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Opinión

Lujo, miseria y arte

Es un proceso histórico ampliamente reconocido que el ser humano estuvo en posibilidades de producir arte desvinculado de las necesidades básicas, como la comida y el vestido, precisamente cuando éstas fueron satisfechas, al menos para ciertos segmentos sociales. Las implicaciones de ello son, sin embargo, variables. Lo primero que hay que notar, me parece, es que ese proceso histórico colectivo no tiene un paralelo en los individuos de la sociedad contemporánea, es decir, en el mundo actual no son quienes más fácilmente satisfacen sus necesidades básicas quienes más tiempo dedican a actividades estéticas. Más aún, visto el asunto con detenimiento, las cosas suelen ser al revés; es decir, la dedicación al arte puede encontrarse más vinculada a la satisfacción de las necesidades básicas que a la holgura económica. El universo de practicantes de artes -y la producción artística misma- es de profesionales, de personas que dedican la vida a las artes encontrando en ellas, con mayores o menores precariedades, un modo de vida.

Las razones de la diferencia entre el proceso histórico colectivo y la vida individual cotidiana del presente son diversas. Entre ellas destaca el hecho fundamental de que, pese a la precarización laboral de las últimas décadas, las luchas sociales seculares han dejado su huella y hoy la mayor parte de quienes trabajan todos los días para sobrevivir disponen, al menos irregularmente, de tiempo libre. Esto significa que el consumo del arte llega, cierto que de manera muy diferenciada, a todo el espectro social. Esto se ilustra claramente con el consumo de música, cine o televisión. El acceso a los productos artísticos es hoy mucho más extendido socialmente que en los inicios de la Revolución Industrial, por ejemplo. Otra diferencia básica es que el arte es también un objeto económico. Tocar un instrumento, pintar o bailar, más allá de la satisfacción personal o el deleite estético del artista son productos que se venden, generalmente a bajos precios, en el mercado contemporáneo. La necesidad de sobrevivir y la capacidad creativa encuentran en ello espacios compartidos, independientemente de la fuerte y compleja tensión entre lo artístico y lo rentable.

Estos dos factores, entre otros, permiten notar la relevancia específica del arte para el conjunto de la población el día de hoy; relevancia en general comparable a la de otros momentos, pero que se sustenta en condiciones sociales particulares. El disfrute del arte tiene hoy condiciones para ser masivo, extenso, intenso y cotidiano que no tuvo en otros momentos. En México, con las limitaciones reales que se quiera tener en cuenta, decenas de millones de personas pueden, con sólo decidirlo, acceder a contenido audiovisual, ampliamente diverso en todos los sentidos, desde sus teléfonos inteligentes. El acceso a muchos de los productos artísticos de mayor calidad ya no está restringido por una barrera infranqueable.

Pero internet no basta. El que los mexicanos sean mejores consumidores de arte, o el que los artistas puedan vivir de ello, no es un producto natural del mercado; por el contrario, en la lógica de éste, el logro de la mayor ganancia para el capital, la calidad del arte es algo secundario, cuando no contraproducente. Es por eso que el sano desarrollo artístico de la sociedad exige la participación del Estado a contrapelo de las presiones mercantiles. El gasto público en este terreno, y en espacios que van desde la amplia difusión hasta el sostenimiento de la formación de artistas, no puede ser entonces visto como un capricho que sólo deba ser atendido una vez satisfechas las necesidades básicas de la población: el arte es, justamente, una de esas necesidades.

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