recuerda las palabras de los adultos: “[…] o bien nos matan los polacos tomándonos como espías alemanes, o lo hacen los alemanes porque somos judíos”.

En el gueto judío de Kierlce la familia “sobrevivió” unos años, pasando infinidad de carencias y restricciones que cada día fueron aumentando, como el amurallamiento de la zona y la constante vigilancia de los policías tanto judíos como polacos, la Schutzpolizei, una suerte de vigilantes que ejercía una guardia extrema sobre la población, hasta que en agosto de 1944 fueron conducidos a Auschwitz. A pesar de las múltiples e innegables menciones sobre la terrible vida en un gueto polaco en esos años, Thomas en su narración se permite comentar la alegría que sintió cuando sus abuelos maternos llegaron al mismo gueto y lo feliz que le hacía verlos y abrazarlos; también con la inocencia de un niño narra algunas travesuras que en compañía de otros niños judíos realizaban, anotando: “En nuestro vecindario había muchos niños y pronto me hice de un montón de amigos”.

Después de un terrible viaje en ferrocarril, en una soleada mañana de agosto de 1944, la familia Buergentahal llegó al funesto campo de Birkenau, situado a unos tres o cuatro kilómetros de Auschwitz, en donde estaban instalados los crematorios y las cámaras de gas de triste recuerdo. Ahí Tommy fue separado de su madre, pero tuvo la suerte de que no lo separaran de su padre, quien no soltó ni un instante sus pequeñas manos. Con cierto temor pasó al tatuaje donde le anotaron el número: B-2930, el cual ya adulto nunca quiso borrárselo, ya que decía: “No me quiero borrar el número. Nunca quise. Es parte de mi vida, es mi identidad”.

En el inolvidable para toda la humanidad campo de concentración de Auschwitz, Tommy conoció el horror, la barbarie y el inexplicable comportamiento de los seres humanos, vivió de cerca la muerte, el hambre y la desesperanza. Pero tuvo la ventaja de contar a su lado, durante la mayor parte de su estancia en tan desolador lugar, con su padre, un hombre valiente que lo protegió física y mentalmente lo más que pudo, hasta que una mañana llegó a su barraca la funesta visita de un grupo de médicos (entre estos el nefasto Mengele) y su padre fue elegido para quién sabe qué fin, ya que el niño Thomas no volvió nunca más a verlo, pero del cual recibió y nunca olvidó su último consejo: “No desesperar bajo ningún concepto”.

Temeroso de ser llevado a las cámaras de gas y estando ya solo, Tommy no podía dormir por las terribles pesadillas que lo atormentaban, sin embargo, nunca se rindió mentalmente e innumerables veces trató de escapar siendo apresado y golpeado en todas. Encontró a su vez algunos seres humanos con cierta compasión, como el médico que le daba pequeños trozos de jabón para que no se contagiara de sarna (de la cual estaba cundida toda su barraca) o el viejo guardia de la SS que fue amable y lo trasladó a una barraca de niños para protegerlo.

Nuevamente el lado positivo de Thomas resurge al comentar que en la barraca de niños (donde todos eran mayores que él, quien contaba aproximadamente 10 años), tuvo dos grandes amigos que se volvieron sus hermanos, Michael y Janek. Increíbles resultan los comentarios que el niño prisionero narra en su libro, sobre sus recuerdos durante esta etapa de su vida y lo que le dejó esa experiencia: “Nuestro jefe de barracón nos trataba bien y distribuía las raciones de alimento equitativamente” o “Pese a que no soy religioso, considero un pecado tirar un trozo de pan, por muy duro que esté, y puedo llegar a caminar varios kilómetros para dárselo a las aves […]”.

Una mañana de principios de enero de 1945 los altoparlantes del campo los despertaron con los siguientes gritos: ¡Das lager wird gerdumt! (¡El campo está siendo evacuado!), fue así que empezó la penosa marcha de miles de judíos evacuados de los campos de concentración que ha pasado a la historia con el nombre de “La marcha de la muerte”.

Thomas y sus amigos utilizaron toda clase de artificios para sobrevivir mientras veían caer muertos o fusilados a muchísimos prisioneros, pero el caminar en la nieve sin la protección debida hizo que al pequeño niño se le congelaran los dedos de los pies. En pésimas condiciones llegaron a otro campo, el de Gliwice, donde a pesar del hambre y de soportar temperaturas heladas, nunca abandonaron su “anhelo por vivir” como anota Tommy. Después de unos días, los subieron en unos atestados trenes donde empezaron a pensar seriamente en su muerte, sin alimentos, con mucho frío, pisoteados por los adultos y a punto de desfallecer, surgieron otros “ángeles” como los llamó el niño, que desde el cielo los alimentaron. Algunos checoslovacos se habían organizado y desde los puentes tiraban panes a los prisioneros. Hermosas palabras con las que narra Buergenthal este episodio: “Jamás olvidaré esos ángeles, cuyo pan nos cayó como si viniese del cielo”.

Los trasladaron a Alemania al campo de concentración de Sachsenhausen, donde Tommy llegó con los pies hinchados y con profundos dolores. Después de unos días de evitar consultarse en la enfermería del campo, ya que temía terminar en las cámaras de gas, como observó en Auschwitz, no tuvo más remedio que escuchar a sus amigos Michael y Janek y acercarse a pedir ayuda.

En la enfermería le amputaron dos dedos de sus pies, pero nuevamente con la inocencia de su corta edad les creyó a las enfermeras cuando le dijeron que le volverían a crecer, como los dientes. En el hospital conoció a unos prisioneros noruegos, específicamente a Odd Nasen, quien se convirtió en su nuevo ángel guardián, le daba dulces, libros, comida (los prisioneros noruegos y daneses recibían un trato especial y paquetes de alimentos de la Cruz Roja); asimismo, Nansen frecuentemente sobornaba a los guardias y enfermeros con tabaco y provisiones para que lo protegieran.

Cuando los soviéticos liberaron el campo, Tommy buscó afanosamente a sus amigos Michael y Janek, pero nunca más los volvió a ver ni supo de su destino. Aun cuando los rusos le indicaron que pronto llegarían doctores y enfermeras que se encargarían de ellos, el pequeño niño y otro joven paciente del hospital de nacionalidad polaca, decidieron no esperar esa ayuda y salir del campo para dirigirse a Polonia, donde tenían la esperanza de reunirse con su familia.

Se refugiaron en un pueblo alemán abandonado en donde un grupo de soldados polacos lo rescató y convenció para que se uniera a ellos como “soldado”, prometiéndole que lo llevarían a Kielce, donde esperaba encontrar a sus padres. Después de acompañar a los soldados fungiendo como una especie de mascota durante la rendición de Berlín, le ordenaron a su regimiento regresar a Polonia y decidieron internar a Tommy en un orfanatorio “mientras localizaban a sus padres”, le dijeron.

Internado en el orfanatorio de Otwoch, Thomas escribe: “disfruté casi cada instante de mi permanencia en el orfanato […]”, o “en el orfanatorio nos trataban muy bien […] nunca antes había comido tan bien”. Después de un tiempo y por un extraño azar del destino, cuando estaba a punto de emigrar a Palestina con un grupo de niños que estaban siendo trasladados secretamente por el grupo Hashomer Haatzair, Thomas Buergenthal supo que su madre estaba viva y habitando en Gottingen, Alemania, su ciudad natal.

Las tiernas y emotivas narraciones del encuentro con su madre son hermosas a la vez que desgarradoras, Tommy pudo de nuevo sentirse niño en brazos de su madre y juntos llorar la muerte de su padre. Después de un tiempo en los que vivió en Alemania con su madre, quien se volvió a casar, Thomas decidió marcharse a continuar sus estudios a los Estados Unidos con su tío Eric, hermano de su mamá.

Siendo un alumno destacado, Buergenthal sobresalió a pesar de no haber contado con una buena preparación (más bien nula) durante sus primeros años. Cuenta actualmente con un curricular extraordinario, graduado como licenciado en Historia y Ciencias Políticas, obtuvo la beca Root-Tilden para estudiar en la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York, al concluir, estudió una maestría en Derecho Internacional en la Universidad de Harvard y más tarde un doctorado en Ciencias Políticas. Después de innumerables cursos, clases y escritos en diferentes foros, Thomas Buergenthal fue nombrado Juez de la Corte Internacional de Justicia con sede en La Haya, fue presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y ha sido miembro de múltiples organizaciones internacionales especializadas en derechos humanos. Asimismo, ha recibido diversos premios, entre los que se encuentran el Honoris Causa de las Universidades de Heidelberg y Gottingen, en Alemania. Actualmente con 85 años de edad, el juez Thomas Burguenthal se encuentra en retiro.

En su libro Thomas cuenta cómo ser víctima fue precisamente lo que lo llevó a querer volverse juez y especialista en Derechos Humanos, considerando fundamental para su crecimiento el alejarse de odios y rencores: “[…] aunque era importante no olvidar lo que no había ocurrido en el Holocausto, igualmente importante era no responsabilizar a los descendientes de los asesinos por lo que se nos había hecho, pues de otro modo el ciclo de odio y violencia no acabaría nunca”.

Hoy que el mundo se encuentra angustiado y con muchos temores por el futuro, es importante recordar la historia y lo que ha significado la lucha por el respeto a los derechos humanos. Han sido décadas de hombres y mujeres, muchos de ellos también niños o jóvenes víctimas como Tommy, Ana Frank, Malala, o Inmaculé, que han luchado para lograr establecer límites a los excesos de las autoridades y exigir el respeto de la dignidad humana. Ahora en tiempo de pandemia del conocido COVID-19, como humanidad no podemos sucumbir y permitir, que aún bajo la excusa de evitar la propagación de la enfermedad, se atropellen los derechos que tantos años nos ha costado que se reconozcan y respeten.

Leer un libro sobre la Segunda Guerra Mundial y específicamente sobre lo que se conoce como el holocausto judío, por lo general nos deja una sensación de dolor e impotencia y en algunos casos, hasta con insomnio durante varios días, sin embargo, leer Un niño afortunado, narrado con gran belleza y optimismo, hace un efecto contrario, nos deja una sensación de esperanza en la humanidad y con una actitud positiva, como siempre actuó el pequeño Tommy, encontrando en cada dificultad, en cada momento difícil, un ángel o una esperanza para seguir viviendo y luchando.

En este mes de abril que celebramos el Día del Niño, deseo que todos los niños del mundo y específicamente los mexicanos que se encuentran ahora mismo en cuarentena, recuerden el sabio consejo que le dio su padre a Tommy la última vez que se vieron: “No desesperar bajo ningún concepto”.

lalis55@hotmail.com

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