Pedro de la Hoz
En lugar de lunáticos digo luneros, pero esta palabra no existe. La necesito, sin embargo, para establecer la diferencia entre las víctimas de desequilibrios mentales presuntamente atribuidos a los cambios de la Luna –sobre todo en los días en que este cuerpo celeste alcanza su total redondez– y los habitantes del satélite natural de la Tierra que poblaron la imaginación y la literatura de no pocos escritores antes de que los marcianos y otras criaturas alienígenas irrumpieran en la letra impresa.
Habría que volver sobre los lejanos pasos de Luciano de Samósata, trashumante escritor nacido en tierras sirias en el siglo II, y su colección de relatos Verdadera Historia, en uno de cuyos episodios va a parar a la Luna y encuentra allí –ah, premonición de la saga de La guerra de las galaxias– un conflicto bélico entre selenitas y heliotas, es decir, entre naturales de nuestro satélite y del Sol, en el que aparecen, para mayor cuota de delirio, monstruos que parecen salidos de una maqueta de efectos especiales.
Por si fuera poco, Luciano descubre que los selenitas utilizan “un espejo muy grande en el brocal de un pozo no muy hondo. Si uno va y baja al pozo puede oír todo lo que se dice en la Tierra, en nuestro país, y si uno mira en el espejo, puede ver todas las ciudades y los pueblos, como si se encontrara en ellos. Entonces pude yo ver allí a todos mis amigos y mi patria, pero no puedo decir con certeza si ellos me veían también a mí”. Si esto no es televisión, díganme qué será.
El recorrido por el ámbito selenita prosigue con un personaje que de por sí daría una película de ribetes góticos, Johannes Kepler. Aunque en la historia de las ciencias ocupa un prominente sitial en el desarrollo de las Matemáticas y la Astronomía, y se valora como uno de los precursores de la revolución científica en la edad moderna, este alemán, hijo de un mercenario y una mujer acusada de practicar la brujería, escribió un relato en el que la Luna se muestra como un laberinto utópico.
En Somnium, escrita en latín y publicada póstumamente, Kepler pone a viajar al joven islandés Duracoto, discípulo del astrónomo Tycho Brahe, maestro en la vida real del autor, y el objetivo es la Luna. La madre del joven y compañera de aventura, Fiolxhilde, logra el viaje por intermedio de una hechicera –¿estaría Kepler pensando en su progenitora?– que echa mano a pócimas y encantamientos, a base de pólvora y estupefacientes. Una línea del texto no deja de ser curiosa: los polvos sirven para “que el tronco no se separe de sus nalgas o la cabeza del cuerpo”. Los viajeros deben colocarse en el rostro una esponja húmeda para respirar.
Al margen de los deliciosos juegos entre la realidad y los sueños, Kepler introduce preguntas inquietantes para su época. ¿Cómo se verían los astros y planetas desde fuera de la Tierra? ¿Qué percepción tendrían de sus movimientos desde la Luna? ¿Qué mejor que utilizar la Luna como observatorio espacial? ¿Cómo no dar razón a Copérnico y desterrar supercherías? Kepler redactó el epitafio escrito sobre su tumba: “Medí los cielos, y ahora las sombras mido. En el cielo brilló el espíritu. En la tierra descansa el cuerpo”.
Sólo la virtud iniciática de Kepler cedió ante la mente portentosa de Francis Godwin en El hombre en la Luna o una disertación sobre el viaje hasta allí, por Domingo Gonsales, novela que la crítica pondera por su decisiva influencia en la narrativa fantástica ulterior, desde Julio Verne hasta Edgar Allan Poe. Tras la muerte de su autor en 1633, en Inglaterra se publicaron 22 ediciones a partir de 1638 entre los siglos XVII y XVIII, así como traducciones al francés, el neerlandés y el alemán.
Hay quienes sugieren que Godwin, obispo de Hereford, escribió la novela en 1588 después de asistir a una conferencia de Giordano Bruno en Oxford. Otros piensan que la composición fue cercana a su muerte. De todos modos no deja de ser una interrogante la ocurrencia de nombrar al protagonista con un nombre portugués. ¿Lo tomaría de algún navegante de la época o quiso honrar a un amigo, el padre Francisco de Goncalves, fraile dominico convertido al anglicanismo? Domingo Gonsales se involucra en peripecias dignas de la mejor picaresca hasta que construye una máquina voladora guiada por gansos salvajes, la cual lo transporta a la Luna. Allí topa con una sociedad idílica en la que cuanto mejor es la persona, más alta es; Gonsales, al ser de baja estatura, es pronto tenido como un ser inferior.
Sin embargo, cuando Gonsales profundiza en el conocimiento de los selenitas, descubre un secreto: los defectos congénitos se identifican al nacer y como los selenitas no matan, esos seres infortunados son fletados hacia la Tierra. ¿Y adónde van? Pues a las Trece Colonias de Norteamérica.
Del satélite como sustancia literaria me divierte el Viaje a la Luna, del inefable libertino francés Cyrano de Bergerac. Forma parte de la obra titulada El otro mundo, que vio la luz en dos partes (1657 y 1662) luego del deceso del autor en 1665: “Historia cómica de los Estados e imperios de la luna” (Histoire comique des Estats et empires de la Lune) e “Historia cómica de los Estados e imperios del Sol”. (Histoire comiqué des Estats et empires du Soleil). Situaciones insólitas, descripciones hilarantes recorren una lectura en la que a Cyrano interesan –bravo por él–más los hombres que la Luna.