Iván de la Nuez
Que la unanimidad es un dispositivo falso es algo que saben hasta sus propios beneficiarios. Que es una mentira que ahoga la verdad entre aclamaciones es algo que nadie con sentido común sería capaz de negar. Que es la antítesis de la democracia y de la naturaleza humana (humanidad no es unanimidad) no creo que pueda discutirse. Y que es una estafa concertada ya son muy pocos los que lo ponen en duda.
Decir esto es repetir obviedades, insistir sobre lo que sabe cualquiera, ponerse el traje de ese Perogrullo que todos llevamos dentro.
Es aquí donde cabría añadir algo menos evidente: la unanimidad acaba convirtiéndose en el talón de Aquiles de sus usufructuarios, un caballo de Troya (sigamos homéricos) en el interior mismo de sus proyectos.
En el caso de la política, la unanimidad puede ser rentable a corto o incluso medio plazo, pero mortal en tiempos más largos. Es, como el viejo dicho, “pan para hoy y hambre para mañana”. Sólo que ese “mañana” puede ser sangriento.
La unanimidad es un “sálvese quien pueda” disfrazado de tranquilidad.
Pero, sobre todas las cosas, la unanimidad se comporta como una utopía para mundos sin conflictos. Esto es: para mundos que no están en éste.
El problema de los partidos unanimistas (que son casi todos en su funcionamiento interno) es que no ahorran capital político para tiempos peores. Cuando les va bien, despilfarran sus caudales en ese aplauso narcisista que le tapa las ventanas de diálogo con posibles aliados. Con aquellos que estarían dispuestos a separar sus diferencias en aras de un bien común, de una defensa común, de una sociedad cuyo tesoro común es, precisamente, su diferencia.
Llegado ese momento crítico, los unanimistas pierden sus apoyos posibles y, al mismo tiempo, no tienen suficiente con los apoyos de siempre. Es entonces (en la paz y en la guerra, en Cuba y el Congo, en Venezuela y España, en México y Albania) cuando se desploma su proyecto.