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Tres guardianes del alma uzbeka: el sombrerero, el orfebre y la bordadora

Aunque no se conocen entre sí, estos tres artesanos hablan desde un mismo punto: el amor profundo por una tradición que se niega a morir.

Tres artesanos que hacen obras de arte con sus manos.
Tres artesanos que hacen obras de arte con sus manos. / Foto: Aissa García

Uzbekistán es un país donde los oficios no se extinguen: respiran. En Bujará y Tashkent todavía es posible encontrarse con artesanos que trabajan como si el tiempo no los alcanzara. En ellos, la tradición no es un concepto: es una línea de sangre, una memoria tatuada en las manos.

Tres artistas —un sombrerero, un orfebre y una bordadora— narran, desde sus propios oficios, la historia viva de un país que protege y honra su artesanía como un símbolo de identidad nacional.

El sombrerero de Bujará: cinco generaciones cosiendo historia

El maestro sombrerero cuenta su vida como si relatara una genealogía sagrada. Antes de hablar de sí mismo, enumera con precisión a todos los hombres de su linaje: su tatarabuelo Mahmood, fundador del oficio; luego Ahmed, Murod, Samiev, su abuelo, su padre.

Él es la quinta generación de artesanos que han cosido sombreros en la misma casa donde ahora vive. Una casa que tiene más de cien años y que guarda, en sus paredes, el eco de los golpes de aguja de sus antepasados.

Comenzó a trabajar a los doce o trece años. Hoy tiene cuarenta y siete y más de tres décadas de oficio. Su taller es familia: su esposa y su hija lo ayudan, y sus hijos aprenden a coser junto a él, aunque insiste en que jamás los obligará. “El oficio debe nacer del corazón”, repite.

En Bujará solo quedan entre quince y veinte familias capaces de mantener esta tradición. Cada sombrero puede tardar dos horas o tres días, dependiendo del tipo de piel y su rareza. Algunas piezas son tan especiales que cuestan miles de dólares; él las llama “milagros de la naturaleza”, pieles que brillan como la luna.

Para él, coser sombreros no es un trabajo ni una técnica: es su vida. Cada pieza se lleva algo suyo. Cuando un cliente regresa años después para pedir otro igual, dice que siente la mayor recompensa: la prueba de que su trabajo tiene valor y sentido. 

Anwar Kurbanov: el orfebre que enseña al mundo

En otro rincón de Bujará, dentro de un antiguo caravansar protegido por la UNESCO, trabaja Anwar Kurbanov, maestro del tallado en metal. El lugar donde enseña —y donde las mujeres de su familia tejen alfombras— es el mismo donde, hace siglos, descansaban las caravanas que cruzaban Asia.

Su oficio nació en 1994, cuando tenía once años. Hoy acumula 31 años de experiencia y ha llevado su arte a 42 países, enseñando a niños de manera gratuita. Su madre conserva su primera pieza, como un recuerdo del niño que descubrió en el metal una forma de expresarse.

Para Kurbanov, el tallado en metal bujariano es una tradición que combina ciencia, estética y espiritualidad. Trabaja con cobre, latón y bronce, materiales que, según Avicena, aumentan la hemoglobina. Por eso en Bujará la gente usa joyería y utensilios de estos metales: tazones, platos, ollas, e incluso las grandes calderas donde se cocina el famoso plov.

Cada pieza es totalmente manual, certificada por el Ministerio de Cultura. “Esto está hecho por amor”, afirma.

El caravansar donde trabaja es patrimonio protegido y la UNESCO los apoya en materiales y preservación. Su conexión con el mundo exterior, sin embargo, nace de su deseo de enseñar: formar a nuevas generaciones que mantengan viva una artesanía que pertenece, desde hace siglos, a la identidad uzbeka.

El tallado en metal bujariano es una tradición que combina ciencia, estética y espiritualidad.
El tallado en metal bujariano es una tradición que combina ciencia, estética y espiritualidad. / Foto: Aissa García

Madina Kosymbaeva: la mujer que borda la luz de Uzbekistán

En Tashkent, la vida de Madina Kosymbaeva está hecha de color. Creció en una familia donde el bordado era una costumbre cotidiana: su abuela y su madre hacían chubeyky, las pequeñas piezas redondas que las mujeres uzbecas usan en la cabeza. Madina, desde niña, dibujaba sin descanso; todo lo que creaba con lápiz terminaba convertido en bordado.

Su camino profesional comenzó en el liceo de artes aplicadas y luego en el diseño de moda, donde descubrió su gran amor: el Suzane, un bordado ceremonial que cuenta historias con símbolos, patrones y colores que varían según la región.

Empezó sola, luego enseñó a sus vecinas y poco a poco formó un equipo. Hoy tiene estudiantes de todas las edades: adolescentes, universitarias y mujeres que encuentran en el bordado una forma de identidad y sustento. El Suzane es ahora muy popular, y su taller recibe alumnas todos los días. 

Madina trabaja en un barrio especial: la Ciudad de los Artesanos de Suzukota, construida gracias al apoyo del presidente uzbeko, quien donó tierras para que los artesanos construyeran sus casas-taller. El Fondo de Desarrollo Cultural también las respalda, exentándolas de impuestos y facilitando su participación en exposiciones internacionales.

Cada Suzane que produce es único.

La escuela de Tashkent borda soles, lunas y estrellas: un lenguaje cosmológico.

La de Bujará recrea jardines: árboles, flores, pájaros.

Cada símbolo encierra un deseo: luz, bienestar, prosperidad.

Su vida transcurre sin descanso: trabaja siete días a la semana. Por las mañanas llega su equipo, los encargos se acumulan, las exposiciones se preparan. Sus hijos van y vienen entre la casa y el taller. “Toda mi vida es Suzane”, dice con una sonrisa tranquila.

Ama profundamente su país y su familia. Asegura que, aunque viaje por el mundo, siempre quiere regresar a Uzbekistán, al lugar donde aprendió que bordar es una forma de agradecerle a la vida. 

Madina trabaja en un barrio especial: la Ciudad de los Artesanos de Suzukota.
Madina trabaja en un barrio especial: la Ciudad de los Artesanos de Suzukota. / Foto: Aissa García

Tres oficios, un solo latido

Aunque no se conocen entre sí, estos tres artesanos hablan desde un mismo punto: el amor profundo por una tradición que se niega a morir.

El sombrerero que cose generaciones.

El orfebre que moldea el metal con la delicadeza de un poeta.

La bordadora que pinta el universo con hilo y aguja.

Los tres sostienen, desde sus talleres, lo que Uzbekistán es y lo que seguirá siendo: un país donde el arte no es memoria; es identidad viva.