En el año 1776, Estados Unidos debutó como un país revolucionario que inmediatamente evolucionó hacia la democracia y luego al imperialismo. En tiempos fundacionales, en la búsqueda de estabilidad, la seguridad y la paz, aconsejados por George Washington, su primer presidente, aplicaron una política aislacionista que los alejó de Europa y de sus vecinos, que entonces eran colonias de España, Portugal, Francia e Inglaterra.
Según Washington, en Europa menudeaban los conflictos que involucraban a muchos países y nada tenían que ver con los Estados Unidos. Obviamente, tomar partido y mezclarse en litigios lejanos y aje nos era una mala idea.
Entonces, en materia económica, financiera y militar, los Estados Unidos eran pobres, débiles y realistas. Como muestra de ello, debido a diferencias territoriales y comerciales, las tensiones escala ron hasta que, en el 1812, Inglaterra procedió al bloqueo naval y a la invasión a los Estados Unidos desde Canadá.
En el 1814, Washington, la capital, fue toma da y ocupada, la Casa Blanca y el Capitolio incendiados y el presi dente obligado a huir. Aquellas circunstancias y peligros, reiteraron lo pertinente de evitar choques con Europa, lo cual explica las precauciones del presidente James Monroe que, en su Mensaje sobre el Estado de la Unión, en el 1823, en tono moderado, más bien exquisitamente diplomático, advirtió: “Siempre hemos sido especta dores… de los acontecimientos en esa parte del mundo… Nunca hemos participado en las guerras de las potencias europeas en asuntos que les conciernen…
Sólo cuando nuestros derechos se ven vulnera dos o seriamente amenazados nos lamentamos por las ofensas o nos preparamos para nuestra defensa”. No obstante (digo yo) “con los acontecimientos en este hemisferio estamos necesariamente más di rectamente conectados por causas que deben ser obvias…
Por lo tanto, a la franqueza y a las amistosas relaciones existentes entre Estados Unidos y dichas potencias, les debemos declarar que consideraremos cualquier intento de ex tender su sistema a cualquier parte de este hemisferio como peligro so para nuestra paz y seguridad. “…
No hemos interferido ni interferiremos con las colonias o dependencias existentes de ninguna potencia europea. Pero con los gobiernos que han declarado su independencia y la mantienen, y cuya independencia hemos reconocido…, no podríamos considerar ninguna intervención con el propósito de oprimirlos o controlar de cualquier otra manera su destino, por parte de ninguna potencia europea, sino como una manifestación de una disposición hostil hacia Estados Unidos…”
Los párrafos subrayados, toma dos del mensaje original sobre el Estado de la Unión en el 1823, guardados en el Archivo Nacional, son la esencia de lo que luego se conocería como la Doctrina Monroe. No hay otra. Según mis averiguaciones, asistido por la competente colaboración de Lorenzo Gonzalo, cuya amistad me honra, la expresión: América para los americanos es una deducción obvia, pero no una expresión literal, al menos no en ese mensaje.
En consonancia con intereses polí ticos del momento y la proyección de la política exterior, conozco al menos 10 alusiones o interpretaciones de varios presidentes estadounidenses y altos funcionarios sobre la Doctrina Monroe. En el 1845, el presidente James Polk, en un mensaje al Congreso, consideró que, al amparo de la Doctrina Monroe, por ley del Congre so de los Estados Unidos, se debía prohibir a los estados europeos toda adquisición de territorios en Amé rica, aún por “sesión amigable”.
El problema se planteó porque varios países europeos reconocieron a la República de Texas cuando se separó de México y luego proclamó la independencia. En el 1848, con motivo de la solicitud de protección presenta da por la entonces provincia de Yucatán, sublevada contra el estado mexicano, el presidente Polk previno al Congreso: “Aunque no me propongo recomendar la adopción de ninguna medida tendiente a adquirir el dominio y la soberanía de Yucatán, sin embargo, de conformidad con la política que hemos establecido, no podremos consentir una transferencia de do minio y soberanía a España o a cualquier otra potencia europea”.
Según el corolario Polk: si un territorio americano era incorpora do a los Estados Unidos (como ocurrió con Texas), Europa debía mantenerse al margen (como sucedió en el 1898, cuando los Estados Unidos ocuparon a Cuba y a Puerto Rico); no obstante, si la petición se hacía a una potencia europea, Estados Unidos debía vetar la operación.
Por su parte, el presidente Ulises Grant, en el 1871, ante una presunta solicitud de anexión del presidente dominicano Buenaventura Báez, estimó que: “Nuestras instituciones son suficientemente amplias para ser extendidas a todo el continente, tan pronto como sus pueblos deseen colocarse bajo nuestra protección”.
El Congreso de los Estados Unidos rechazó la propuesta. En su momento, ante un conflicto fronterizo entre Gran Bretaña y Venezuela, sobre Guayana Británica, en el 1895, el presi dente Grover Cleveland aludió a la regla inscrita por el presi dente Polk respecto a la prohibición a Europa de adquirir tierras en América o la extensión de las fronteras de una colonia ya establecida.
En situaciones análogas, en términos semejantes, se pronunciaron los secretarios y subsecretarios de estado Hayes, Olney, Clark, Vanderbert, Lodge, Keenan, Kerry, Tillerson, Bolton y el presidente Donald Trump. Según asumo, lo que definió el carácter abiertamente imperialista de los Estados Unidos fue la apropiación de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y otras posesiones (1898), el proceso de segregación de Panamá (1903) y la construcción del Canal de Panamá.
La transición de los Estados Unidos a ente imperial de nuevo tipo se profundizó cuando la práctica de utilizar los instrumentos del Estado, las leyes y las Fuerzas Armadas norteamericanas para apoyar a las empresas estadounidenses en el extranjero se convirtió en rutinaria, en lo cual son antológicas las experiencias relacionadas con la United Fruit y la Stándar Oil. Desde hace más de medio milenio, cuando Cristóbal Colón tomó posesión del llamado Nuevo Mundo, con todos sus habitantes y, en magnífica ofrenda los puso a los pies de los monarcas españoles, no ocurría un exabrupto tan brutal, peregrino y ridículo como adjudicar a Estados Unidos el petróleo que yace en las entrañas de la tie rra venezolana.
De no ser por las abominables consecuencias prácticas y la tragedia humana que ello pudiera conllevar, lo pertinente se ría acudir a la socorrida fórmula de: Sin comentarios. No obstante, lo haré. El deber manda.