Una de las principales preocupaciones de los mexicanos es la seguridad pública. Esto es así, según ratifican innumerables encuestas, tanto en los lugares donde el crimen organizado ha sentado sus reales y representa una urgencia inmediata para que las personas puedan vivir en paz, como en Yucatán, donde se trata sobre todo de un temor precautorio: No es que los problemas de seguridad sean críticos, sino que nos aterra la idea de que lleguen a serlo, independientemente de cuál sea la posibilidad real de que esto se materialice.
La preocupación no es exclusiva de México. En los Estados Unidos quedan sin resolver algo así como el 40% de los asesinatos que se cometen. Es decir, si una persona mata a otra en ese país, sus posibilidades de ir a la cárcel son ligeramente mayores a las de perder un volado. Estos miles de crímenes impunes generan una importante preocupación en las autoridades del vecino del Norte. Desde luego no tanta como para establecer medidas racionales para la venta y distribución de armas. (Al igual que acá, la política oficial es que al capital no se le toca ni con el pétalo de una rosa, y que el dinero está muy por encima del derecho a la vida). Sin embargo, dicha preocupación sí lleva a otras medidas. Una de las más notables es el uso propagandístico de la televisión, especialmente de sus series policiacas. Quien haya puesto atención a algunas de ellas habrá observado la persistencia del mensaje de que es prácticamente imposible eludir la acción policiaca cuando se mata a alguien. Los programas centrados en las actividades de las unidades criminalísticas son particularmente obvios en este aspecto, al difundir la noción de que cualquier acto delictivo deja huellas materiales que inevitablemente llevarán a la condena del culpable. Sin embargo, como esto es claramente falso, se publicita también otro tipo de acciones encaminadas al mismo fin. El uso de la tortura, por ejemplo, se presenta como un elemento legítimo y útil para proteger a los buenos ciudadanos de los delincuentes. Por el mismo camino, se ensalza la fabricación de evidencias para capturar a El Malo cuando El Bueno sabe que es culpable, pero no tiene pruebas judiciales de ello. Esta forma de ver las cosas ha permeado mucho más allá de las fronteras estadounidenses, dada la amplia circulación de estas series, entre otros factores. La idea general es que proteger a las buenas personas de los criminales no tiene porque reparar en los mandatos legales, y que es perfectamente legítimo, cuando no un deber, ignorarlos, especialmente si éstos pueden resultar en beneficio de los delincuentes.
En México, el éxito de esta visión de la relación del Estado con la sociedad se expresa de manera generalizada, y es especialmente notoria cuando se hacen públicos ciertos hechos. Así, cuando la secuestradora Florence Cassez fue liberada por la Corte, la apabullante mayoría de los comentarios reclamaban que, independientemente de que su captura y procesamiento habían sido grotescamente ilegales, debía ser mantenida en prisión. Este razonamiento se repite constantemente, y es especialmente sonoro en casos en que las víctimas fueron particularmente vulnerables o en aquellos en que los liberados son claramente culpables. La idea del guapo detective obligado a despellejar vivo al maldito criminal para que finalmente confiese dónde tiene secuestrada a la tierna güerita hija del honesto millonario, parece volverse un referente ético de la concepción mexicana sobre el delito y su castigo.
El problema es que, fuera de la pantalla, las cosas nunca son tan claras, por un lado, y que la ruptura de la legalidad, más allá de sus implicaciones generales, daña precisamente las posibilidades de la sociedad de vivir en paz de manera muy concreta, por el otro.
Las confesiones derivadas de la tortura -práctica sistemática de las policías mexicanas- más allá de las fantasías de las series, como regla general sirven para fabricar culpables, no para capturarlos. Independientemente de su bajeza moral, es irracional pretender los dichos de una persona para terminar con su tortura reflejan la realidad. Es aterrador saber la cantidad de condenas que descansan en exclusiva en estas confesiones, sin que exista ninguna evidencia material de la responsabilidad de los enjuiciados. Esto, adicionalmente, daña el derecho de la sociedad en su conjunto de que los delincuentes sean capturados. Para las increíblemente deficientes policías mexicanas, obtener un culpable por tortura es un mecanismo de evasión de la responsabilidad de investigar, de auténticamente saber qué fue lo que pasó y a partir de ello decidir quién hizo qué. En lugar de invertir cientos, quizá miles de horas en trabajo policiaco, 10 minutos de toques eléctricos producen un responsable que ofrecer a la masa iracunda, al tiempo que apuntan un éxito reportable en el siguiente informe. Y si el encarcelado no hizo nada y el culpable sigue libre, ni modo.
Ahora bien, las cosas no mejoran para la sociedad cuando los procedimientos ilícitos resultan en la captura de culpables reales. Dar legitimidad a la fabricación de pruebas, la extorsión y la tortura cuando producen estos resultados es, ante todo, una gran amenaza para quienes no delinquen. Aceptados estos métodos, el inculpado indebidamente puede, y de hecho es, sometido a ellos de forma que, por un lado, se generarán evidencias falsas de su responsabilidad y, por otro, en caso de que lo anterior no ocurriera, lo somete a la privación de derechos básicos, como la libertad y la integridad del cuerpo, que ya no pueden ser resarcidos.
El que aquellos criminales reales cuya culpabilidad se probó ilegalmente, o cuyos procesos se realizaron vulnerando sus derechos, sean invariablemente liberados por la autoridad judicial es una necesidad imperiosa de los ciudadanos que nunca cometerán un delito. Esto es así aun cuando ellos mismos se indignen y reclamen, bajo la brutal lógica estadounidense, que los culpables deben ser castigados sin importar lo que las leyes digan al respecto.
Los derechos de los malos, pues, están ahí para proteger a los buenos.