Francisco Javier Pizarro Chávez
México se encuentra inmerso en una turbulencia, esto es, en un movimiento con trayectorias sinuosas y agitadas.
Si bien es cierto el proceso de transición de poderes se ha desarrollado hasta ahora de manera civilizada, en la medida en que avanza y se acerca el cambio de poderes, afloran por aquí y por allá torbellinos de naturaleza y magnitudes diversas.
Eso era previsible. Todo cambio, modificación, transformación, genera incertidumbre. El pasó de un Estado a otro, se quiera o no, altera la estructura, propiedades y leyes vigentes, o sea lo establecido.
La cuarta transformación de México que el presidente electo promueve, indudablemente va enfrentar resistencia, bloqueos e inclusive conflictos de quienes se sientan afectados en sus intereses, así como los que se sientan defraudados.
La clase empresarial y política están sumamente preocupados e inquietos, aunque lo disfrazan bien y se arropan buscando la condescendencia y empatía con el hoy presidente electo, con el que tienen constantes y corteses reuniones.
Peña Nieto puso la muestra. Desde el día de la elección reconoció la victoria del hoy presidente electo Andrés Manuel López Obrador, lo que no necesariamente fue un gesto de civismo, democracia y legalidad, sino de temor.
Entiende perfectamente que el sistema político que él encabeza hasta ahora colapsó por su ineficiencia y corrupción, del mismo como Presidente, de su gabinete y funcionarios, y desde luego gobernadores y legisladores del “nuevo PRI” que saquearon las arcas públicas.
Otros actores, como la partidocracia y sus legisladores de minoría, han transitado sin escrúpulo alguno por dos vías:
Una, la de sumarse incondicionalmente a la mayoría legislativa de Morena en el Congreso de la Unión, congresos locales y gubernaturas en las entidades donde el Movimiento de Regeneración Nacional es la fuerza política hegemónica.
La otra negociar acuerdos con algunos de los dirigentes de Morena para conservar sus cotos de poder y sobrevivir “como partidos y oposición responsable”.
A la oligarquía enriquecida con canonjías gubernamentales como el no pago de impuestos, asignación de contratos directos y favores de todo tipo, le preocupa sobre manera, no el cambio de régimen político, sino ante todo que se echen abajo las reformas estructurales –particularmente la energética y la de minería–, las cuales los catapultaron para ingresar al círculo de los hombres más ricos del mundo.
Obvio que no lo dicen abiertamente. Apelan a la estabilidad económica y financiera, que se respete la propiedad privada y por supuesto la libre competencia que como advirtió el francés Pierre Joseph Proudhon, es la que irremediablemente se come a los peces más débiles y fortalece a los tiburones del monopolio.
Se incurriría en un gravísimo error, si no se pondera la reacción, intereses, necesidades, sueños, esperanzas, de los que están en la otra cara de la moneda.
Me refiero a los más de 30 millones de electores que votaron a favor de la 4ª transformación, de los cuales la inmensa mayoría la concibe no como un proceso sino como un decreto que se implementará en cuanto López Obrador se ponga la banda presidencial.
Y eso es sumamente delicado. Los temas que a ellos les preocupan son muy distintos a los de los empresarios y la clase política. Desde luego que celebran y aplauden qué el gobierno entrante ponga freno a la corrupción y la impunidad, que sea austero y no abuse del poder.
Pero eso no les llena del todo. El sueño de todos ellos es el de mejorar sus condiciones de vida, que se ponga freno a la violencia y la inseguridad; que sus hijos tengan acceso a la salud y la educación, a un empleo bien remunerado, pensiones y jubilaciones dignas, hogares decorosos y, sobre todo, se respeten sus derechos y se les trate dignamente.
Para que ese sueño se convierta en realidad, Se requiere no sólo de voluntad política –que AMLO la tiene– sino también de recursos suficientes para atender los tres indicadores que desde 2007 organismos internacionales como el centro de investigación Fondo para La Paz, han colocado a México en el lugar 98, en la lista de países de “Estados Fallidos”: El crecimiento económico, el abatimiento de la desigualdad social y pobreza, la inseguridad y la violencia.
Para impulsar el desarrollo económico, desde mi modesto punto de vista, se requiere rescatar la soberanía energética y garantizar la producción de alimentos, ejes fundamentales para incrementar la tasa de crecimiento, y con ello abatir la desigualdad y pobreza del grueso de la población que el crimen organizado y los cárteles de la droga aprovechan para engrosar su ejército de reserva con jóvenes y comunidades marginadas.
Un gobierno austero, con políticas públicas como las que AMLO ha propuesto, son sin duda alguna una plataforma importante para la regeneración de la nación.
Pero eso no es suficiente. Se requiere también reestructurar el pacto social que la Constitución de 1917 creó. El neoliberalismo lo desmanteló de los pies a la cabeza con su sociedad de consumo que nos transformó de ciudadanos a clientes y pedigüeños.
Para reestructurar el tejido social vigente, se requiere de la participación de los ciudadanos, no del asistencialismo.