Descontando las víctimas mortales y los heridos, el sabotaje a la hidroeléctrica del Guri en Venezuela es el equivalente latinoamericano al derribo de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York. Para realizar hechos de esa envergadura, además de maldad, se necesitan recursos tecnológicos fuera del alcance común.
Usualmente ante un sabotaje o acto terrorista de grandes proporciones, por criminal o despreciable que sea, la organización que lo realizó se lo atribuye. Algunos son tan cruentos o repugnantes que quienes no fueron se apresuran a aclararlo. No ha ocurrido así con el megapagón eléctrico en Venezuela, y que según afirma, el gobierno es resultado de un sabotaje presuntamente realizado por Estados Unidos.
Esta vez no se trata de una acción más o menos convencional realizada por un comando terrorista, un radical suicida, un coche bomba, o un ataque aéreo como los protagonizados por Israel contra instalaciones nucleares de algunos países árabes. En este caso parece haberse empleado alguna aplicación de alta tecnología cibernética puesta al servicio del mal.
Al relatar los hechos, el presidente Maduro afirmó que se trató de dos ataques, ambos a distancia, uno cibernético el pasado día 8, que afectó el mecanismo de control automático del funcionamiento de las veinte turbinas con que cuenta la planta hidroeléctrica que al fallar desataron una desconexión general del sistema electroenergético del país, generando un megapagón, y el otro electromagnético, efectuado 24 horas después, contra una subestación de distribución y sus líneas.
Un apagón de esa escala afecta al conjunto de la economía y los servicios en primer lugar, la extracción de petróleo y las refinerías, silencia la radio y la televisión, paraliza a todas las instituciones, e incide sobre la vida de las personas. Sin electricidad no funcionan las fábricas ni las minas, tampoco comercios, restaurantes, bancos cajeros electrónicos, y los servicios hospitalarios, especialmente sus áreas más vulnerables como los cuerpos de guardia, salas de emergencia, operaciones, cuidados intensivos, maternidad y neonatología.
La falta de electricidad anula internet y todos los servicios y actividades relacionadas con ella, se paralizan los metros, dejan de funcionar los semáforos y la telefonía, así como los refrigeradores y equipos de climatización. Se cierran los aeropuertos, al apagarse los semáforos el tráfico se caotiza, y cientos de personas quedan atrapadas en los ascensores de los edificios. Se paraliza el bombeo de agua y cierran escuelas y universidades. Al fallar las comunicaciones, el gobierno nacional y las autoridades locales pierden capacidad para administrar la crisis. El orden público se debilita y ocurren saqueos y desmanes.
Según el gobierno, que afirma poseer pruebas que mostrará a Michel Bachelet, comisionada de Naciones Unidas cuando visite el país, los autores materiales, quizás por el éter, tal vez desde algún satélite o servidor remoto, han golpeado con rudeza inaudita el corazón de los controles automáticos que regulan el funcionamiento de las turbinas generadoras de hidroeléctrica Simón Bolívar.
Cuentan que, al referirse a los hechos, el secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, comentó que: “En Venezuela no hay comida. No hay medicinas. Ahora, no hay energía. A continuación, no habrá Maduro…”. Como si la frivolidad del comentario no fuera suficiente para repudiarlo, vincular la tragedia que vive el país con los esfuerzos para sacar al presidente Maduro del poder es profundamente cínico. Un comentario no alcanza. Luego les cuento.