Síguenos

Entretenimiento / Virales

Siempre Tlatelolco

Joaquín Bestard Vázquez

Cartas perdidas Koyoc

Chan Huach en la Ciudad de México trabajaba en un cascarón de edificio revestido de cristales corredizos enfrente del monumento a la Revolución.

Chan Huach se quedaba por ratos mirando embelesado al monumento, fija su mirada en la bóveda superior de dicho monumento, que Ruiz un compañero de trabajo calificaba de un sombrero de charro, extasiado Chan Huach de las colosales estatuas de hombres y mujeres obesas, bien nutridas y musculosos y se preguntaban si no eran la antítesis de las campesinas y campesinos que pintó Diego Rivera y otros artistas.

Diego de Rivera en su mural Un domingo en la alameda del Hotel del Prado pintó a la muerte catriosa, esquelética y coqueta bajo sus trapos importados de Francia, estola, vestido, y sombrero como una mujer de Francia, aristocracia capitalina del sacrosanto porfirismo, aquellos adictos a las costumbres llenas de disipación y jolgorio de corte europea, aunque sí de fuertes tintes franceses.

Casi resultaba una referencia y reencarnación de las mujeres porfiristas, a sabiendas Chan Huach de la existencia de otro mural ¿Orozco?, donde se mostraban esas mujeres afrancesadas pintarrajeadas de excesivo maquillaje y casquivanas entre botellas de coñac y burbujas de champán como meretrices, rameras y adoradoras de las monedas de oro en Francia, imitación a las mujeres francesas, pues transportamos a México sus tradiciones, cultura, arquitectura, adoquines y mármol entre muchas cosas, mujeres hermosas; todavía hasta mediados del siglo xx se seguía considerando a Francia y sus mujeres como las más hermosas y casquivanas o livianas del mundo. París era la capital del amor y el cine francés o hollywoodense enaltecía esta cultura y se mofaba de sus imitadores. Los encantos refinados eran solo comparables a las gheishas de Japón.

El beso francés era fácil por la disposición a redondear la boca al hablar el idioma picaresco.

¡Mondiu! ¡Mondiu! ¡Mesioer! También era el pináculo de las libertades y la multiplicación de los libertinajes.

Total, eran ratos en los que Chan Huach descansaba de aporrear las teclas de su calculadora eléctrica.

Las mujeres y los hombres de regordete aspecto y grandes cachetes podía ser la representación irónica de cómo podrían ser los campesinos de estar bien alimentados, algo más bien conceptuado bajo el deseo de representar a las razas autóctonas bien desarrolladas y llevados por vientos de la ilusión.

El mejor caricaturista del momento, Abel Quezada, los dibujaba del grueso de una tira de papel y apoyados en un caballete de madera para que no se los lleve el viento.

Total, ese día de marras, el güero Arena, un amigo periodista de Chan Huach, que cubría la fuente de gobernación, le habló por teléfono y le dijo:

—Oye bien esto, cuate; por nada del mundo, ¿me oyes?, pero por nada, ¿me oyes?, te acerques a Tlatelolco. Mantente alejado de Tlatelolco.

—¿Qué va a pasar, güero?

—No te puedo decir más, pierdo mi chamba si no algo más. Me dan tanque, pero tú te me vas al cine o a ver sí, aparadores o los árboles de la Alameda.

—¡Oye, güero! Apenas son las dos.

—Deja tu chamba a las cinco y que las seis no te cojan en la unidad Nonoalco-Tlatelolco.

—Es muy temprano, ¿qué hago?

—Ponte a jugar billar, vete al cine de 3 películas por un peso. El caso es que dures dentro del cine el día, que ya ves que pasan caricaturas las veinticuatro horas. Llevas tu torta y refresco. Estáte lejos de Tlatelolco, pendejo. Ya ves que tú vives cerca de la Plaza de las Tres Culturas, mantente lejos sobre todo de ahí.

Ruiz, un amigo y compañero de Chan Huach, le preguntó a éste:

—Oye Chan Huach ¿no vas a la kermés de la Plaza de las Tres Culturas? Yo voy a llevar a mi chava. Se pone bien padre con tanta chava y chavo de onda. Vamos, tal vez y hasta pesques una. Hay harta música y antojitos y cosas.

—También carteristas, Ruiz. Que te piquen las nalgas.

—¿Y en dónde no?

—Mira, no me preguntes por qué no puedo ir hoy. No vayas, Ruiz.

—Se pone muy bien, casi es un reventón.

Chan Huach, siguió trabajando como si nada. Tenía horas extras y su salida era hasta las ocho de la noche. Desde ese edificio, frente al Monumento a la Revolución y un cuarto piso, podía verse la torre insignia de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco a la izquierda de las otras torres de las suites, y la del edificio de Relaciones Exteriores, una copia fiel pero más pequeña del edificio de las Naciones Unidas en New York, que Chan Huach visitó en su paseo por esta ciudad.

A las cinco y media más o menos, y cuando empezaba a soplar el viento frío del otoño capitalino y empezaron a encenderse las débiles luces de la Unidad que enseguida fueron apagadas, Chan Huach se levantó para ir a cerrar una de las ventanas de cristal corredizo.

Entonces advirtió una columna de tanquetas, tanques y camiones para transporte de tropas que jalaban un cañón y supuestamente iban llenos de soldados, rodear el monumento y tomar rumbo a la colonia Guerrero para avanzar hacia Tlatelolco-Nonoalco. El ruido que hacían las sirenas de los motociclistas al abrirles paso se combinaba con el usual ronroneo del tráfico de la gran ciudad.

Siguiente noticia

La espiritualidad prohibida / De lo que he visto, de lo que he vivido, de lo que pienso y creo