Síguenos

Internacional

Otro paso adelante

Aunque propician avances trascendentales, las revoluciones son hijas de las crisis y no de la bonanza. Sus efectos nunca han sido previamente calculados.

La vanguardia política de las 13 colonias de Norteamérica no planeó el imperio que creó; quienes encabezaron la Revolución Francesa no podían intuir un fenómeno como el de Napoleón Bonaparte y es difícil que los promotores de la restauración del emperador Meiji calcularan las transformaciones que condujeron al Japón moderno. No consta que, en 1953, Fidel Castro imaginara el derrotero y la trascendencia de la Revolución Cubana.

Como los eventos telúricos, las revoluciones son de enorme repercusión, aunque históricamente de corta vida, entre otras cosas porque las estructuras sociales y los protagonistas, no resisten por largos plazos el ritmo y las tensiones que generan, por ello, en la medida que cumplen las metas que le dieron sentido, se desaceleran y propician el establecimiento de una institucionalidad superior.

Ese tránsito no ocurre de manera inmediata ni uniforme porque, en cada caso, está mediado por circunstancias particulares, entre otras, por la capacidad de resistencia y riposta de la contrarrevolución, la resiliencia de las clases derrotadas, las reacciones externas, así como los errores de génesis, uno de ellos, el maximalismo, que ha frustrado procesos que fracasaron al generar expectativas imposibles de honrar.

Las revoluciones del siglo XVIII en Francia y Norteamérica, únicas que conocieron Carlos Marx y Federico Engels y sobre las cuales emitieron juicios, desplazaron a la nobleza y al colonialismo, crearon estructuras políticas, económicas, sociales, enteramente nuevas, principalmente la República, la Democracia y el Estado de derecho.

En Estados Unidos la revolución anticolonialista no encontró mayor resistencia interna y tras una lucha intensa y breve contra la metrópolis inglesa, en 1790 fue adoptada la Constitución, base de un ordenamiento institucional que les ha resultado eficaz. No ocurrió así en Francia, donde las contradicciones internas fueron devastadoras y tampoco en México, que tardó casi un siglo desde que en 1821 se instauró la República a la instalación de la democracia con la Revolución de 1910 y la Constitución de 1917.

Los bolcheviques, que llegaron al poder apenas siete meses después de la abdicación del zar, no tuvieron éxito al tratar de diseñar un modelo político basado en la dictadura del proletariado, tesis que, aunque fue abandonada, parece haber influido negativamente en el diseño de instituciones que pudieron haber dado lugar a una institucionalidad que aventajara la democracia formal vigente en la Europa de entonces.

Cuba, donde por decisión libérrima de los protagonistas, las luchas liberadoras fueron propensas a la democracia y al parlamentarismo, se forjaron tradiciones republicanas que alumbraron el singular hallazgo de la República en Armas, una entidad autóctona que practicó la democracia antes de obtener la independencia, ahora se propone incluir en su Constitución un “Estado socialista de derecho”, innovación a la que ningún país socialista llegó.

Sería deseable que el Estado socialista de derecho logre machihembrar las ideas de la justicia social, esencia del socialismo, con la soberanía popular, eje de las doctrinas clásicas para el ejercicio del poder y el gobierno, basadas en la democracia, la categoría más relevante de la cultura política universal y en defensa de la cual se han realizado las revoluciones genuinas.

Ante el pueblo cubano y sus líderes se presenta la oportunidad de generar una mutación necesaria, ponerse al abrigo de una nueva institucionalidad, forjada por ellos mismos, adecuarse a los tiempos y colocarse en la vanguardia. Ojalá la experiencia y la Providencia los ilumine.

Siguiente noticia

Francia busca a la carrera al yihadista que atacó Estrasburgo