Joaquín Tamayo
Robert Hilburn escribió que el rock es la promesa de un tiempo mejor. Desayuno con John Lennon y otras crónicas para la historia del rock respalda con creces esa idea, pero también deja entrever que en el rock quizá lo mejor ya haya pasado. La promesa se volvió juramento.
Autobiografía, memorias, ensayo de perfiles, o como quiera uno clasificar este libro, su eficacia no está a discusión. Sea con la mirada hacia adelante o con los ojos cerrados para recordar, Hilburn consigue una de las más poderosas obras de no ficción con respecto al mayor fenómeno de la música popular.
No es un análisis. Se trata de revivir una aventura, una explosiva experiencia muy cerca de artistas, compositores, grupos, discos y canciones a los cuales tuvo acceso directo durante sus años de reportero de Los Angeles Times. Es, además, un ejemplo de que la amistad y el sentido de la crítica pueden coexistir en un individuo siempre y cuando la honestidad se cumpla en la ética de su trabajo y en sus valores personales.
Hilburn redactó esta amenísima crónica a partir de que logró ganarse la confianza de aquellas figuras a las que entrevistó y con quienes compartió distintas etapas de sus trayectorias. Esa convivencia no implicó que fuese complaciente ni cómplice de ellos. Simplemente se comportó como un amigo, y los verdaderos amigos, perdonen el lugar común, se hablan sin contemplaciones.
Esta historia inicia con un reencuentro, con la visita precisamente a un viejo camarada, el John Lennon de 1980, quien había abandonado su reclusión luego de cinco años de silencio. Estaba listo para volver a las tarimas del espectáculo con el que sería su último disco: Doble Fantasía.
De pronto, Lennon apareció en el estudio y le puso un sencillo de Donna Summer. Ese fue su saludo, confiesa Hilburn. El exbeatle quería que escuchara ese quiebre en la voz, casi un “hipo”, con el que la cantante le rendía, de alguna manera, un homenaje a Elvis Presley. “Lo ves, lo ves”, dijo Lennon apuntando las bocinas.
Esa anécdota le sirve al periodista para armar un fresco, una suerte de concierto narrativo, donde poco a poco se van revelando las debilidades y las virtudes, los miedos y las obsesiones, la fragilidad y las certezas de los hombres y mujeres que habitan detrás de las mediáticas estrellas del rocanrol.
Era lógico que para darle coherencia al texto, Hilburn se remontara a su infancia en el sur de los Estados Unidos, en específico a la época en la que descubrió su encanto por la música a través de un tío suyo, muy querido, pero quien escondía un inquietante secreto.
Ya en California, el adolescente de entonces quedó embelesado por el blues, el country y los arranques del rock. No tuvo duda: se dedicaría al periodismo, a reportear las incidencias de un movimiento contracultural, de rebeldía inherente en su mensaje liberador y revolucionario.
Diáfano en su estilo, sin alardes del yo, el escritor describe sucesos capitales y personajes decisivos del género: Phil Spector, el propio Elvis Presley, Bruce Springsteen, Bob Dylan, Elton John, Paul Simon, Michael Jackson, Kurt Cobain, Bono, Janis Joplin, Kris Kristofferson y Johnny Cash protagonizan los capítulos, aparecen como Dios los abandonó en el mundo del pentagrama. Unos desvalidos, sujetos a las presiones de la gloria; otros extravagantes, enloquecidos en su afán de volver al candelero.
Interesante resulta, eso sí, que en ningún párrafo Robert Hilburn le falta al respeto a sus biografiados con grandilocuencias o siendo indiscreto. No buscó el escándalo ni el amarillismo. Acaso pretendió explicarnos y explicarse en dónde radica la trascendencia de un artista y su magnetismo con el público. Las obras y sus autores yacen aquí en su justa dimensión.
Uno de los apartados más emotivos se centra en Johnny Cash, a quien Hilburn acompañó en 1968 a su histórico recital en la prisión de Folsom, y cuya grabación se convertiría en el inaudito regreso de este cantante a la lista de los grandes éxitos luego de años de fracasos por sus adicciones al alcohol y a las anfetaminas. Fue el único reportero en estar con Cash en esa célebre ocasión. De hecho, ese grado de intimidad llevó a Hilburn a escribir, muchos años más tarde, la biografía definitiva del músico, especialmente luego de haber visto la película En la cuerda floja, estelarizada por Joaquín Phoenix. “Pero a Johnny había que mostrarlo de cuerpo entero”, relató Hilburn.
Sin quererlo, desde la sombra de las bambalinas, dispuesto a observar para contar a los artistas con lujo de detalles, la vida de Hilburn ha padecido, de algún modo, la agitación de una estrella del rock. Hubo un momento en que su profunda pasión por la música lo orilló a dejar esposa e hijos, con tal de mantenerse en el camino, en una gira perpetua, a semejanza de Bob Dylan y de tantos otros cantautores que no han cesado, pese a sus edades, de interpretar el ritmo que encendió sus almas.
Desayuno con John Lennon termina, por supuesto, al igual que cualquier buen rock: a tambor batiente, con la guitarra en acordes vertiginosos y el relámpago del piano; la narración es frenética, conmovedora, igual que Elvis cantando entre espasmos, enérgicos estertores, casi como si tuviera hipo.