Cultura

Arde Oliva

Desde la música del fuego, desde la soledad del puño, desde el ademán de la cólera, la poesía de Óscar Oliva se ha sostenido en floración constante. A sus 81 años no le ha dado tregua al conjuro de su palabra. No ha habido pausa para la exhalación de sus imágenes: arrebatadas, trepidantes, bellas por dolorosas, premonitorias señales del abismo sobre el cual nos precipitamos pese a que una y otra vez nos lo ha advertido.

Oliva es uno de esos autores que no tiene público; tiene lectores. Verdaderos lectores. La frase, por supuesto, no es mía. Alguien la dijo en favor de otro escritor. No lo recuerdo ahora, pero resulta idónea para explicarnos su efecto en la vida de quienes, poemario a poemario, lo hemos estado siguiendo. Yo lo había leído con el afán de conocer, primero, la mítica formación del grupo llamado La espiga amotinada (integrado también por Juan Bañuelos, Jaime Augusto Shelley, Jaime Labastida, Eraclio Zepeda).

Una lectura superficial no me permitió apreciar la potencia de su valor y su penetración en los poemas en prosa y verso libre que componen Estado de sitio, obra por la que obtuvo el Premio de Poesía Aguascalientes en 1971. En esos tiempos estábamos más fascinados por la trágica leyenda del tabasqueño José Carlos Becerra y su temprana muerte en Italia. Conmovidos memorizábamos Oscura Palabra, Blues y Batman, que hasta hoy suelen emocionarnos. No habíamos reparado en la erosión dramática de Materia nombrada, Demoliciones, Plaza Mayor y Áspera cicatriz, entre algunas de las piezas irrepetibles de la lírica de Iberoamérica.

Oriundo de Chiapas, tierra pródiga en poetas y donde el árbol mayor, Jaime Sabines, impulsó a las generaciones posteriores, el maestro Oliva se abrió paso, verbo a verbo, con un código personalísimo: una constelación de obsesiones en las que los movimientos sociales, las revueltas obreras, campesinas y estudiantiles, junto con las revoluciones de la pasión, pedían justicia natural ante sus graves carencias. Tan es así que parecía cargar con la sentencia latina, que indica: “si quieres paz, prepárate para la guerra”. He aquí un fragmento de uno de sus poemas más combativos:

Doblo una calle, un codo. Es un ejército extraño (…) todo puede suceder, hasta la certidumbre de la piel que me puedo quitar, para quedar en traje de cárcel.

Pero no nos equivoquemos. No hay en su acervo un tono panfletario. En contraste, persiste el diálogo con una época que es, finalmente, todas las épocas. No hay en Óscar Oliva la actitud de la contemplación; se vislumbra como un cronista de los hechos, de las víctimas y del desamparo. En él, la poesía no trata solamente de la alineación de estrofas reflexivas o artilugios de lenguaje, sino de acciones concretas. El paisaje es un protagonista vital que sospecha la sombra del caos en la historia. Como los clásicos, el maestro se busca a través de los otros, del otro. Escribe para regresar al silencio. Recrea las ausencias para convertirlas en presencias. Habla del mañana porque añora el ayer. En la melancolía encuentra su estado de gracia.

Estoy a punto de vivir. Vivo por la pura emoción de intuir el reino de la libertad (…) Si he perdido tal cosa, me queda un mundo entero por ganar.

Mi interés más profundo en su bibliografía se lo debo al poeta José Díaz Cervera, amigo cercano de Óscar Oliva. Con Díaz Cervera entendí esa voluntad de ventana, de testimoniar, que perdura en la obra de este poeta: ver el mundo a través de su palabra.

“(…) me enseñó que el poeta no vale nada si no se pone al servicio de la poesía y que la poesía es tan grande como su capacidad de ponerse al servicio del hombre. Por esa razón, presto mis palabras a los pájaros y me pongo los ojos de lince para homenajear a la poesía con el aliento de mi hermano”, escribió José Díaz Cervera (ganador del Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta, en 2008) en el prólogo de la antología Sin lugar para la ternura, que coordinó junto con los escritores Karla Marrufo y Agustín Abreu Cornelio. (Quizá sea este esfuerzo el único tributo que editorialmente le ha rendido Yucatán al maestro Óscar Oliva.)

De cualquier manera su poesía apunta siempre al corazón, porque está hecha con el despojo del desengaño, de la desesperanza, de la pérdida, pero también de la euforia, de la vehemencia por el día, del fervor por la lluvia, de la caricia y el beso.

La honesta obra de Oliva continuará vigente más allá de los blasones y premios, de las compilaciones sucesivas. Sus descripciones desesperantes, sus metáforas perturbadoras y sus analogías descarnadas han sido posibles gracias a la realidad que ha vivido y a la cual siempre le ha dado crédito. Pues su tarea ha sido extraída de las cosas que lo rodean, de los amigos en quienes se mira, de las noticias en las que se refleja hasta indignarse. Poesía y periodismo. No en vano, expone en su libro Trabajo ilegal que el poema Capitán Santiago está inspirado en un reportaje del periodista Mario Menéndez Rodríguez. Está claro: como toda buena poesía la suya arde. El verso de Óscar Oliva canta las cenizas.