CIUDAD HIDALGO, Chiapas, 20 de octubre.- El puente fronterizo “Rodolfo Robles” se ha convertido en un campo de refugiados. “Ha sido una noche dura, hizo mucho frío, pero espero que ya pronto nos dejen pasar”, dice Alba Soriana, de 26 años, mientras se acerca a una camioneta para recibir agua y comida a primera hora del sábado.
Los voluntarios guatemaltecos sirven tortillas de maíz, frijoles y arroz en pequeños platos de unicel.
El grueso de la caravana de migrantes hondureños durmió sobre el pavimento, en casas de campaña improvisadas, recostados en sábanas y cobijas que los resguardan de la lluvia por la noche y del intenso sol por la mañana.
El paso fronterizo, uno de los dos que conectan a Tecún Umán con Ciudad Hidalgo en México, está completamente colapsado. Es un barrio que respira el ambiente de la caravana: los niños juegan al fútbol, los bebés gatean entre las lonas de plástico y los adultos matan el tiempo bajo la casa que han erigido junto a un letrero de migración. Se venden cigarros, agua, paletas de hielo. El calor y la humedad sobre el río Suchiate han arreciado y son sofocantes.
Los inmigrantes han organizado tres cordones de paso para controlar el flujo hacia la aduana de México. Y aunque las solicitudes de refugio y de tránsito avanzan a paso lento, la desesperación es palpable. “No vemos resultados”, reclama Lobo Hernández, mientras custodia uno de los cercos.
“Tenemos que estar al tiro [atentos], porque la gente sigue llegando, la gente tiene miedo, no quieren que les pase nada a sus niños”, explica Germán Pavón, de 30 años, poco después de recibir la llamada de dos primos y de otros amigos más que ya cruzaron hacia Guatemala y que ya se enfilan hacia México. Las cifras de migrantes hondureños y centroamericanos que se suman a la caravana fluctúan en miles (entre las 4,000 y 10,000 personas, según estimaciones).
Pese al blindaje en los cruces fronterizos, algunos hondureños han logrado llegar a México, donde ya se han instalado algunos albergues. “Nunca pensamos que México iba a ser así, que las autoridades iban a reaccionar de esa forma”, lamenta Jocelyn Hernández, de 27 años, que pasó la noche en el parque principal de Ciudad Hidalgo. Ya no tiene ropa ni dinero, solo carga una pequeña mochila con agua y medicinas, y una bolsa con juguetes de su hijo. “Soy mamá soltera y como mujer viajar sola no es una opción, hay muchos peligros”, explica. Se ha habilitado un albergue en un pequeño auditorio aledaño, aunque la mayoría ha dormido a la intemperie. “Si no cruzábamos en balsa, nos quedábamos en Guatemala toda la vida, vamos a esperar a otros que sigan pasando y seguiremos hacia Tapachula (a 50 kilómetros)”, dice Óscar Flores, de 35 años, que viaja con sus dos hijos desde el departamento de Yoro. “Ya me comuniqué con mi familia, me piden que tenga cuidado, tienen miedo de que me deporten y haya represalias”, agrega preocupado.
Autobuses para el regreso a Centroamérica
“Ya fue suficiente, prefiero no arriesgar más”, comenta resignado Juan Sánchez, de 33 años, a bordo de un autobús color verde olivo, que el Ejército guatemalteco ha dispuesto para organizar el retorno a Honduras de quienes desisten.
En las filas traseras se extiende una treintena de caras largas y miradas perdidas.
Entre la noche del viernes y la mañana del sábado han partido 10 autobuses de la Policía Nacional y otro más del Ejército. “Son grupos de 20, 30 hasta 40 personas, dependiendo de si vienen niños”, explica Érick Cermeño, uno de los encargados de la oficina de migración. Los vehículos salen a Agua Caliente, en el límite entre Honduras y Guatemala, a 12 horas de la Frontera Norte. Se esperan al menos cinco autobuses más, pero aún no hay un dato exacto de cuántos saldrán, explica Cermeño.
(EL PAIS)