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Yucatán

Caminando por mi ciudad, me acordé

Roger Aguilar Cachón

De vez en cuando, el de la letra sale de su comodidad, la de ir a todos lados en coche y sale en pos de encontrar recuerdos por las calles que lo vieron crecer, y andando se va conociendo y recordando, tomamos punto de partida y con el pretexto de ir a visitar a mi amigo, el galeno Wilberth Herrera Celis, allá por el rumbo de El Cocoyol y El Río Hondo, (calle 69 x 36 y 38) donde pasaron los años de niñez hasta el momento que el de la tinta sale para contraer matrimonio ya hace 37 años.

Una vez realizada la visita al médico, y aprovechando la amistad para una consulta rápida y agenciado algunos medicamentos, comienza mi travesía, a pincel (a pie) y comenzando desde la esquina El Cocoyol, van llegando los recuerdos a mi mente que se plasman en la presente nota.

Es difícil pasar por aquellas tiendas de antaño y no recordar lo que se podía encontrar en ellas, hay que mencionar que hace algún tiempo, en años mozos del de la letra, no había tantos supermercados como hoy, si acaso uno o tres, pero más allá de nuestras posibilidades de ir a comprar a cada rato. Había en las tiendas un juego como de lotería, donde estaban pegados pequeños chicles Canels o Yucatán, y debajo de alguno de ellos había un número con el que se hacía uno acreedor de algún regalo o juguete. Cabe mencionar, que si en el cartón de los chicles había 100 de ellos, lo más seguro es que los premios eran menos de la mitad es decir, que muchos compraban y solamente se quedaban con su chiclito.

En algunas tienditas se podía encontrar muchas cosas, recuerdo que para lavarnos el cabello, la mamá del de la tinta lo mandaba a comprar unos sobrecitos, bien llenitos de shampoo Vanart, estaban tan llenos que cuando se mascaba por un extremo para que pudiera salir el producto, buena parte se quedaba en la boca o cara del que lo usaba y lo demás, para el cabello. Había de yema de huevo, uno de color azul y otro de aceite. Son difíciles de encontrar hoy día. También era común comprar filos para la afeitadora de papá, los famosos Gillette se vendían en sobres de uno. Algunas tiendas tenían teléfono que se alquilaba para cualquier emergencia o para pedir gas.

Con destino a la Plaza Grande, saludamos a don Severo, el encargado de poner las tapitas y las medias suelas a los zapatos; la encargada de la venta de cervezas, en ocasiones la veía en la puerta, pero la que siempre estaba cerca de su mesa de venta de verduras era doña América, poseedora de un hermoso pájaro azulejo. En la esquina del Río Hondo, no podía faltar nuestro peluquero de cabecera, quien nos cortaba el cabello crosh o estilo pelada alta, don Mochís (Saturnino Echeverría), que vivía frente a la tortillería de Rosita Viana y a un lado otro facultativo de nombre Raúl, hermano de la anterior.

En el cruzamiento con la 40, de la calle 69 se encontraba el sastre de la familia, don Tomás Buenfil, quien nos confeccionaba los pantalones acampanados o estilo cachacuás y algunas camisas. Más adelante, en la esquina de El Sufragio, estaban dos facultativos, uno conocido como Dencho (luego su hijo se hizo cargo del consultorio, Denchito), de nombre Prudencio Ruiz Salazar y a un lado del mismo estaba la dentista Kitty Velásquez que, dicho sea de paso, era muy guapa.

Cerca del cruzamiento con la calle 50, o sea San Cristóbal (Parque Allende), estaba la casa de las viejitas, a quienes les comprábamos dulces como merengues y otras delicias y, más adelante, la tortillería de los Esquivel. Ya en el parque de San Cristóbal, era común entrar a la iglesia para ver los grandes medallones pintados, donde se escenifican las apariciones de la Virgen de Guadalupe. Este parque lleno de recuerdos, ya que en cada temporada dedicada a la Virgen, desde inicios del mes de diciembre, era el espacio para que se establecieran los juegos mecánicos, el pulpo, el carrousell, las tacitas, la rueda de la fortuna y otros juegos como el tiro al blanco y demás atracciones.

Era un momento esperado, ahora ya sólo queda en el recuerdo, como el famoso cine de barrio, Esmeralda, donde los domingos había una matinée de tres películas, ya sea de Tarzán o del Santo. Asientos de madera y los vendedores de refrescos pasaban con sus cubos llenos de pepsis para la venta. También se vendía chicles, chocolates y larines, seguramente que hasta palomitas y papas fritas elaboradas por los dueños del cine.

La esquina de la Panadería La Reina, en la mera 69 con 52, brindaba a los estudiantes de la primaria y secundaria del centro escolar, panes diferentes, sobre todo vendían los retazos, las partes que se cortaban para elaborar las barras de pan de molde. Más adelante se levantaba el orgullo del rumbo, el Centro Escolar “Felipe Carrillo Puerto”, que albergaba el kínder, la primaria, la secundaria y la Normal Urbana. Lo interesante de este lugar es que enfrente de su fachada principal que daba en la calle 54 estaba un almacén de ropa fina “Cónsoli”, donde la mamá del de la letra y otras maestras que trabajaban en la primaria tenían crédito para comprar zapatos y ropa. Una refresquería y nevería El Cu Cú, donde había una rockola y también helados. Un lugar donde pintaban y reparaban zapatos, “El Pavo”, y un molino adonde muchas personas acudían no solo a comprar tortillas, sino a moler cacao para hacer las famosas tablillas de chocolate. Los estudiantes grandes acudían a un bar o cantina situada más allá, por el cruce de la 65 x 54, el Sans Souci, donde las malas lenguas dicen que se vendía carne de caballo. ¡Cosas de aquellos tiempos!

Nuestro recorrido casi llega al fin, en la calle 60 con 69 y 67 estaba una famosa panadería en donde se veía en ocasiones pasear a los familiares de Mickey Mouse, bajando por las escaleras, el de la letra no es testigo de eso, pero se sabía de oídas. Y casi en la esquina de la 65 estaba una panadería La Principal, creo que ese era su nombre, donde mi tía Tere, después de su trabajo en la Academia Pittman, pasaba a comprar los sabrosos swines. Ahhh, se me olvidaba que dentro del mercado García Rejón estaba el señor Pacheco, quien en esos años vendía unas tortas muy buenas de ensalada, hoy día se siguen vendiendo pero ya con otro sabor.

Pasamos por el gran cine Aladino con fama muy dudosa y en la esquina del mismo estaba el estanquillo El Candado. Y llegamos a la Plaza Principal, si había dinero comprábamos algún dulce del Colón o alguna revista en “La Espiga de Oro” de don Cuco (q.e.p.d.). Los estanquillos daban paso al cine Novedades, de gratos recuerdos. En la 61 con 62 y 64 estaba la famosa Casa del Lagarto, del inolvidable Milo Lamk, y en el cruce de la calle 63 con 60 y 58 la Librería y Papelería La Literaria.

Hasta aquí llegan los recuerdos, mis caros y caras lectoras, adentrarse más allá, ya era una aventura, pero seguro en alguna próxima entrega haremos referencias a otros recuerdos de aquellos años.

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