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Entretenimiento / Virales

Una flor en tu jardín

Frente al chisporroteo hipnótico de cualquier vela, se ponía triste. No de repente, sino paulatina y lenta, pero tan lentamente que para muchos pasaba inadvertido el cambio. Su mirada se llenaba de un anillo de relámpagos fríos que propagaba cierta inquietud y su sonrisa se apoderaba del esfuerzo inusitado por convertirla en natural, sin dejar de cultivar mayores dosis de desaliento.

La mujer, vieja y robusta, yacía en medio de los cuatro resplandores de los cirios, que poblaban la cara y el cabello de cavidades, arrugas y sombras o arremolinaban infinidad de imprudentes chispitas en el espejo de la antigua cómoda de cajones lacados y agarraderas de plata.

Las pestañas adquirían proporciones inaceptables, los labios se agrietaban deformados y las cejas se espesaban grotescas en un capricho de la luz por dotar de movimiento a la materia inerte. Sin embargo, a él no parecía desconcertarlo el fenómeno luminoso, sino algo más profundo y complicado y ni siquiera tosió, cuando Lulú cayó en la cuenta del juego de luces y se apresuró a tapar el espejo con un trapo negro que sacó del tercer cajón.

Las cinco mujeres enlutadas, apenas si iniciaron la intención de examinarlo o fingir apuro por comprenderlo. Se ensimismaron con facilidad hiriente en su panel de testigos indeseables, que atenuaban por momentos con la experiencia demostrada en la duración de cada gesto.

Lulú le lanzó una mirada espesa que quiso ser de reproche total contra la distracción provocada y su manera de sonreír. Pero ella qué podía saber sobre los pensamientos engreídos que se acumulan en hombros de los instintos, hasta desatar los nudos de las peores tempestades. Sonrió con sarcasmo otra vez, al repasar los desahogos interiores en que se transformó su vida: todo un hijo, un hermano y un ciudadano modelo. Ahí estaba al pie de la cama, en donde tenían expuesto el cadáver de mamá, que lo sacudía de impaciencia y sollozaba, porque las cinco mujeres eso esperaban de él y se quejaba bajito con el pañuelo retacado en la boca y empanado de Brutt, porque la hermana sabía la verdad de la magnitud de sus lágrimas. Pobre mamá que ahora no tenía manera de callarlo, aconsejarlo en la dirección adecuada o consolarlo en la medida esperada.

El día de su liberación interior llegó y no quiso jurar ante mamá difunta, ser el mismo individuo cultivado con esmero enfermizo. Naciste para ejemplo de parientes lejanos y extraños cercanos que siempre envidiarán tus buenas maneras, por lo que ten cuidado: no hay peor crimen que el ser diferente de los demás.

Se arregló el chal y evitó mirarme a la cara: no importa, nosotros nacimos así, demuéstralo cada vez que puedas, porque si un día te notan titubear y creen que sólo aparentas, entonces se cebarán en ti y te encerrarán en el manicomio. Mamá no lo quería aceptar, sin embargo su educación pulida, sus vestidos de encajes olorosos a tiempo frustrado y sus libros presumidos sin descanso, se volvían cenizas despreciadas por los ratones. Los mismos muebles se desplomaban apolillados por la 1ógica razonada de los años.

Las cinco mujeres dejaron de rezar para observarlo de reojo con los semblantes tensos por aparecer reflexivas. Entristece la gente por la muerte de un familiar, porque si ven lo contrario y sudamos copiosa alegría, nos tomaran por inhumanos y él lloró en la clavícula recelosa de una de las mujeres, en aquel teatro absurdo que armó Lulú, ya que no olvidaba que ninguna de las enlutadas quiso un domingo a mamá y con las cinco tuvo dificultades constantes, pero para eso se viene al mundo, para odiar y amar las mismas caras repugnantes.

Dichosa mamá que los problemas los enterró en el ataúd o ¿se los llevó? Ni modo de saber.

Tampoco estuvo seguro de dar el portazo deseado o no, si era adecuado para desarticular las cavilaciones rumorosas de las mujeres o no y solo manoseó el tiempo suficiente para preguntar a los ojos hastiados de Lulú: ¿Sabes lo que es compartir el mundo con alguien tan distinto a ti?

Aún así, no encontró respuesta y jaló la hoja despintada, demasiado fuerte para la sensibilidad manirrota de la hermana, en un acto sin la importancia con que lo quiso destacar dese el principio. Nada más dejamos de hacer las cosas como acostumbramos y pensamos, para que nuestras acciones se nos hagan insoportables.

Sentado en el restorán bar junto a la mujer avejentada, a pesar de la capa de maquillaje que cubría la insensibilidad de la edad, que además prestaba a su rostro una incapacidad ordinaria en demostrar emoción, apretando sus manos gruesas como las de mamá, desesperadas por conservar un poco de la frescura artificial de las cremas y sin cubrir las pecas verdosas iguales a las de mamá, ni dejar de esquivar su aliento predominante a misterio y a marchito.

Los resplandores de los cirios se volvieron a posesionar del blanco de su mente, vacío helado que se extendió con lentitud hasta envolver las venas latentes de sus sentimientos y lo puso triste, casi corno si hubiera nacido así de triste.

Su compañera presentía más que ver el malestar que él decía localizar en los tendones de la muñeca izquierda, donde se agolpaban los latidos del pulso desbocado y sonreía con mayor tristeza, los ojos opacos y hundidos en las profundidades de las cuencas infinitas, bajo la presión de las enormes pestañas que parecían abanicar el aire hasta disolver las imágenes que se formaban con tal de revivir el pasado.

Una mujer que orilla los cincuenta y que era la única realidad presente y futura. El pelo enchinado en casa con la complicidad atrevida de los tubos, adquiría diferentes tonalidades agresivas por el uso inmoderado de las tinturas modernas, rojizo centelleo de manchones a veces negros que no alcanzaban a cubrir el nacimiento inocente de las canas.

Destacaban alunas vetas azules de fulgor cobrizo en la raya no muy recta que dividía el cráneo redondo, sin resaltar el peinado sencillo que le traía a él mayor tristeza, sobre todo cuando acariciaba los mechones con dedos que hundía hasta el cuero cabelludo en una busca inútil.

Ella se daba cuenta y preguntaba golosa por fingir interés: pero tú no dices nada. Hagamos lo que hagamos estás con la misma aburrición de haberlo probado todo.

Entraban al cuarto de hotel y retozaban con el candor de un par de despreocupados. Extraño en ti, que apenas empezabas a saborear la otra orilla del faldón chamagoso de lo que te entercabas en llamar vida.

–De veras que hay veces que no sé si admirarte o preocuparme. Hace cinco años que murió mamá en un día igualito al de hoy.

Cielo de nubes deshuesadas, gris relamido, cero relámpagos, ruido normal, tráfico copioso y goteo mecánico, mamá tendida en su cama forrada de tul, en medio de cuatro cirios indesgastables que rutilaban amarillentas advertencias y él, desprovisto de falsos apremios, tan necesarios en esos instantes de lucha adversa por adormecer al monstruo de la razón y vigilado por el ánimo violento de la hermana, para mantenerlo en el metro cuadrado exacto donde menos estorbara.

Las cinco mujeres rezaban aprisa sus bisbiseos ocurrentes, para poder desaparecer lo antes posible de las inmediaciones del cadáver. De la ventana del otro cuarto se colaba la corriente de aire húmedo que se le clavaba en la nuca y por ratos le adormecía la mente.

Fijó la mirada en el antiguo almanaque que mamá dejó abierto en marzo, enfurecido elefante atacado por la pareja de tigres, segura de la ventaja, uno de ellos morirá para que el otro tenga la mole apetecida del paquidermo y los huesos molidos del compañero sacrificado por la astucia. Cuántas veces de noche, no se colocó en lugar del elefante enfurecido o de cada tigre silencioso, mientras paladeaba las posibilidades de sobrevivir de cada animal.

La mirada compasiva de la mujer del abrigo raído de viejo, no lo sacó del núcleo complicado de los recuerdos. Se observó las manos que se empezaban a despellejar en forma inevitable, por capricho de los nervios alterados alterados. Pero no estaba más apurado que cuando tuvo que enfrentar a mamá enojada:

–Tienes una amante y no hay obligación para que me digas la verdad.

Ni en la protesta se quebró su voz desgastada por el filo de la tensión brutal:

–Tengo esposa.

Mamá descargó varios puñetazos en la almohada que tenía encima de las rodillas:

–¡Enséñame el acta!

–¿No es bastante con que yo te lo diga?

Mamá se arregló el camisón de dormir y abrillantó los ojos acuosos:

–No estás en la edad de echarte boca abajo sobre la mesa y calentarte las asentaderas con la tabla que odias.

Tampoco encontró el mínimo descontrol frente a tu protesta desinflada:

–Tengo veintiséis años, hace mucho que rebasé la niñez.

Tu hermana, mamá pensó en Lulú, en realidad los dos pensamos al mismo tiempo en Lulú y sintió envidia de su hermana, que en forma tan irresponsable (no le gustaba llamar dramática por la relación inmediata que tiene la palabra con el teatro y no existir en el léxico repasado a diario por los Gómez de la Cantabria, según explicaba elocuente mamá) se independizó.

Se fue de la casa con el primer bellaco a ensuciar el apellido y nunca supieron si se casó, si sigue viviendo con el aprovechado que nunca falta o desbarrancó feo en un oficio del que mamá no quería saber un centavo.

–Yo quiero a Fernanda, comprende mamá.

No lo exclamó con la intención traviesa de que mamá oyera con claridad el lamento, porque aquí sí sonó su voz y debió de alertar a la vieja, aunque disimulara.

Tenía que terminar esas relaciones desatinadas, mamá lo exigía con insistencia inaguantable. La vida es muy dura para los jóvenes que empiezan y las vividoras son las que están al acecho de sus encantos y su inexperiencia, son las primeras en agitar las redes para llenar de aleteos ilusorios los deseos más nobles.

–Te ves siempre tan triste, musitó su compañera y le apretó la mano.

Pero por dentro gozo intensamente todo lo que está podrido y se derrumba con un crujido que a nadie importa, porque está demasiado lejos de la comprensión, se comparó con un gusano que entra y sale del mundo de mamá y carcome las sobras que dejó el tiempo.

La mujer de manos regordetas, ojeras muy negras y cejas depiladas por los años juguetones en querer desenmascarar a los hombres, trató de acurrucarse en su pecho, sin recibir el tono aprobatorio, ahí en la intimidad reprimida del hotel de paso.

–Nunca consentiré que te cases, porque llevas mi sangre y no se la daré a ninguno de este mundo.

–Sé que aunque lo intentara cien veces no lograría convencerte.

–Cuéntame sobre las sombras que amaste.

–¿Lo ves? Siempre volvemos a caer en las palabras de las palabras de la primera vez.

A Lulú le fue mal desde el principio y él lo averiguó casi enseguida, porque la siguió en secreto y la vio deambular en las esquinas tétricas en busca de clientes, sin intervenir él siquiera para insinuar su sombra recortada y lograr reacción femenina.

Sólo cuando tuvo la seguridad de que ella estaba a punto de regresar al lado fácil de mamá, se presentó en el hotel con sus pantalones anchotes, su scao espor apretado que daba risa y su gesto verdoso de rencores.

–Sería incapaz de pasar a tu lado sin ayudarte, le dio varios billetes en un paquetito que durante las mañanas arreglaba y volvía a arreglar decenas de veces, sin atreverse a ir al hotel para entregarlo: tenemos la misma sangre bondadosa que no se merece nadie, yo sabré dónde buscarte cuando menos lo esperes.

La ayudó una y otra tarde, quizás una veintena de veces, en siete años, hasta que juzgó que mamá nunca la perdonaría y ya no se ocupaba de Lulú, dejó de interesarle que se mezclara con la basura y su regreso al hogar se desvaneció como posibilidad temida. Se sintió aliviado de tener para sí la atención completa de mamá y que la vieja cayera en cama de la que poco se levantaba.

Tú me dijiste, con la vez directa que tanto daño hace, que dejara a mi mujer porque no me conviene y mientras soltabas las palabras, tus tiernas palabras incapaces de causar dolor, yo las sentía explorar una a una en la bolsa de mis presunciones.

Fuiste la culpable. sin duda, de mi rutina humana (cosa que te disfracé mucho tiempo), porque me sumergiste en un universo de ensueños y pesadillas que me hacían jipar y desvelarme alrededor del fantasma inofensivo de Fernanda.

Su cuerpo tibio, joven y aromático a confusión que cundía el paladar de jugos agrios, se materializaba en el espacio estrecho de la cama para llenarlo de caricias que sólo llegaban a ser apretones y arañazos que dejaban profunda huella subterránea.

Amaba sin tener idea, deseaba sin acariciar forma y susurraba sin propósito definido. Veía a Fernanda como un destello lujurioso que enloquecía mis fuerzas, sentía sus manos metidas bajo mi piel y su calor me hacía arder día y noche, pero al aproximarme a beber la emoción electrizante que asomaba en el iris del ojo femenino, descubría el rostro inmutable de mamá.

Recordó la vez que arrastró ante la presencia erguida de la vieja en la cama (“deja que te ayude con los almohadones, mamá”), la silueta cohibida de Fernanda. Su voz, un cuchicheo áspero que llegaba por ratos a incomodar a la enferma, que se negó orgullosa a dar la mano a la muchacha.

–¿Por qué hay gente extraña aquí?

A pesar de la ceguera, la sordera en aumento y la pérdida del tacto, la reconoció como la figura que siempre ocupaba tu mente y pidió que la sacaras del cuarto.

–¡No quiero ver a nadie!

–No hay nadie, mamá. Es solo lo que tú crees.

Mamá estaba en el ataúd, con la misma altivez de toda la vida, al parecer la muerte no la tronchó como era de esperarse, sino que le devolvió parte de la fuerza perdida en la agonía y la miraba ahí, tan perfecta en su dureza y su aislamiento, como lo fue en vida.

Mamá no murió, simplemente dejó de respirar, dijo a Lulú y Lulú le lanzó su maldad en el suspiro con que trató de envenenar el aire denso.

Ahora comprendo muchas cosas, alegó la hermana sin descomponer su silueta entiesada en el umbral de la puerta, vestida con unos trapos negros, el pelo esponjado y la cara ojerosa, arrugada y sin pintura, tan distinta al resplandor suave y atrayente de Fernanda.

–No me digas que lloraste a mamá, entonces no entenderías nada de amor, porque no tienes hijo ni marido siquiera. No te quebraría la desesperación de la herida que a través de ti, su carne y su sangre, le hizo el mundo. Para sobrevivir hay que aliarse al mundo, admiro la forma tan sencilla en que lo lograste y me golpea no encontrar la mía.

Rehuyó la dureza de los ojos sombríos de Lulú, acostumbrados a rezar lo superficial sin conmoverse.

Volvió a recibir la atención meticulosa de la mujer robusta de los párpados negros, que le palmeó en las manos para regresarlo a la realidad.

–Es necesario que te llene de mi aliento para darte nueva vida y empujarte por el camino que se te negó desde el principio.

–¿Cómo sabes tanto si no hablo nunca de nada?

Su azoro fue fingido, porque no sabía otra forma de encarar a las personas, se dobló las mangas de la camisa sobre los antebrazos lisos y dio el tiempo suficiente para que ella le acariciara el pecho metiendo los dedos entre los botones.

–Sé de ti lo suficiente, porque eres un libro abierto que se lee de corrido.

Por primera vez te sentiste mal en su compañía, pero no lo diste a notar, ya que no estaba en tu temperamento el reclamo directo, menos al darte cuenta que había algo que no podías recuperar.

–Tengo una hermana que de vivir sería igual a ti. ¿También lo sabes?

–Lulú solo apareció cuando se le dijo que mamá estaba muerta. Era de enviciar su arrojo, la seguridad para hacer lo justo sin que ninguno se lo pidiera y la serenidad que no le reconocías. Mentalmente trataste de encimar las facciones comunes de tu amiga sobre las refinadas de Lulú y otra vez creíste ver el boceto de mamá sonriente.

A pesar que en el cuello se anudó otra clase de furor que no dominó a tiempo, hinchó las venas y las coloreó de tonos aceitosos; su compañera no le dio importancia, empezaba a demostrar cierto desenvolvimiento que a él le resultaba inaguantable, quizás al saberse segura en su universo nocturno donde su no pasaba de ser cliente sin nada especial y lo llevó de chaseo en chaseo con tal de desesperarlo: “no te quiero asustar, pillín, solo alimentarte de sorpresas”.

Sus manos de dedos fuertes y gruesos pellizcaban los músculos magnetizados de él, que fingía mejor aislarse en la torre inalcanzable de los pensamientos, siempre fuera del alcance de la codicia femenina que los ensuciaría. Se mordió los nudillos, se relamió las muñecas y colocó la atención en mamá, pero no capturó ningún recuerdo y ni siquiera Lulú vino con la facilidad de los primeros insultos. Ella se burlaba, giraba, resoplaba y resbalaba los dedos por su piel masculina y centelleante.

Quedó bajo la mujer, el peso de la robustez de los senos aplastó su estado de ánimo y casi deseó que su compañera aumentara de tamaño hasta sofocarlo, pero ella solo buscaba morderle la nariz, hundirle las uñas en los ojos o reventarle los tímpanos con la punta de la lengua. Se libó del apretón de la carne un poco bofa y se afianzó arriba de la mujer, las manos temblorosas alrededor del cuello femenino, los dedos apretados alrededor de las dos arrugas que se llenaban de sudor y apretó, apretó y apretó con el loco deseo de apagar la risa en aumento de Fernanda.

Ilustraciones: Salvador Baeza Heredia.

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