Por Marina Menéndez
Foto: Lisbet Goenaga
(Especial para Por Esto!)
LA HABANA, Cuba, 24 de noviembre.- Sin calles con su nombre adonde acudir ni estatua ante la cual poner flores, los cubanos evocamos especialmente a Fidel en el segundo aniversario de una partida que nos sobrecogió a pesar de que él mismo se había encargado de persuadirnos -hasta para eso fue necesario su verbo- que su vida también era finita.
Fue en abril de 2016, en la clausura del VII Congreso del Partido.
Su hermano y entonces Presidente Raúl, y José Machado Ventura, a su lado en la presidencia, lo abrazaron con cariño, y la ternura que despierta un hombre próximo a cumplir los 90, como él mismo, recordó cuando terminaba de leer aquel breve y postrer mensaje donde alertaba que hacer política en los tiempos que vive el mundo hoy es luchar por salvaguardar la vida de la especie humana y del planeta.
Después lanzó la advertencia.
“Pronto seré ya como todos los demás —dijo. A todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos como prueba de que en este planeta, si se trabaja con fervor y dignidad, se pueden producir los bienes materiales y culturales que los seres humanos necesitan, y debemos luchar sin tregua para obtenerlo…”
E insistía más adelante: “Tal vez sea de las últimas veces que hable en esta sala”.
Sí. Se despidió. ¿Acaso Fidel, veedor de tantos acontecimientos de forma anticipada, supo también que la vida pronto lo abandonaba?
En todo caso, le preocupaba dejarnos bien claro el trascendente legado contenido en aquellas breves palabras: la necesidad de salvaguardar a la Humanidad de la depredación provocada por el egoísmo, en una lucha que siguió movilizando sus esfuerzos y pensamientos en los últimos meses de su vida y que obviamente debíamos asumir como nuestra.
Lo pedía con la sapiencia y, al propio tiempo, la humildad de un hombre que en tantas ocasiones a lo largo de más de 55 años nos había estremecido con discursos encendidos y una voz más cálida que potente que desde hacía algún tiempo, sin embargo, nos llegaba como la de quien musita.
Una vez más vestía aquel día su blazer deportivo y la bonita camisa azul a cuadros que tanto le habíamos visto. En la espalda encorvada de aquel hombre de seis pies de estatura y recia y esbelta figura se notaba aquel día, más que nunca, el peso del tiempo y de tantas batallas.
… Y digo que nunca lo admiré más en esa prolífica etapa de su existencia que al verlo asumir el paso implacable de los años con la misma hidalguía, que lo mostraba otra vez caballero con la lanza en ristre: sin arreglos, ni embustes a la mirada provocados por inexistentes tomas especiales de las cámaras.
Nunca como en esos tiempos Fidel hizo más suyo aquel pensamiento de José Martí que él tanto mencionaba: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”.
Se fue así, lleno de gloria. E hizo bien en prohibirnos llenar el país de grandes imágenes o que disemináramos a cada paso por las ciudades, su nombre.
Fue una petición dictada seguramente por la modestia. Pero debemos agradecerlo. Habría sido una evocación formal y fría.
Los jóvenes, en quienes depositó tanta confianza y responsabilidad, le recordaron anoche en la Escalinata de la Universidad de La Habana que él desanduvo tantas veces, en que constituyó velada central en su homenaje.
Clamaron otra vez que llevan sus enseñanzas aprendidas sin ser totalmente conscientes, quizá, que en esa promesa van las esperanzas de todos “los agradecidos” —así dijo el poeta— del pueblo de Cuba… Dijeron bien los muchachos, porque serán ellos quienes le mantendrán siempre con vida.