Uuc-kib Espadas Ancona
La política es un lugar de egos desbordados (y lastimados: nadie que esté del todo bien necesita una multitud que se lo diga a gritos). Esto, como todo, tiene sus matices, pero me parece una necesidad metodológica tenerlo en cuenta al analizar el comportamiento de los políticos. Cuando un político gana una elección, esto es para él la innegable confirmación de su grandeza, que, dependiendo del personaje, puede ubicarse en los más diversos terrenos. En todo caso, la lógica pugilística del sistema electoral mexicano estimula las convicciones autoelogiosas. “Los derroté”, “gané”, “volví a ganar”, “soy un triunfador”, etc.
La realidad es, sin embargo, mucho menos televisiva que eso. Las elecciones se ganan por muchísimos factores, el último de los cuales son las virtudes -o defectos- del candidato. El sentido del voto del elector refleja estados de ánimo, vagas convicciones, nivel de satisfacción con lo que sea que entienda como el gobierno, y creencias de todo tipo, en cocteles de cambiante combinación. Un político puede, sí, ser más o menos hábil para lograr la candidatura precisa, ponerse al frente de una corriente de opinión, pero sus características propias poco tienen que ver con sus triunfos o derrotas en las urnas.
En Yucatán podemos observar en condiciones casi de laboratorio estos procesos. Entre 1990 y 2018, con una sola excepción, todos los postulados por el PAN a la alcaldía de Mérida ganaron la elección; algo semejante ocurrió con las diputaciones federales entre 1988 y 2006. Los candidatos panistas triunfadores, con regularidad, saltaban a la popularidad después de haber ganado la elección. O nunca lo hacían. La disputa por esos espacios públicos era la partidista, pues quien obtenía la postulación podía tener la certeza de ganar la elección.
En otros lugares y momentos las cosas no son tan claras, pero un análisis detenido permite observar que la dinámica es la misma. Diversas condiciones sociales generan corrientes electorales sobre las cuales los triunfadores se montan. Sea Trump en EEUU, Bolsonaro en Brasil o Berlusconi en Italia.
Dicho sea de paso, esta realidad es muy poco mercable en la era de los cuartos de guerra. Gustosos de la fantasía de que las elecciones son batallas individuales de gladiadores, los distintos candidatos contratan servicios de consultores que, a cambio del pago del caso, revelan los secretos necesarios para hacer suya la victoria en la próxima elección. Los más exitosos de estos consultores, por cierto, evitan rigurosamente trabajar en campañas que no punteen las encuestas desde el principio, y así construyen sus rosarios de triunfos.
La fantasía general sobre estos procesos se asientan en la creencia de que las elecciones son páginas en blanco en las que las habilidades de cada contendiente escribirán el glorioso éxito (y de paso el aplastamiento del contrincante, de ser posible). Esto resulta muy satisfactorio para los candidatos, pues sienten que serlo los pone a un paso del cargo, cualquiera que sea el contexto de la competencia. La campaña será el espacio para desplegar habilidades y virtudes y ahí se construirá el triunfo. Estos candidatos, desde luego, no están dispuestos a entender cuando, por ejemplo, su campaña no tiene ni la más remota posibilidad de triunfo y la competencia tiene otro sentido, como construir un partido nuevo, contener una derrota aplastante o simplemente marcar una posición política. Raro es el candidato que prefiere oír la verdad sobre la derrota inevitable que viene, y no la bonita mentira del triunfo inminente (que cuando se ve frustrado siempre es por actos ilegítimos de alguien).
Pero también están los que van elección tras elección convencidos de que sus virtudes producirán una inevitable victoria, y la realidad se los confirma éxito tras éxito. Estamos ante el espejismo del triunfador.
Sean los panistas de Mérida, sean los priístas del resto del estado, por poner un ejemplo, siguieron esa ruta por décadas. Cada victoria se hilvanaba con la siguiente, demostrando las enormes dotes del triunfador. Pero éstas eran irrelevantes. Las elecciones las ganaban por factores sociales de mucho mayor alcance que sus individualidades y que, en el caso de Yucatán, cristalizaron en un modelo electoral bipartidista regionalmente dividido. Cada candidato ganaba o perdía su elección dependiendo fundamentalmente de quién lo postulaba. Nada más.
Creo que en estos momentos Ivonne Ortega está frente al espejismo del triunfador. Habiendo logrado, con innegable habilidad, encabezar una larga serie de éxitos electorales, que la llevaron escalón tras escalón de la alcaldía de Dzemul a la gubernatura del estado, la ahora ex priísta creyó que era posible ganar la presidencia de su partido, al igual que antes estuvo convencida de que podía lograr la de la República. Sin embargo, eran triunfos imposibles. En ambos casos, los factores de decisión, las mujeres y hombres que en una medida u otra pueden dirigir las decisiones colectivas, se inclinaron por otras figuras. Más allá de que en la elección del PRI la competencia haya sido inequitativa y hasta fraudulenta, lo cierto es que en el cuerpo priísta se gestó un consenso favorable a Alejandro Moreno. Detrás de los reclamos de irregularidades, muy creíbles, hechos por la ex-gobernadora no hay una militancia priísta numerosa, no digamos dispuesta a abandonar su partido siguiéndola, sino siquiera reacia a aceptar el mando del campechano.
Ivonne ha anunciado ya que dará inicio a una nueva etapa de su vida política. Me parece que en ella deberá desaprender casi todo lo que aprendió de sus triunfos en el PRI, y probablemente enfrentar la enorme aridez de la política lejos de los cargos públicos. Mientras tanto, muchos otros seguirán confiando en sus placenteros espejismos.