Iván de la Nuez
1
En un momento del fin del mundo.
En el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
Una mujer se considera el último ser humano sobre la tierra.
En ese trance, le habla a los cuadros, se habla a sí misma, invoca a un amante fantasma: el filósofo Wittgenstein, nada menos.
El delirio tiene lugar dentro del museo.
Fuera, la vida sigue. Trastornada por el tráfico, los viandantes, el claxon de los coches, el rugido metálico del metro.
Pero en la noche del museo, nuestra protagonista se ovilla sobre sí misma de la misma manera que el edificio se cierra sobre sus obras.
Todo sucede en una novela La amante de Wittgenstein, de David Markson. El libro es de 1988, un año antes que se viniera abajo el comunismo en Europa del Este y empezara a rodar el mundo global, según se dice.
Pero nada de eso retumba en el interior de esa mole de cemento, donde esta mujer apela al tratadista de la lógica filosófica entre los vestigios de otros imperios perdidos.
El museo es su albergue en el fin del mundo. O, como tal vez le habría soltado W. Cather, el depósito definitivo de su mortalidad.
2
Quince años más tarde, Orhan Pamuk se pone melancólico y escribe El museo de la inocencia, que primero fue texto y después ladrillo. Pura imaginación antes de ser construido y dispuesto para recibir visitantes en su Estambul natal.
El de Pamuk, como el de la amante de Wittgenstein, es un museo de consecuencias. El recorrido obsesivo por los restos que deja un amor: colillas, notas escritas a mano, vasos usados, trofeos íntimos.
Y es, además, el museo real de una familia ficticia. Una colección de objetos que van rellenando la trama del libro y que anticipan el edificio que terminará acogiendo esos fragmentos de supervivencia. Un texto que funciona como el plano de una arquitectura posterior.
Si para el astrólogo chino Ts’ui Pên, inventado por Borges, construir el jardín de senderos que se bifurcan y escribir una novela era lo mismo, para Pamuk escribir su libro y construir su museo es la misma empresa.
Al contrario de lo museos actuales, que se comportan como continentes a la espera de contenidos –almacenes a la espera de obras–, los objetos sueltos de Pahmuk salen a la búsqueda de su museo, como los personajes de Pirandello salían a la búsqueda de su autor.
3
Es el momento de poner en duda algunas de estas premoniciones.
Porque si el museo solo fuera un refugio, ya lo podríamos dar por perdido (aparte de que no estaría vacío, sino repleto). Si fuera, exclusivamente, el lugar al que trasladamos los objetos de nuestra vanidad privada, ya podríamos dar por enterrada su función pública (dejarlo como el espacio idóneo de nuestro narcisismo o nuestro síndrome de Diógenes). Y si únicamente funcionara como el receptáculo de las grandes causas, entonces habría que darle el tratamiento de un mausoleo (llenarlo de ideas, obras y próceres embalsamados).
Un museo de las consecuencias es, justamente, lo contrario de ese mausoleo. En buena medida, porque se trataría de un museo que se ha salvado de la avalancha. Desde esa supervivencia, estaría obligado a arbitrar la dialéctica entre una globalización que genera una cultura cada vez más estandarizada y unas experiencias singulares que contestan esa tendencia.
Un museo de las consecuencias está obligado, en definitiva, a actuar como un imán antes que como una centrífuga. Sobre todo, en estos tiempos en los que muchos de los criterios que rigen el arte se han convertido en comodines insoportables, dedicados a cubrir la zona protegida de los estereotipos. Hablamos de estos tiempos en los que se han asumido como grandes teorías a ideas más o menos ocurrentes, o traducciones “curatoriales” de las mismas, que solo han servido para que el arte use el pensamiento como un artículo de importación.
Tiempos, en fin, en los que ya se ha agotado la estrategia según la cual un edificio se bastaba a sí mismo para cambiar la fisonomía artística de una ciudad. Un museo de las consecuencias ha de intentar que una programación sea capaz de conseguir ese cometido.
Nada hoy resulta ajeno al arte. Si diseccionamos la colección de cualquier museo, tendríamos que lidiar con un rompecabezas de asuntos que podríamos armar y desarmar como quisiéramos. Así las guerras y los desplazamientos, los conflictos sociales y sus iconografías, los documentos y sus archivos, los pulsos entre la estandarización y las particularidades. No faltarían, por otra parte, reivindicaciones de género, ecologismo, denuncias de estos tiempos precarios…
Trataríamos, en fin, con un compendio de las grandes causas y, por eso mismo, de las grandes decepciones del siglo xx, con el museo proyectando sobre el mundo la imagen de su fracaso.
No es extraño, entonces, que las nuevas generaciones, nacidas digitales, miren con indiferencia a los viejos museos, abonados a la precariedad, el corte y pega o el Do it Yourself. Acostumbrados a producir y compartir imágenes y textos cada minuto de su vida y enfrascados en una exposición cotidiana para la cual no hace falta pisar un templo del arte.
Estas nuevas generaciones son, por así decirlo, extramuseísticas. Aunque no pueden dejar de exhibirse continuamente en las redes sociales. Son egocéntricas, pero les resulta imposible dejar de compartir su experiencia. Generaciones que han visto venirse abajo los modelos de socialismo europeo –bien el comunista del Este, bien el socialdemócrata del Oeste– y que han crecido en medio de un individualismo que, paradójicamente, no puede tener lugar sin socializarse.
Henri Michaux definió al artista como alguien que no puede reprimir su pulsión por dejar huellas. Y debe ser una ironía que esa necesidad irreprimible haya llegado hoy a su máxima expresión… ¡aunque no haga falta ser artista para alcanzarla!
Esa compulsión se ha convertido, de hecho, en una conducta cultural de este tiempo en el que la muchedumbre actúa como si fuera un fotógrafo, un dibujante o un videoartista. Coronando lo que, según el primer Marx, era en realidad la utopía: con la gente cazando y pescando, escribiendo o haciendo música, sin necesidad de ser “cazador, pastor o músico”. O certificando esa idea de Beuys desde la que nos avanzaba que, precisamente por hacer todas esas tareas, cualquiera podía considerarse un artista.
Y es que el malestar del arte no emerge, en nuestro presente, de su dificultad, sino de su factibilidad. Y del acceso sin límites de cualquiera de nosotros a unos medios que hoy registran, segundo a segundo, los infinitos rastros que testimonian el inmenso horror al vacío que gobierna la cultura contemporánea. Una vez cumplido el sueño de Beuys, quedamos abocados a un estilo de vida artística, pero sin arte; una estética sin poética, una exposición continua sin necesidad de museo que la albergue.
Tanto han apostado los creadores contemporáneos por la expansión del arte que, al final, no han podido controlar los pedazos que han quedado gravitando en una galaxia desde la que apenas funciona como un abastecedor de imágenes donde estaba llamado a operar como un generador de imaginación.
Esa propagación ha despoblado al museo, pero no lo ha incendiado. Más bien lo ha congelado, manteniéndolo como ese ámbito neutro que define al viejo White Cube. En este punto, al artista convendría hacerle la misma pregunta que Klosowski, a propósito de Nietzsche, le remitió al filósofo: “¿Es posible hoy esta figura? ¿Es necesaria?”.
En 1979, Rosalind Krauss publicó La escultura en el campo expandido con el objetivo de describir el salto del minimalismo más allá de los propios confines del arte. Ante un malestar que ya no podía resolver en sus predios, y ante la avalancha de los nuevos medios (a veces olvidamos que otras épocas también han sido “tecnológicas”), el arte buscó una dimensión antropológica que le permitiera salvaguardar la escala humana.
Ya el hombre había pisado la luna y Kubrick había estrenado 2001: Odisea del espacio. Ya Paul Virilio había hablado de la estética de la desaparición y Nam June Paik había desplegado el videoarte. Ese mismo año, 1979, Lyotard publicaba La condición postmoderna… Pero Ana Mendieta o Robert Smithson optaron por remontar eras pasadas para sacudir las jerarquías del mundo occidental, indagar en la perseverancia del humanismo previo a la vida moderna o investigar ese momento en el que aún la cultura no circulaba como mercancía. Es obvio que estos artistas se valían de la tecnología del momento, pero su inquietud no estaba determinada por esta. No era la revolución tecnológica, ni siquiera la política, lo que les alentaba –aunque no fueran ajenos a una y otra– sino una resistencia humana, acaso demasiado humana, para que podamos entenderla del todo en los días que marcan nuestro presente.
Entonces, el arte vivía una incomodidad que ya no podía resolver dentro de sus límites, así que no tuvo otro remedio, como apuntara Engels sobre el capital, que expandirse o morir. Pues bien, hoy su dilema se presenta, prácticamente, al revés: o se contrae o desaparece. De ese encogimiento dio cuenta Huxley, para quien no había otra salida que aligerar la abundancia que abocaba al arte de su tiempo a la mediocridad de la misma manera que la mediocridad abocaba a la literatura, digámoslo así, a la abundancia. Por eso el incendio no solo le parecía un mal menor. De hecho, lo entendía, secretamente, como un mal necesario. Y no tanto porque arrasara con la biblioteca o el museo, sino porque gracias a ese fuego nos obligaríamos a reconstruir su orden y la escala de sus valores.
4
Desde esa convicción, hablar hoy de arte contemporáneo apenas tiene algo que aportar. Llamarse “contemporáneo” ha acabado por remitirnos a no decir nada. Sobre todo porque esa contemporaneidad no nos habla de una magnitud temporal y tangible sino “profesional” e inasible. Una coartada para nuestras ínfulas de eternidad que lo mismo cruza a Lenin con Fukuyama y a este con Danto.
Es aquí donde la muerte del arte aparece como uno de los más rentables géneros estéticos: ese que supone el fin del arte como una de las bellas artes.
Desde ese horizonte, es posible soñar, a contrapié, con obras agazapadas que consigan validar esta frase lanzada por Huxley para ahora mismo: “Si tuviéramos tiempo de pensar en otra cosa que no sea la crisis económica, nos daríamos cuenta de que también estamos en las garras de una crisis estética e intelectual”.
De eso tratarían las obras de arte que modularían nuestra supervivencia. Piezas de resistencia que funcionarían como protectores contra la facilidad ígnea de esta época que arde por multiplicación, por abundancia, por sobreexposición, por cantidad, por cifras incontables, y por el triunfo definitivo de lo posible sobre lo necesario.
En ese momento exacto, nos convertimos en el Wittgenstein que aquella mujer invocaba desde su desesperación. Solo entonces, estaremos en condiciones de responder a su clamor y decirle que allí, en su museo de consecuencias, no está completamente sola.