
Me pareció sumamente atinada la propuesta del presidente de China, Xi Jinping quien, en la recién finalizada Cumbre del Grupo de Shanghái, propuso una “gobernanza global del mundo”, sustentada en los mismos preceptos de igualdad soberana de los estados, multilateralismo e inclusividad que hace 80 años inspiraron la Carta de la ONU que llamó a respetar.
Lo nuevo y trascendental en la propuesta de Xi, apoyada por los otros nueve países miembros de la organización, entre ellos Vladimir Putin, presidente de Rusia, y Narendra Modi, primer ministro de la India, es poner fin a las actitudes imperialistas, al intervencionismo y a las hegemonías.
Aunque una nueva gobernanza como la propuesta, requiere una reforma más o menos profunda, de instrumentos de gobierno internacional, incluidas la Carta de la ONU, la Asamblea General y el Consejo de Seguridad, no supone una actitud nihilista, ni la ruptura con las instituciones vigentes, sino su perfeccionamiento.
En términos políticos, comparado con una pirámide, respecto a los años cuarenta del pasado siglo, cuando, con la victoria sobre el fascismo, concluyó la II Guerra Mundial, el mundo ha cambiado de modo extraordinariamente desigual. Entonces, en la parte ancha, existían apenas unos 50 estados independientes que aumentaron hasta unos 200 y, de las cerca de 100 colonias, hoy no existe ninguna.
Entonces hubo cinco potencias ganadoras, Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China, las cuales, con legitimidad, ejercieron el derecho a diseñar el sistema político internacional que regiría en la posguerra a escala planetaria. 80 años después, aunque con matices, el mundo es regido, no solo por un número idéntico de potencias, sino que, asombrosamente, son las mismas.
Los Cinco Grandes ya mencionados: Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China, dictaron los preceptos de la Carta de la ONU, el más importante documento jurídico de todos los tiempos y las bases del derecho internacional contemporáneo. En la Conferencia de Bretton-Woods y La Habana acordaron el diseño y la estructura del sistema financiero, las reglas para el comercio mundial (GATT) y los preceptos para el Tribunal Internacional de La Haya.
En la Conferencia de Yalta, entonces parte de la Unión Soviética, tres de los cinco grandes: Roosevelt, Stalin y Churchill, mediante un consenso no escrito, sin tratados ni documentos y que se maduraba desde 1943 cuando, por primera vez, los tres líderes se encontraron en Teherán y comenzaron a concebir el reparto de Europa en áreas de influencia, hecho que, aunque evitó discusiones y confrontaciones, tuvo repercusiones en el devenir y, entre otras cosas, estuvo presente en la Guerra Fría.
En 1946 en Fulton, Estados Unidos, Winston Churchill, entonces ex primer ministro británico, con el presidente de Estados Unidos Harry Truman a su lado, pronunció el que sería el más famoso de sus discursos en el cual se desdijo de lo asumido en Yalta al denunciar en términos peyorativos lo que antes había apoyado:
“Desde Stettin -dijo- en el Báltico hasta Trieste en el Adriático, un telón de acero ha descendido sobre el continente…que se encuentran en lo que debo llamar la esfera de la vía soviética… sujetas, de una forma u otra, no solo a la influencia, sino a un control muy alto y, en muchos casos, cada vez mayor, de Moscú…”
Sin vacilar y con absoluta franqueza, Stalin respondió: “… Los alemanes invadieron la URSS a través de Finlandia, Polonia, Rumania, Bulgaria y Hungría. Pudieron hacerlo porque, en ese momento, existían gobiernos hostiles a la Unión Soviética… Entonces, ¿qué puede sorprender a la Unión Soviética, ansiosa por su seguridad futura, de que existan gobiernos leales a la Unión Soviética en estos países?
Aunque es preciso estudiar a fondo las conclusiones del encuentro de Shanghái, el modo distendido y los pronunciamientos constructivos y pacíficos, así como los llamados al diálogo para resolver los problemas, parecen ser saldos altamente positivos. Prometo profundizar en este encuentro. Allá nos vemos.