Zheger Hay Harb
La nota colombiana
Ahora, cuando esperamos que con la firma del acuerdo de paz y en consecuencia la desmovilización de la guerrilla más grande del país, esperamos no volver al exterminio de poblaciones enteras, se nos presenta la obligación de recordar a las víctimas inocentes de esas matanzas.
Todas las masacres son igualmente dolorosas, pero las que se produjeron por cientos en la costa caribe ofrecen un contraste bizarro entre la alegría desbordante de su gente y la violencia que tan gratuitamente las sumió en el dolor. No es un tópico para presentar un cuadro idílico anterior a la arremetida paramilitar: las víctimas que han presentado declaración hablan de su vida anterior pacífica y alegre en medio de su pobreza y el cerco del narcotráfico: los bailes con que celebraban cualquier acontecimiento familiar o comunitario y la pesca siempre abundante en aquellas épocas, con lo cual tenían asegurada una supervivencia amable, apacible.
Si bien en la zona actuaban la guerrilla, los paramilitares, contrabandistas de armas y narcotraficantes, esa guerra no había tocado directamente a los habitantes de Nueva Venecia, bien adentro en la ciénaga, dedicados a la pesca artesanal.
En el caso de La Ciénaga grande de Santa Marta, en un poblado palafítico llamado Nueva Venecia, donde vivían 3,000 familias de humildes pescadores con una canoa amarrada en cada vivienda a uno de los postes que las sostienen sobre el mar, hace 18 años los paramilitares despertaron a sus habitantes con el sonido de las ametralladoras. Entraron pateando puertas y preguntando a los aterrados habitantes dónde se escondían los guerrilleros. Ante la imposibilidad de dar una respuesta, porque no la tenían, 50 personas fueron asesinadas y el total de la población se vio obligada a desplazarse a tierra firme, en total desprotección y sin poder siquiera hacer el funeral con ron blanco y tabaco y enterrar a sus muertos según sus costumbres.
Fueron realmente tres masacres en una porque se sumaron las que cometieron en los pueblos aledaños hasta completar el número de 84. Fue tal el horror que los organismos internacionales hablaron de la degradación de la guerra y las violaciones del Derecho Internacional Humanitario (DIH) por parte de los paramilitares.
Pero las víctimas dirigen sus reclamos al ejército y la policía que no acudió en su ayuda sino después de que ya las noticias se habían difundido por los medios de comunicación. Por eso, cuando en 2015 una comisión del ejército y la policía acudieron ante quienes retornaron luego del desplazamiento, no quisieron aceptarles las disculpas. Consideran que siguen estando solos, sin acompañamiento del Estado para su recuperación, como tampoco lo tuvieron cuando necesitaban auxilio frente a sus asesinos.
Hoy, cuando la firma del acuerdo de paz (una paz imperfecta pero siempre preferible a la guerra perfecta) los ha devuelto a su pueblo y sus costumbres, en una vida tranquila en medio de su pobreza. Otra vez las casas no cierran sus puertas de noche, las diferencias entre la propiedad individual y la colectiva tienen fronteras difusas y, aunque el dolor sigue presente, tratan de reconstruir sus vidas con esfuerzo propio.
“Las canoas son nuestros pies”, dice el maestro de la escuela; en una de uso colectivo se movilizan los niños para ir a estudiar, en canoa se mueven los pescadores para vender el producto de la faena diaria, en ella van de una casa a otra para hacer vida social y en ella van al sitio del fandango que anima sus fiestas. Las canoas tienen dueño pero cualquiera puede usar la del vecino.
Con cada casa pintada de un color distinto, a cual más vivo, ofrecen un espectáculo alegre en medio del agua, tan atractivo que se ofrecen viajes ecoturísticos para recorrer esos pueblos palafíticos.
Pero la situación dista mucho de ser idílica: los desastres ambientales han disminuido dramáticamente la pesca, la contaminación de la ciénaga es alarmante y el hambre acecha. La comunidad sabe que el silencio de los fusiles tiene que venir acompañado de la paz con la naturaleza y en esa lucha está empeñada.
En la alegría de la que hacen gala los pescadores de la Ciénaga Grande de Santa Marta también está presente el dolor, ahora con la esperanza de que con la instalación de la Comisión de la Verdad y la Justicia Especial de Paz (JEP) puedan conocer la verdad profunda que aún se esconde y oigan a sus victimarios reconocer sus crímenes estimulados por las ventajas que les ofrece la justicia transicional. Sólo así será posible la reconciliación y, tal vez, el perdón.