José Díaz Cervera
I
Entre la historia y el mito, Emiliano Zapata es uno de los personajes más representativos del México moderno. Su figura ha alimentado lo mismo la investigación seria que la pincelada anecdótica derivada de la vocación nacional por el culto al héroe derrotado.
Muerto en 1919 y entronizado por los gobiernos revolucionarios a partir de 1922, el llamado “Caudillo del Sur” ha pasado a la historia como el único rebelde de raíz en ese mosaico extraño que fue la Revolución Mexicana. Su lucha era, probablemente, la única que anclaba en una muy amplia y sólida base popular derivada del apego a la tierra que, al haber sido enajenada a sus dueños originales, terminó edificando la demanda legítima de su devolución. Cíclicamente, Zapata reaparece y toma las más diversas formas de la reivindicación, en un país donde las demandas sociales siempre se quedan a medias y en el que, ideológicamente hablando, no parece haber mucha tela de donde cortar.
Iconográficamente, Zapata es una imagen relevante del México moderno. Aunque no conocemos con precisión su espectro ideológico, su figura está flotando en un imaginario construido por los libros de texto, el muralismo, la televisión, el cine nacional y el norteamericano, la literatura, los diversos movimientos sociales, etc.
Ahora Zapata reaparece en una expresión estética controversial, con cuerpo de mujer y sombrero rosado, montando un potro con el falo erecto, imagen que ha generado la indignación de muchos, aunque quizá no por las razones correctas. La alternativa, entonces, es que el asunto se analice en tres direcciones distintas (la estética, la ética y la ideológica) para juzgarlo de mejor manera.
Antes que nada, no debemos perder la perspectiva de que el trabajo de marras es una obra de arte (sea lo que esto signifique en un terreno en el que la pluralidad es norma) y, por tanto, se configura como un objeto cuyo destino es impactar la sensibilidad del receptor (concretamente su universo emocional). Un objeto estético debe producir emociones agradables o desagradables mediante un conjunto de procedimientos y técnicas con las que se reconstruye —por decirlo de alguna manera— una realidad procesada subjetivamente.
El dominio de las técnicas y los procedimientos es, probablemente, el único recurso del que dispone el artista para reducir la brecha entre su propia subjetividad y la del receptor, de tal manera que el asunto no termine fatalmente en algo tan deleznable, como podría ser el humor involuntario o el ridículo.
La clave del asunto está en la manera como determinamos el vínculo del arte con nuestras vidas, y ello ha tomado diferentes formas a partir del último tercio del siglo XVIII, cuando el arte se vinculó a la expresión de los sentimientos del artista como una alternativa al racionalismo dogmático. El arte rompió así, su compromiso con lo bello y buscó, por lo menos hasta 1835, ser interesante.
En la era de la semiósfera, el arte se ha impuesto a la misión de resignificar muchos de nuestros símbolos culturales y, en ese contexto, vemos aparecer un trabajo como el descrito líneas arriba, donde Zapata, imagen del macho mexicano, aparece homosexualizado y transexualizado para reivindicar la diversidad sexual y develar la homosexualidad oculta en el machismo. Hasta allí el asunto es válido, a partir de un valor ajeno a lo estético: la libertad de expresión.
Mas por ahora, el asunto no se dirime en el terreno ético del ejercicio de la libertad, sino en el estético. Para empezar, no debemos perder de vista que la obra referida es parte de una exposición más amplia y que se exhibe en un recinto de gran importancia para nuestro país (esto está más allá de toda sacralización de los espacios artísticos). A ese nivel me parece que se debió haber tenido mayor cuidado en la curaduría, pues el trabajo en liza es, técnicamente hablando, de una calidad al menos discutible (aunque ciertamente tratase el tema en cuestión).
La obra, de pequeño formato, acusa debilidades tanto en la composición como en la ejecución técnica y, en ese sentido, su valor estético es cuestionable aunque no deleznable, pues permite reconocer que el autor (Fabián Cháirez, nacido en Chiapas, en 1987) está en un proceso que apunta a la maduración de sus habilidades.
Punto y aparte, sin embargo, está la perspectiva desde la que el autor juzga su entorno y su universo cultural, pues en el contexto de su obra podemos observar un cuestionamiento constante de las masculinidades que están a su derredor y que constituyen parte de un imaginario que debiera ser reconstruido. Allí el asunto comienza a pisar los territorios de la ética y entonces el análisis debe cambiar de carril.
Continuará