Jorge Gómez Barata
En 1921, a los 39 años, cuando nadaba con sus hijos, Franklin D. Roosevelt, un acaudalado aristócrata neoyorquino, nominado como candidato a vicepresidente de los Estados Unidos, presentó dificultades para mover su pierna izquierda. Días después había perdido la sensibilidad de la cintura para abajo. El Dr. Robert Lovett, de la Universidad de Harvard, le diagnosticó poliomielitis.
Comenzó su larga batalla contra la adversidad que, de varias maneras, redundó en benéfico para la humanidad.
La infausta noticia conmovió a Nueva York, impactó a la opinión pública estadounidense y motivó a la comunidad científica que redobló los esfuerzos en la lucha contra una enfermedad, que entonces era un azote para la población infantil de todo el mundo y que en Estados Unidos provocaba frecuentes epidemias obligando al aislamiento de comunidades, incluyendo algunas ciudades.
En la lucha contra la enfermedad y negado a verse confinado a una silla de ruedas, Roosevelt se sometió a intensos tratamientos de fisioterapia para tratar de fortalecer sus piernas. Al convencerse de que tales esfuerzos eran infructuosos, convocó a ingenieros y mecánicos para fabricar un corsé que le permitiera estar de pie, incluso caminar, aunque fuera a cuenta de enormes dolores.
Convertido en presidente, en 1933, Franklin D. Roosevelt alentó los trabajos en la búsqueda de una vacuna, empeño que tardaría 30 años en concretarse, entre otras cosas, porque los esfuerzos se vieron interrumpidos por la Segunda Guerra Mundial.
En 1948 el Dr. Jonas Salk, hijo de emigrantes judíos nacido en Nueva York, con el apoyo de la Fundación Nacional para la Parálisis Infantil, creada por Roosevelt y de la comunidad médica, emprendió las investigaciones para crear una vacuna contra la polio en lo cual empleó siete años.
Como parte de los experimentos, la vacuna fue administrada a niños de un instituto psiquiátrico de Pensilvania. Afortunadamente, las pruebas fueron exitosas, pero se necesitaba un universo mayor, lo cual provocó un intenso debate porque se trataba de inocular el temible virus a niños sanos, lo cual adquirió perfiles dramáticos cuando en 1952, en el momento más intenso de los trabajos científicos, se desató la mayor epidemia de poliomielitis en la historia de los Estados Unidos con 58,000 casos reportados, de los cuales 3,145 fallecieron y 21,269 quedaron afectados para toda la vida.
En un ambiente de dolor y pánico, se tomaron decisiones trascendentales, desatándose el programa de salud más ambicioso, arriesgado y masivo hasta aquel momento. En la prueba de la vacuna participaron alrededor de veinte mil médicos y trabajadores de la salud que probaron el preparado en más de 1’800,000 niños en edad escolar, cuyos padres accedieron voluntariamente.
Cuando el 12 de abril de 1955 se hizo público que el medicamento constituía un éxito, Salk fue aclamado como un “trabajador milagroso”.
Cuando se le preguntó quién poseía la patente de la vacuna, Salk respondió: “No hay patente. ¿Acaso alguien puede patentar el Sol? La vacuna nunca fue patentada. En 1961 Albert Bruce Sabin desarrolló otra todavía más eficaz administrable por vía oral.
Conocí la historia que resumo aquí cuando en la universidad me involucré en un trabajo de clase sobre Roosevelt, que fue eje de otro debate: ¿Podía un inválido ser presidente de los Estados Unidos?
¿Podía ese país ser gobernado desde una silla de ruedas?
El Cirujano General de entonces, como ahora, máxima autoridad en materia de salud pública en los Estados Unidos y encargado de la salud del presidente, respondió afirmativamente. No se equivocó. El mandatario más frágil en la historia de los Estados Unidos, lidió exitosamente con la mayor crisis económica en la historia de la humanidad y condujo la más grande de las guerras.
Hace unos años, de visita en California el menor de mis hijos me invitó a visitar el acorazado Iowa, en el cual, durante la II Guerra Mundial, Roosevelt viajó a Teherán para encontrarse con Stalin y Churchill y que ahora, amarrado a un muelle en Los Angeles, es un museo. En el buque se exhibe la silla de ruedas que entonces utilizó el presidente. Conversando con el militar retirado que custodiaba la reliquia, le conté que el Iowa estuvo en La Habana. En aquel distendido ambiente el oficial me invitó a sentarme en el mueble, honor que obviamente decliné. Allá nos vemos.