Alfredo García
La “democracia”, tal y como la conocemos hoy en América Latina y el Caribe, está llegando a su fin. Los tiempos cambian y la ultraderecha bipartidista norteamericana que ha conducido la política imperialista en el hemisferio americano hasta nuestros días, se reinventa con impresionante versatilidad.
George Washington, comandante en Jefe del Ejército Continental revolucionario en la guerra de independencia de Estados Unidos, después de 8 años de sangrienta lucha de liberación contra Inglaterra, logró su victoria en 1783. Tres décadas después, Simón Bolívar, iniciaba la guerra independentista que liberó gran parte del territorio continental latinoamericano del colonialismo español. Dos gestas independentistas continentales casi gemelas, que sin embargo, tomaron caminos diferentes.
La guerra de Estados Unidos contra Inglaterra para ocupar las colonias canadienses del Imperio británico, el desplazamiento forzado y violento de las poblaciones indígenas, la guerra de secesión Norte-Sur, que fue en realidad un conflicto entre dos Estados, dos banderas, dos Ejércitos y dos modos de producción (capitalista vs esclavista) y la guerra expansionista contra México que despojó más de la mitad de su territorio, fue el escenario de violencia donde nació el “Destino Manifiesto” que generó la política imperialista.
En América Latina, las pugnas entre las jóvenes repúblicas generaron su raquitismo congénito y la frustración independentista. A partir de 1823 con la Doctrina Monroe, Estados Unidos marcaría el futuro de la dominación, el despojo y la castración democrática contra los países latinoamericanos y caribeños, con más de 50 intervenciones militares a partir de 1846 comenzando con la invasión a México, hasta el apoyo y financiamiento al frustrado golpe de Estado contra el presidente venezolano, Hugo Chávez, en 2002.
El oportunista debut imperialista de Estados Unidos, se produjo durante la guerra hispano-cubana contra un imperio español debilitado económica y militarmente. Washington obtuvo como botín de guerra las colonias españolas en el Caribe y el Pacífico e impidió el triunfo independentista de los patriotas cubanos.
A mediados del siglo XX terminada la II Guerra Mundial, la breve ilusión de un “pacto social” que provocó la alianza Washington-Moscú-Londres, generó un movimiento popular-democrático en casi todos los países latinoamericanos y caribeños, que lo convirtió en opción de gobierno vía electoral. La esperanza duró poco.
Una ola de golpes de Estado y gobiernos autoritarios promovidos por Estados Unidos, ahogó en sangre al movimiento popular y sepultó para siempre los sueños democráticos de las mayorías, sembrando la semilla de la rebeldía revolucionaria.
El triunfo de la Revolución Cubana en 1959, que puso fin en la isla al nefasto ciclo dictadura-democracia-dictadura, alentó al movimiento popular y aterrorizó a Washington.
Después de un largo período de gobiernos autoritarios con el pretexto de la amenaza “comunista”, la presión de la lucha popular obligó a los Ejércitos convertidos en partidos de la oligarquía criolla, a negociar con los partidos tradicionales incluida la llamada “izquierda”, una “apertura democrática” tras garantizar el “equilibrio” político mediante la alternancia de partidos en el gobierno y el impulso a la economía neoliberal.
Sin embargo después de dos décadas de gobiernos oligarcas con apariencia democrática, salvo honrosas excepciones que fueron derrocadas con golpes de Estado “constitucionales”, como en el caso de Honduras y Paraguay y que hoy ensayan con Venezuela o sufren desigual campaña publicitaria como en Ecuador y Brasil, así como la explicita intolerancia del norte hacia políticas soberanas y de justicia social en Cuba, Nicaragua y Bolivia, convierten la opción democrática en meta inalcanzable para los partidos y movimientos progresistas, como sucedió en la década de los 50 del pasado siglo. ¿Qué viene después?