Luis Carlos Coto Mederos
Ricardo Riverón Rojas
IV
1747
El pan que me alimenta
y el lecho en donde yago
Aspiro a sacar la cuenta,
pues sé que debo el rumor
de la mañana, el sabor
de este pan que me alimenta.
Como no es cara la renta,
dentro de mí, lento, vago
y a las montañas les pago
cegándome con el verde
mientras mi otro yo se pierde
en el lecho en donde yago.
Los recuerdo que atesoro
de un patio, mi torpe aliño,
me hace regresar al niño
que ya no soy cuando lloro.
El gay-trinar que deploro,
como es nuevo, no es mi rol,
y es que debo al caracol
que adivine su sendero
como debo al limonero
que madure bajo el sol.
Pero al cabo, nada os debo
porque comparto el azul
y en mi anémico baúl
muy poca cosa me llevo.
Estrellas y lunas bebo,
pues son mi tema y mi asunto
y al beberlas me pregunto
qué invento para estar vivo
si debéisme cuanto escribo
desde la coma hasta el punto.
Cuando a mi trabajo acudo
invento flores: soy mago;
con ese dinero pago
el sueño donde me escudo.
No me importa quedar mudo
cuando canta el infinito:
de la tarde soy proscrito,
pues con el polen de octubre
tiño el traje que me cubre
y esa es la mansión que habito.
Este soliloquio es plática
con la luz que salta adentro
de mí mismo, desde el centro
de cierta voz algo errática.
Ciega, sorda a la gramática,
enciende una hoguera fría
y le amansa el aura al día
con el monte como abrigo
cuando converso conmigo
sobre la filantropía.
Voy ligero de equipaje;
nada debo, pues pagué;
me llevo el verde, mi fe,
mis flores y un solo traje.
Cargo el rumbo del oleaje
-pagaré con poesía-
y aunque la noche esté fría,
como del sol nadie es dueño,
no pienso entregar mi Sueño
para hablarle a Dios un día.
1748
Oigo un disco de Percy
Faith y me visitan alucinaciones de entonces
Mirando a la de las trenzas
(y en la guásima al sijú)
me deleitaba: Only you…
bajo nubes indefensas.
En esas mañanas densas
con cierto matiz de plata,
al desatarlas –fogata
para alumbrar la campiña–
las trenzas de aquella niña
eran una catarata.
Anhelé, bajo el calor
de la canícula infiel,
restaurarme con la miel
de algún verano de amor.
Nada después fue mejor
(cayó el sol tras los matojos),
pero aquellos grises flojos
engendraron lo sagrado,
porque al soltarse el peinado,
se alzaron, tras él, mis ojos.
1749
Carmen mía
Creíste que había muerto
de tu herida en el costado.
Ignoras que he navegado
con la proa a ningún puerto.
Siempre con el pecho abierto
(da igual ganar que perder)
me lancé a un atardecer
por donde jamás anduve,
y aunque hoy viajo en una nube:
aquí está el pecho, mujer.
Desbórdalo sobre el tuyo
cuando la noche te obligue
y cuídalo, porque sigue
el rastro de algún murmullo.
Aunque del espanto huyo,
llévalo a donde tú vas,
y así, sin brindarle paz,
que beba en tus manantiales
cuando enjuagues los pañales,
que ya sé que lo herirás.
Pero no será tu herida
la que los sueños me corte.
Me heriste y tal vez soporte
vivir sin sueños la vida.
Tu puñal: la despedida
que te convirtió en ayer.
Tu herida piensa crecer,
limpia donde no se vea.
Qué importa cuán grande sea;
más grande debiera ser.
Y yo debiera estar lejos
de estas ganas de existir,
porque el arte de morir
nos acecha en los espejos.
Con mis versos, óleos viejos,
debo, sin mirar atrás,
llegar al mundo en que estás
(todo de espuma en el lecho)
y decirte: aquí está el pecho
para que lo hieras más.
1750
Espejismo rural
¿Quién puso a soñar al río
dentro de su propio espejo?
¿Fue Dios, o fue aquel reflejo
contra el pabellón umbrío
del aire? con desvarío,
mueve traslúcidos peces.
Su serpenteo y sus eses
la arrastran hacia el olvido
como un fantasma aturdido
que guiña el ojo mil veces.
Todo a su paso lo deja
sedado por la ansiedad,
duende eterno de una edad
que, sin llegarnos, se aleja.
Truenos. La lluvia. Su queja
se torna lúdico abrazo.
Tiende, brillante, su lazo.
Nos inaugura el vacío.
Y al mirarnos en el río
estamos siempre de paso.