La celebración de los finados y las ofrendas en los altares son expresiones vivas de una tradición que ha resistido generaciones. De ella nacen relatos que desafían las leyes naturales, historias que parecen superar lo real y que, al escucharse, resultan casi increíbles.
Don Manuel Dzul Ek, cantor y rezador reconocido por oficiar novenarios en los rituales dedicados a los muertos, compartió uno de esos relatos que entrelazan simbolismo, misterio e identidad profunda del Mayab.
“Si alguien no cree en nuestros relatos, por lo menos que guarde respeto, porque cada pueblo tiene su cultura y su forma de explicarlos” dijo con sabiduría en una entrevista, en lengua maya.
Mientras recordaba, con esa mirada que sólo los hombres sabios poseen, un céfiro envuelve el ambiente como si los ts’ules (visitantes) y yuumtsiles (protectores) de la tierra lo arroparan. Respiró hondo, observó a su alrededor, y con serenidad afirmó: “Lo increíble, muchas veces, no es mentira; solamente es difícil de comprender”.
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“Una tarde como tantas otras fui a oficiar un novenario en Huechembalam. Era el rezo del tercer día, cuando el alma, ya desprendida del cuerpo, transita únicamente como espíritu”. Explicó que ese momento es sagrado, un acto para recordar que el difunto ya dejó la vida terrenal y se ha convertido en pixán. Sin embargo, su primo Bernardo Caamal Ek (que en paz descanse), invadido por la incredulidad, refutó la ceremonia.
“La gente que se muere, muerta está. Pongas lo que pongas en la mesa, no lo come; reces lo que reces, no lo oye. Los pixanes no existen”, sentenció.
Don Manuel, sin dar mayor importancia al comentario, inició el ritual un tanto afligido. Colocó las ofrendas y comenzó el rezo invocando el nombre de Higinio Caamal Uc. Entonces, entre las velas y las imágenes sagradas, apareció un pequeño ratón. Caminaba debilitado, como si la misma brisa que movía las llamas de las velas le restara fuerza. Su diminuto cuerpo parecía emitir un leve resplandor, y cada paso resonaba como un susurro; hasta el humo del incienso pareció detenerse. “El finado era octogenario”, recordó.
Aquel xpuukil ch’o’ (roedor) cruzó entre velas y flores, se acercó a las tortillas y royó una. Luego giró hacia el lak (taza de barro) con la comida. Con el pedazo de tortilla en el hocico, lo remojó en el recipiente, como si preparara bocados. Lo hizo varias veces ante la mirada atónita de don Manuel.
Sin salir del asombro, llamó a su primo. Bernardo se acercó y presenció la escena, que parecía tocar el umbral entre el mundo de los vivos y el de los espíritus. En ese instante confesó su arrepentimiento. Sintió entonces una energía misteriosa recorrerle el cuerpo y, de forma inevitable, comenzó a arder en fiebre.
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Dzul Ek relató que su primo mandó hacer varios novenarios para curarse y que, aun en sus últimos días, seguía dando testimonio de lo que vivió.
Contó también que su padre, don Juan Dzul Uc, fue quien le transmitió desde niño el conocimiento para oficiar los novenarios.
“Infinidad de veces he rezado por los muertos, pero este pasaje lo tengo muy fresco porque ocurrió hace apenas unos años”, aseguró.
Afirmó que los pixanes se manifiestan, sobre todo ante quienes dudan de su existencia.
“La comida que se les ofrenda es lo que en vida gustaban de comer, como si el aroma de esos platillos fuera el camino que los guía de regreso al hogar cada año”, explicó.
Los ancianos de Huechembalam y Tiholop coincidieron en que el respeto hacia las almas nunca debe faltar. Dicen que, cuando se aproxima su visita, hasta el viento parece guardar silencio, como si también él reconociera el paso sutil de quienes vuelven, atraídos por el incienso y por la memoria viva de su pueblo.