Por Jorge Cortés Ancona
En las décadas que van de mediados de 1960 a fines de 1980, abundó la narrativa experimental en Hispanoamérica y España. Novelas que se basaban en deformaciones de lenguaje, juegos de palabras, combinaciones de vocablos poco usuales con otros empleados coloquialmente por las clases bajas.
O bien, remedos del “Ulises”, de Joyce, imitaciones desaseadas de Faulkner y burdas aclimataciones del Nouveau Roman, con su anti-narrativa sustentada en la aniquilación del tiempo y sus exageradamente minuciosas descripciones. Por lo general, esos novelistas de lengua española trataban temas relacionados con las injusticias sociales y la represión política, pero a causa del rebuscamiento estilístico se creaba una capa semánticamente impenetrable, y con ello alejaban a los lectores. El efecto buscado se perdía en el vacío.
Habrá que plantearse hasta qué punto la irrupción de la novela de esas décadas, con sus influencias europeas, no fue sino un intento deliberado de alejar a los escritores y lectores de los temas incisivos que aparecían –por mencionar el caso mexicano– en la obra de Rulfo y Revueltas, para quienes la herencia política y social de la Revolución estaba llena de falsedades.
¿En qué medida esa tendencia fue provocada mañosamente para desviar la atención y nulificar los efectos persuasivos de la narrativa de los autores realistas? ¿Fue una trampa en la que cayeron los escritores jóvenes y maduros de la época al creer que estaban revolucionando la literatura en nuestro idioma?
Es triste ver esos centenares de novelas que aparecen en los listados de Seix-Barral, Joaquín Mortiz y otras editoriales de la época, ahora sepultados en las librerías de viejo, en remates a veces hasta de cinco pesos por ejemplar. Y nadie los compra ni los lee. Sin embargo, no dudo que hayan sido objeto de estudio en universidades norteamericanas.
A cierto autor, una famosa editorial mexicana le había publicado una novela abstrusa sin mayor profundidad, que por razones diversas circuló bastante en Yucatán, aunque la mayoría de los lectores la abandonaban a la tercera página y algunos a la primera. Un académico aficionado a la literatura presumía de ser el que había leído más páginas de la novela: cinco. Cuando le dije que yo había llegado, aunque con mucha dificultad, a la página diez, me declaró, admirado, “el nuevo campeón”.
Acuciado por esa circunstancia decidí leer la novela completa. Todas las noches, antes de dormir, leía algunas páginas. La novela era casi ininteligible y soporífera, pero en esas fechas pude tratar al autor y pedirle que me explicara algunos capítulos, frases y personajes. Me hizo algunas aclaraciones hasta que por la cantidad de las preguntas se molestó: “Ya no me acuerdo de esa novela. Ahora estoy escribiendo otras cosas”.
Luego de esa novela, el editor había mostrado resistencia a publicarle otra y había condicionado una nueva publicación a que el escritor ganara algún premio importante. Y ocurrió. La realidad es que esa nueva obra era también ilegible. Un experimento trasnochado que se elogiaba porque “renovaba la novela en México” y sólo uno que otro poeta hablaba bien, aunque a medias, de ella, considerando sus juegos y deformaciones de lenguaje (lo cual no era nada nuevo).
En contraparte, en la narrativa hispanoamericana reciente, muchos autores menores de 45 años de edad se mueven al borde de un precipicio en su intención de sustentar la narración en hechos demasiado triviales, en la mención de hechos intrascendentes, aunque propios de las relaciones humanas de todos los días, y relatados con sencillez estilística. Varios de esos autores logran salir adelante, pero muchas veces casi nos hacen abandonar el libro a las pocas páginas, al provocarnos la duda de si como lectores estamos perdiendo el tiempo.
Es un giro radical el que ha dado la literatura hispanoamericana. ¿O será que sigue en lo mismo, con la diferencia de que estos hechos nos parecen demasiado inmediatos, a diferencia de los otros que correspondían a otros tiempos o a otros contextos, sobre todo rurales?