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Yucatán

ECO, Escuela de Conciencia

Dr. Gaspar Baquedano López

¿Cuál es el sentido de mi vida?

Acostumbrados a mirar las cosas de manera lineal, percibimos la vida y la muerte de manera fragmentada. Para la mayoría de nosotros, cuando nacemos se traza una línea que inevitablemente va a ser truncada. A lo largo de ella atravesamos por situaciones a las que arbitrariamente dividimos y llamamos las edades: infancia, adolescencia, madurez, ancianidad, hasta que llegue el momento de morir, y eso nos angustia. Es así como sentimos que necesitamos encontrar el sentido de nuestra vida.

La percepción de eso que llamamos nuestra vida está condicionada por el “Yo”: yo soy, yo existo, yo vivo, yo pienso, yo quiero. De la misma manera, esa percepción está condicionada por el Tener representado por la palabra “mi”: mis cosas, mi casa, mi pareja, mis hijos, mi dinero. Hacia ello desarrollamos apego y, al sentir que esas cosas nos pertenecen, nos atemoriza la idea que la muerte ponga punto final a todo ello. La investigación de nuestros miedos acerca de la muerte puede llevarnos a descubrir una realidad que por todos los medios deseamos ignorar: lo que en realidad tememos es vivir con plenitud.

El miedo no existe por sí mismo, siempre está en relación con nuestras necesidades, por lo que el miedo a la muerte, más que temor a lo desconocido, es angustia de perder lo conocido. Para mitigar ese miedo a la muerte creamos infinidad de rituales cotidianos individuales y colectivos, con la función social de aliviar nuestra angustia de morir, o mejor dicho, de perder lo que tenemos en esta vida: poder, fama, familia, amigos, afectos. Todos estos intentos de encubrir nuestro miedo a la muerte en realidad son mecanismos de evasión de un temor mayor: el miedo a la vida.

Vivimos, pero nos quejamos de que no sabemos para qué; la vida no parece tener sentido alguno y por ello nos enfrascamos en teorías y creencias de las que angustiosamente esperamos una respuesta. Estamos tan descontentos de nuestra vida pues la sentimos tan monótona, insípida, vacía y superficial, que deseamos algo más, algo que esté más allá de lo que hacemos y dé sentido a tanto dolor y confusión.

Gran parte de nuestra dificultad radica en que siendo tan hueca nuestra vida, queremos hallarle un sentido para lanzarnos tras él, pero al seguir un propósito nos hacemos esclavos e impedimos nuestro vuelo a la libertad. Ese propósito o sentido de nuestra vida puede ser cualquier cosa: la felicidad, el tener poder o una creencia política, religiosa, el cielo, Dios, la reencarnación, la “iluminación” o lo que sea. Pero en realidad lo que hacemos es evadirnos de nosotros mismos.

La construcción del suicidio

Construimos el sentido de nuestra vida a partir de ideas que se encuentran saturadas de todo nuestro pasado que es la memoria de lo conocido. Estas ideas que regirán nuestra vida, son el resumen de nuestras necesidades y creencias que hemos ido acumulando y organizando a lo largo de nuestra existencia. Pero esta construcción no se realiza de manera solitaria ni casual, sino que se da al través de la relación social. Pongamos como ejemplo la felicidad: ¿nos hemos detenido a revisar qué queremos decir cuando exclamamos que queremos ser felices? ¿Desde dónde y cómo se estructuró la idea de eso que llamamos felicidad? Sin embargo, ¡todos queremos ser felices! Pero si nos decidimos a indagar con seguridad encontraremos que esa idea que le da sentido y rige nuestra vida, es el producto de un conjunto de creencias que se nos presentan como modelo y a partir de las que se decide quién es feliz y quién no.

Así, para muchas personas la felicidad es el Tener en sus múltiples variantes: poder, riqueza, éxito social, pertenencia a clubes “exclusivos”, belleza, etcétera. Todas estas ideas del Tener como sinónimo de felicidad, son de alto impacto en esta cultura que hemos creado y, por ello, hay personas que se sienten prácticamente aniquiladas por el hecho de sentir que no son porque no tienen. Tal sentido de la vida fundamentado en el Tener, es el que margina, excluye y denigra a quien no posee el nivel económico que se ha impuesto como modelo y que a diario se promueve como la felicidad. Cuando nos empeñamos en buscar el sentido de la vida, lo que en realidad sucede es que escapamos y no comprendemos qué es eso que confusamente llamamos vivir. Y de la misma manera, cuando decimos que ya no tiene sentido nuestra vida, es que nuestras necesidades y expectativas no se cumplieron, o bien, porque algo o alguien nos ha arrancado violentamente de nuestros apegos. Aquí está una de las puntas de la madeja para comprender cómo comenzamos a construir nuestro suicidio.

La Vida es Relación con los Demás

Vivimos bajo la ilusión de la espiritualidad, madurez y salvación individualista, aislada y enajenada. Esto es parte del modelo que las religiones autoritarias, como estrategia de control social, proponen como el sentido de la vida y de la felicidad. Decimos que se trata de nuestra vida y que podemos hacer con ella lo que nos pegue en gana. Creemos que la vida individual nos pertenece y, de esta manera, pasa a formar parte del inventario de las cosas que sentimos nuestras.

Así, atentamos contra ella bajo la ficción de que se trata de una decisión y de un acto estrictamente personal y voluntario. Sin embargo, el suicidio no es un acto individual, es una acción personal que se crea en lo social y repercute en ello. Pensamos que quien termina con su vida lo hace bajo el derecho de lo individual; pero en realidad, la vida se construye en la relación con los demás y no es pertenencia exclusiva de nadie.

Bajo esta perspectiva es posible comprender nuestras acciones y al observarnos atentamente cómo nos relacionamos con personas, cosas, propiedades, creencias, descubriremos quiénes realmente somos. La idea de vivir aislado para encontrar el sentido de la existencia, fragmenta la relación con los demás. Es en esta relación en la que podemos mirar y reconocer cómo se estructuran nuestros apegos, miedos y fantasías acerca de lo que somos. En la observación atenta de la manera de relacionarnos, es posible descubrir nuestra dificultad para el compromiso al igual que las maniobras de evasión que ejecutamos cuando somos confrontados con nuestra realidad.

Miedo al compromiso

Vivir es comprometerse y, es precisamente aquí, en donde residen la mayor parte de nuestros miedos. La palabra compromiso es manoseada a diario por políticos, líderes religiosos, moralistas y demagogos que pervierten el significado de la responsabilidad social. El compromiso no es precisamente ir a hacer cosas por alguien, adoptando posturas protagónicas y de lucimiento personal, para recibir el aplauso social que nos valide como ciudadanos ejemplares y comprometidos con tal o cual causa. El verdadero compromiso no conoce causas, ideologías o creencias, pues eso sería un acto de obediencia disfrazada de disciplina hacia algún partido, institución o creencia.

Una persona comprometida es esencialmente un rebelde desobediente al dogma autoritario que se nos impone para ser venerado sin cuestionamiento alguno. El compromiso con nosotros genera temor, porque eso implica necesariamente el confrontarse y despojarse de los mitos, fantasías e ilusiones que nos hemos formado acerca de lo que somos o deberíamos ser. Comprometerse significa despertar del sueño profundo en el que hemos caído, al seguir la autoridad de alguien con el pretexto que de esa manera seremos más espirituales, sabios o inteligentes.

En realidad todo eso es parte de un sofisticado proceso de sujeción. El compromiso atemoriza porque, entre otras cosas, significa relacionarse responsablemente con los demás como resultado de la comprensión de que el mundo y nosotros somos la misma cosa y esta percepción desencadena en nosotros el Despertar de la Conciencia. El compromiso implica la renuncia a lo individual, y el nacimiento de la relación de los demás. El compromiso comienza con uno mismo cuando nuestra despierta nuestra conciencia.

Miedo a transformarnos

Nos asusta la idea de transformarnos y de abandonar lo conocido que nos da seguridad: la rutina de una relación amorosa, hábitos, conocimientos, tradiciones y costumbres. Queremos que todo esté bajo control, en el lugar correcto, sin imprevistos ni sorpresas: necesitamos respuestas para nuestras dudas, seguridades para nuestras desconfianzas, certezas para las incertidumbres, e inmortalidad ante la muerte.

Ante todo esta ilusión, la idea de la transformación resulta particularmente amenazante y a lo más que nos arriesgamos es a hacer pequeños cambios superficiales que aseguren que las cosas seguirán igual. Cambiamos, sí, pero en la manera de ejercer el poder, de gobernar, de conformar las instituciones, de explicar la “verdad”, de imponer el dogma y de ejercer la autoridad con hijos, parejas, etcétera. En el fondo, se trata de continuidades disfrazadas de cambios y cuya finalidad es proporcionarnos el narcótico de la seguridad que viene dosificado en las creencias a las que nos aferramos en forma fanática. Por ello hacemos todo lo posible por ignorar que la vida es esencialmente revolución.

La transformación de fondo, de nuestra esencia, es la revolución interior desencadenada por la comprensión de nuestra realidad, generando un profundo descontento y a su vez, el deseo de una transformación radical en la manera de percibirnos a nosotros mismos y a los demás. Al percibir la totalidad de las cosas sin las fragmentaciones causadas por las diferentes creencias e ideologías, quedamos con las manos libres porque soltamos las amarras de la imposición. El sentido de la vida es una imposición que proviene de quien nos dice cómo vivir. Y si me desvío y no lo encuentro, me desligo de mi vida y comienzo a construir mi final.

Con las manos sin ataduras es posible realizar un trabajo de la más alta calidad construyendo la percepción de la realidad momento a momento, aquí y ahora, sin los fantasmas del ayer ni del mañana. En ese acto de libertad, un espíritu revolucionario no ve la muerte como final ni como principio, ni tampoco como interrupción o continuidad, sino como aspectos armónicos de un mismo proceso.

El percibir la totalidad de este proceso nos libera del temor a morir que, en el fondo, es en realidad un miedo profundo a vivir con intensidad. El miedo a la muerte es uno de nuestros trucos favoritos para negar que lo que en realidad tememos, es vivir con plenitud el día de hoy, y llevar a cabo la revolución interior que puede enfrentarnos con un temor aún mayor: el miedo a nuestra libertad.

ECO, Escuela de Conciencia

En septiembre, Diplomado en Suicidología. Solicite una entrevista sin costo al correo baquedano@yahoo.com

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