Jorge Gómez Barata
El Tratado de París (1783) que selló la independencia de los Estados Unidos de América, firmado por David Hartley a nombre de Gran Bretaña, y John Adams, Benjamin Franklin y John Jay, por Estados Unidos, fijó límites y fronteras sumamente imprecisas.
Al nuevo Estado le fueron reconocidos todos los territorios al Norte de Florida, al Sur de Canadá, y al Este del río Mississippi. Fijando el paralelo 31 como frontera entre los ríos Mississippi y Apalachicola, en 1790, al adoptar su Constitución, Estados Unidos prescindió de todos los tecnicismos y no fijó límites fronterizos, tampoco moneda, ni idioma oficial, ni siquiera capital del país.
Pocos países tienen una historia territorial tan rica y diversa como la de los Estados Unidos. Las 13 Colonias Inglesas, a partir de las cuales se formó el nuevo Estado, fueron Massachusetts, Nueva Hampshire, Rhode Island, Connecticut, Nueva York, Maryland, Virginia, Carolina del Sur, Georgia, Carolina del Norte, Pensilvania, Delaware, y Nueva Jersey. Se estima que en 1775 la población de estas entidades era de unos 2’500,000 habitantes.
A estos fundadores, en un período de 168 años, se sumaron 37 nuevos estados, el primero fue Vermont en 1791, y el más reciente (nadie dice que sea el último), Hawai en 1959. Es preciso apuntar que la incorporación de nuevos estados no siempre trajo consigo la ampliación del territorio, pues se trataba de entidades que ya formaban parte del país, aunque con otras categorías.
Las incorporaciones territoriales fueron 2’100,000 km² por la compra de Luisiana, 1’117,845 km² por la compra de Alaska a Rusia, 2’378,539 km² de territorios mexicanos por el Tratado Guadalupe-Hidalgo, y 28,311 km² por la incorporación de Hawai. Así pasó de trece estados originales con poco más de dos millones de kilómetros cuadrados a 50 con una extensión de 9’826,630 kilómetros cuadrados.
Del país también forman parte otros espacios que cuentan con categorías territoriales específicas. Alaska y Hawai se denominan “territorios incorporados”, mientras que Puerto Rico, Guam, Islas Vírgenes, Samoa Americana, Islas Marianas, los atolones Johnston, Midway, y Palmyra, así como las islas Wake, Jarvis, Baker, Howland, Navaz, y el arrecife Kingman, todos en el Océano Pacífico, son territorios “no incorporados”.
En estos espacios, junto con legislaciones locales, rigen las leyes de los Estados Unidos, y aunque sus habitantes no puedan votar en las elecciones federales ni ser elegidos para cargos públicos en Norteamérica, disfrutan de la condición de ciudadanos estadounidenses por nacimiento, y portan pasaportes de Estados Unidos. Antes del Tratado Torrijos-Carter, el Canal de Panamá se asumía como un territorio no incorporado.
Incluso los Estados Unidos se consideran habilitados para ejercer soberanía, aplicar sus leyes, y conceder beneficios en territorios extranjeros que no figuran en ninguna de las categorías reconocidas por la ley, como es el caso de las bases militares. Ya sea que vengan al mundo en una base militar norteamericana en Alemania, Turquía, o Guantánamo, los niños nacen estadounidenses.
A principios del siglo XX, cuando ocupó la isla de Cuba, Estados Unidos ejercitó la imaginación y usó su fuerza para establecer un engendro que le permitió controlarla jurídica y constitucionalmente, y convertir en factoría a una república independiente. El instrumento fue la Enmienda Platt, de la cual les contaré luego.
Nadie sabe y pocos comprenden el repentino interés del presidente Donald Trump por adquirir mediante compra a Groenlandia, y en qué condición la absorbería. Tal vez la convierta en “provincia de ultramar” o en un “principado”. El sabrá.