Donald Trump volvió a hacerlo. Cuando los problemas internos se acumulan y la narrativa doméstica se le desmorona, el expresidente estadounidense recurre al viejo libreto de la amenaza externa. Esta vez, el objetivo vuelve a ser Venezuela. No con eufemismos diplomáticos ni sanciones encubiertas, sino con un lenguaje abiertamente belicista que habla de “bloqueo total”, “recuperar el petróleo robado” y una demostración de fuerza naval “como nunca antes vista en América del Sur”.
Las palabras importan. Y en política internacional, más aún.
El llamado público de Trump a imponer un bloqueo naval contra Venezuela no solo viola principios básicos del derecho internacional, sino que revive una doctrina que América Latina conoce demasiado bien: la de la fuerza como instrumento de apropiación de recursos estratégicos. No es casual que el país señalado sea el que posee las mayores reservas probadas de petróleo del mundo.
La amenaza como distractor
El contexto no es menor. En Estados Unidos, las cifras de empleo se deterioran. El promedio mensual de creación de empleo cayó de manera drástica tras la política arancelaria impulsada por Trump, y la tasa de desempleo acaba de alcanzar su nivel más alto en más de cuatro años. A ello se suma un flanco aún más incómodo: el caso Epstein, que vuelve a colocar a Trump bajo el reflector por sus vínculos pasados con redes de abuso que involucraron mujeres y niñas.
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En ese escenario, la amenaza externa funciona como cortina de humo. Nada cohesiona más a una base política fracturada que la construcción de un enemigo extranjero al que se le atribuyen todos los males internos. Venezuela aparece entonces como chivo expiatorio perfecto: petróleo, sanciones previas, aislamiento mediático y una narrativa ya instalada en buena parte del establishment estadounidense.
El lenguaje del despojo
El mensaje de Trump no deja lugar a dudas. Habla de “nuestro petróleo”, de “activos que deben ser devueltos a los Estados Unidos”, y califica al gobierno venezolano como “organización terrorista extranjera”. No es una declaración improvisada: es la explicitación de una visión colonial del siglo XXI, donde los recursos naturales dejan de pertenecer a los pueblos y pasan a ser botín geopolítico.
Incluso dentro de Estados Unidos, las alarmas se encendieron. Legisladores como Chris Van Hollen y Nydia Velázquez advirtieron que un bloqueo naval equivaldría a un acto de guerra, con consecuencias impredecibles para la región y para la propia economía estadounidense. No se trata solo de Venezuela: un bloqueo afectaría rutas comerciales, precios energéticos y la estabilidad del Caribe y América del Sur.
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México y la diplomacia frente a la fuerza
Frente a esta escalada verbal y política, México ha optado por una postura distinta y necesaria: la mediación. Fiel a su tradición diplomática de no intervención y solución pacífica de controversias, el gobierno mexicano ha reiterado que los conflictos en América Latina no se resuelven con amenazas ni bloqueos, sino con diálogo, negociación y respeto a la soberanía.
No es una postura ingenua. Es una postura responsable. México entiende que abrir la puerta a un bloqueo naval —más allá de su viabilidad real— sienta un precedente peligroso para toda la región. Hoy es Venezuela; mañana puede ser cualquier otro país con recursos estratégicos que incomoden a Washington.
Venezuela bajo asedio
Desde Caracas, la respuesta ha sido clara: rechazo absoluto a cualquier intento de intervención y denuncia de una estrategia de asfixia económica que lleva años afectando a la población civil. Las sanciones, lejos de “restaurar la democracia”, han profundizado las dificultades sociales y han sido utilizadas como herramienta de presión política externa.
Lo que Trump propone no es nuevo. Cambian las palabras, pero no la lógica: castigar a un país entero para forzar un cambio político alineado a intereses ajenos. El bloqueo naval, de concretarse, sería un salto cualitativo en esa política de asedio.
América Latina ante una encrucijada
La región enfrenta una disyuntiva histórica: normalizar el lenguaje de la amenaza o defender, con firmeza, el principio de soberanía. América Latina no puede permitirse regresar a los tiempos en los que las flotas decidían el destino de los pueblos.
Venezuela no es un tema electoral estadounidense ni un tablero donde se juegan distractores políticos. Es un país soberano, con un pueblo que debe resolver sus diferencias sin coerción externa.
México, al ofrecerse como mediador, no solo defiende a Venezuela: defiende una idea de región basada en el derecho, no en la fuerza. En tiempos de discursos incendiarios y tentaciones imperiales, esa postura no es tibieza. Es liderazgo.