Iván de la Nuez
Cada vez que Marcel Duchamp resucita, se encuentra con que el ready-made, como el dinosaurio de Augusto Monterroso, sigue todavía ahí. Un ready-made que, cuando él murió en 1968, se comportaba como un capítulo del arte, la vanguardia o aquella revolución al alcance de unos adoquines.
Un fragmento, en fin, de esos estratos mayores que gobernaban la historia…
Pero ahora, cada vez que el maestro consuma el ritual de su regreso, se tropieza con que, al contrario de lo que ocurría en sus tiempos de artista vivo, son esos grandes temas –el arte, la vanguardia y la revolución– los que han quedado reducidos a meros episodios de un ready-made que ya lo abarca todo.
Contra esa colonización, se planta este texto.
Contra este presente adjetivado en el que todo es susceptible de reciclarse como artístico. Y en el que, tal como sucedió con aquel urinario seminal, las cosas son cambiadas de sitio con el secreto fin de neutralizar el calado subversivo de su sentido primigenio.
Da lo mismo que se les coloque en una galería o en un parlamento.
Bienvenidos, pues, a algunos de esos paisajes que habilitan el ready-made como la experiencia definitiva de esta época en la que todo, desde lo más sagrado hasta lo más profano, ya es carne de museo: el comunismo y la Guerra Civil, el grupo armado Baader Meinhof y los trajes de Gadafi, Guantánamo o la acción social (siempre y cuando la asumamos como “una de las bellas artes”).
Nuevas tecnologías y viejas vanidades se acoplan para diseminar esa continuación de la vanguardia por otros medios.
¿Qué significa “por otros medios”? Pues que, así como la guerra, según Clausewitz, consistía en una continuación violenta de la política, ahora el arte puede operar como una continuación light de esta.
Y si Duchamp, o más tarde Jeff Koons, le concedieron entidad artística a algunos objetos –el famoso urinario, una aspiradora– por el hecho de colocarlos en una galería, ahora le ha llegado el turno a los sujetos.
Antes fueron las cosas, hoy son las causas.
En su penúltima vuelta de tuerca, este ready-made ubicuo va incluso más allá de exponer la revolución o las batallas sociales, las guerras de género o las injusticias.
Ya estamos en el punto de exponer personas.
Así, un museo de Malmö ha exhibido dos mendigos rumanos.
Previamente, en Londres, el dramaturgo Brett Bailey se inspiró en los zoológicos humanos de la época colonial para mostrar a personas de raza negra en situaciones de sumisión o dominación. Un poco más allá, el Museo Judío de Berlín nos deleitó con Judíos en la vitrina.
En esta espiral, hay quien ha sugerido convertir la cárcel de Guantánamo en un museo…
No es noticia que el Arte Contemporáneo recurra a seres humanos, vivos y también muertos, para mostrarlos en una exposición. Bien con el objetivo de remarcar un estado de explotación, dolor o prostitución; bien con la intención de ofrecerles un altavoz del que no disponen; bien con el propósito de remover nuestra indiferencia...
Pero, si hasta ahora el rechazo a estos procedimientos provenía de los enemigos del Arte Contemporáneo, hoy son unos cuantos los que, desde ese propio mundo, se resisten a envasar al vacío las contradicciones sociales para servirlas más tarde con una lógica de supermercado –sección pescadería fresca, por ejemplo–, desde la cual la crítica se convierte en denuncia, el discurso en retórica, la democracia en catarsis.
No hace falta reiterar que todo esto responde a las mejores intenciones. O que enfila sus cañones contra estereotipos y racismos varios. O que tiene como objetivo la remoción de nuestras occidentales conciencias.
Tampoco hace falta insistir en que, si a algunos nos cuesta discernir entre crítica y frivolidad, verdad e imagen, cultura y propaganda… ¡La culpa es de nuestra insensibilidad!
Mas lo cierto es que, a estas alturas, resulta difícil sobrellevar estas operaciones que denuncian el crimen reproduciendo el crimen, que redoblan la dominación para que ésta resulte aún más evidente, y que llegan a la humillación de seres humanos… ¡para que podamos constatar la crisis del humanismo!
Todo, a base de ignorar que los “otros”, los “sujetos subalternos” o los “sometidos” son tan diferentes entre sí como aquellos que los encasillan en su presunciones.
Hace algún tiempo, harto de esos y otros ardides, el escritor nigeriano Wole Soyinka se desmarcó de la negritud licuada del multiculturalismo y optó por un término más fiero: “tigritud”.
Un tigre no va por el mundo preocupado por autodefinirse. Simplemente, actúa como tal: aguarda, salta, te devora.
Ahí te enteras que es un tigre. Tarde, eso sí.
Tal vez, estemos asistiendo al último ramalazo de una estética. Y a la confirmación de que el ciclo comenzado por Duchamp ha llegado a su fin.
No se trata, en cualquier caso, de una nimiedad: si este declive es real, entonces ya no tendrá sentido seguir hablando de eso que, perezosamente, llamamos Arte Contemporáneo.
Como tampoco tendría mucho sentido seguir ciegamente a Peter Burger y a su Teoría de la vanguardia. Entre otras cosas, porque los dos retos que estaba llamado a vencer el arte según este teórico –disolver la representación y, en consecuencia, fracturar la frontera que lo separaba de la vida–, se reflejan no solo como una encomienda imposible, sino también obsoleta.
Más pertinente, en el entorno de esta derrota, sería intentar una modesta teoría de la retaguardia. Un ejercicio que resituara el pensamiento sobre el arte, aunque no en su relación con la vida, sino en su tensión con la supervivencia.
Una resistencia jalonada por el apogeo de la tecnología o la Era de la Imagen, por la posibilidad de que todo el mundo pueda ser artista o la certeza de que la política se ha convertido en pura performance, por el uso de la acción social como una de las bellas artes o el abuso del videoterrorismo como una de las malas artes, por los alojamientos del arte en la ficción o la demagogia de unos modelos que continúan buscando sus causas fuera del arte, aunque sigan beneficiándose de las consecuencias que solo pueden conceder el museo o el mercado.
Una teoría de la retaguardia no desconoce que artistas como Duchamp o Beuys lo dieron todo –o casi todo– para quebrar ese muro entre el arte y la vida. Pero tampoco puede ignorar que esta no ha sido una batalla exclusiva de los vanguardistas. Un decadente como Oscar Wilde avanzó lo suyo en amalgamar los dos mundos; y pocos, como él, han pagado tan caro esta fusión.
No hablemos ya de Gilbert K. Chesterton, quien consiguió –ironía mediante– una parábola sobre el arte como anarquía en El hombre que fue jueves. (Hay que recomendar esta novela a las actuales agencias del arte político que pululan por el mundo).
A una teoría de la retaguardia tampoco se le puede escapar la siguiente coincidencia: que una reafirmación tan enfática del arte político como la Documenta de Kassel y un ataque tan feroz al arte que se congrega allí, como el que suele esgrimir el novelista francés Michel Houellebecq, escogieran la misma figura para nombrar sus antitéticos alegatos: Plataforma.
Esto ocurrió en 2008. Y esa similitud nominal entre una política de izquierdas y una cínica de derechas nos induce a considerar las cosas de otra manera. Porque, quizá, las plataformas que más nos convengan no sean las que aluden a su aserción como “programa”, “agenda” o “estrategia”, sino aquellas que indican su sentido físico: el de unas balsas concretas capaces de ofrecer resuello a los supervivientes. A los que se han movido entre la diferenciación zoológica del multiculturalismo (cada bestia en su jaula) y la disolución absoluta del estándar global (todas las bestias en la misma jaula siempre que pierdan su singular fiereza). O a los que se han sacudido de encima el socialismo real y les ha venido encima el capitalismo irreal mientras se mantienen a flote sin muchas alforjas.
En esta encrucijada, sólo se puede transmitir conocimiento o emoción estética a costa de poner en peligro la propia condición de artista. Y si, de Hegel a Agamben, ese artista ya se percibía como un “hombre sin contenido”, entonces estaríamos obligados a renovar nuestra batería de preguntas.
¿Estamos ante un arte suicida? Si así fuera, ¿no habrá, en este despojo, un acto desesperado de “dar lo que no se tiene”? ¿No consistía precisamente en eso –en dar lo que no se tiene– el amor para Lacan? ¿Y esto no indicaría el éxtasis de un arte que, bajo sus ínfulas conceptualistas, resulta candorosamente romántico?
Después de abismarse a otros mundos –la política, los media, la tecnología, la iconografía o la literatura–, el arte va perdiendo esquirlas. Por eso mismo, se comporta como un monstruo menguante cada vez que regresa de su odisea a La Institución y su cadena de prestigios.
Esta diferencia entre una ida pletórica y una vuelta rebajada hace poco creíbles muchas propuestas del Arte Contemporáneo, pues la clave no está en que este pueda desbordarse, “más allá de sí mismo”, sino en que nunca puede llevar hasta el último puerto el reto que plantea su expansión.
Lo reprochable, entonces, no es, como dicen los conservadores, que se aventure hasta quedar fuera de sí, sino en no convertir esta apuesta en la medida de su futuro.
¿Cuál sería el futuro del arte en un mundo que cada día de esta vida se dedica a negar el porvenir? Esta pregunta ya se la hizo Blanchot en El libro que vendrá. Y su respuesta fue clara: precisamente, en esa falta de destino encontramos las claves para entrever el mañana.
“Cualquier arte se origina en una carencia excepcional”.
Así que el arte futuro de una vida sin futuro tendría sus ventajas. Una de ellas es que el artista –también el escritor, pues Blanchot los amalgama sin distingo– ya vendría despojado del deseo de alcanzar “el poder y la gloria”. Ese desdén sería suficiente para modificar, incluso, tanto la experiencia del autor como la del encargado de recibir e interpelar sus creaciones.
Claro que el futuro de Blanchot también prefiguraba una atmósfera de “extraordinario batiburrillo que hace que el escritor publique antes de escribir, que el público informe y transmita lo que no oye, que el crítico juzgue y defina lo que no lee, que por último, el lector haya de leer lo que aún no está escrito”.
(¡A ver quién le niega a este maestro su importancia como oráculo!)
El caso es que, situados en este presente, que era el porvenir de Blanchot, al arte pueden aguardarle, al menos, tres avatares posibles. Uno, actuar como ironía nostálgica de lo que fue y de lo que ya no podrá ser. Dos, afianzar su tendencia a suceder como texto y disfrutarse u odiarse como lectura. Una tercera eventualidad vendría servida por un rudimento más discreto, que suplantaría este tiempo marcado con el superávit de obras posibles por una época de obras necesarias.
En ese punto, un pensamiento “retaguardista” se definiría por desentrañar la relación entre arte y supervivencia. Siempre que sepamos que la supervivencia del arte ha de funcionar como un kit para algo tan perentorio como el arte de la supervivencia.
En ese momento exacto, Marcel Duchamp vuelve a resucitar, se desentiende del ready-made, y profiere su autodefinición más precisa:
“Soy un respirador”.
* Fragmento de Teoría de la retaguardia, libro recién publicado por la editorial Consonni, Bilbao, España, 2018.