Por Ariel Avilés Marín
Los árboles viejos, dan los frutos más dulces.
Alfonso Paso
Un excelente grupo teatral, bajo la dirección de un miembro de la dinastía de actores y directores Ortiz de Pinedo, nos ha traído por una sola noche una divertida y magistral comedia española de la década de los sesenta del siglo XX; nada menos que Cosas de papá y mamá, de la autoría de uno de los escritores teatrales españoles más gustados universalmente, Alfonso Paso. De la abundante producción de Paso para la dramaturgia destacan varias obras, como El armario, ¡Cómo está el servicio!, ¡Estos chicos de ahora!, Las que tienen que servir y, desde luego, Cosas de papá y mamá.
La obra de Alfonso Paso es una amena y divertida comedia que posee un valor trascendente, su universalidad, lo cual queda evidenciado en su vigencia de actualidad al problema que presenta, y alrededor del cual gira el meollo de la trama: la incomprensión de los hijos hacia las necesidades afectivas de los padres, ya en la tercera edad; la capacidad de los mayores de abrigar en el pecho una pasión profunda, la capacidad de recuperar sus fuerzas y actitudes positivas al toque de la ilusión, la incapacidad de las nuevas generaciones de entregarse sin reservas a lo que el corazón manda sentir, pero el cerebro se niega a seguir. Todas y cada una de las propuestas de la obra son presentes y vigentes en nuestros días, como lo eran en 1960, año de estreno de la obra en España.
Cosas de papá y mamá, se estrena el 8 de abril de 1960 en el teatro Infanta Isabel de Madrid, con los protagónicos de Isabel Garcés, genial actriz que dejó profunda huella en el cine español del siglo XX, en el papel de Elena, la mamá. Rigoberto, el papá, lo fue Manuel Dicenta, hijo del gran poeta español Joaquín Dicenta. Su estreno en Ciudad de México fue en 1962, en el teatro de los Insurgentes, con la actuación y dirección de Óscar Ortiz de Pinedo como Rigoberto, el papá; Nini Marshal “Catita”, como Elena, la mamá; y los hijos fueron los entonces juveniles actores Luz María Aguilar y Joaquín Cordero.
Ahora, en nuestra blanca ciudad de Mérida, en el teatro Peón Contreras, tuvimos la oportunidad de disfrutar de una magnífica puesta en escena de esta divertida, humana y profunda comedia: Cosas de papá y mamá. La historia tiene un narrador. El médico geriatra Juan G. Bolaños, muy bien asumido por Sergio Zaldívar; nuestro narrador nos pone al corriente del porqué de la abreviatura de la G en su apellido: “Es por Gómez, y no quiero que me vayan a ligar con ‘Chespirito’”, aclara con pertinencia. Paso a paso nos va presentando los apuntes tomados en su consultorio sobre los casos de dos pacientes, llenos de dolencias y achaques, los unos reales, los más, inventados y causados por la indiferencia e incomprensión de sus respectivos hijos.
El elenco de la puesta está conformado de la manera siguiente: Susana Alexander es Elena, la mamá; soberbia su actuación, precisa en la manera de asumir su papel, genial en gesto, expresión y todas las cualidades que el personaje exige de ella. Jorge Ortiz de Pinedo, hace gala de ser miembro de una brillante dinastía mexicana de actores y directores, saca todo el partido de lo cómico que puede llegar a ser su personaje de Rigoberto, el papá; Ortiz sabe aprovechar cualquier resquicio, cualquier falla técnica, para hacer de ella un acierto más de la puesta, hace una mancuerna genial con Susana y juntos llevan la obra a niveles de alta calidad histriónica. No quedan por debajo los hijos en el desempeño actoral. Luisa es Daniela Luján, exacta en la medida de su personaje, una profesional de la filosofía, catedrática e intelectual, fría, poco sensible, para con los demás tanto como consigo misma. Julio es encarnado por Ricardo Margaleff, a quien ya hemos visto en varios coprotagónicos en la televisión, que es joven, con muy buena presencia escénica y con la comicidad necesaria y justa en los momentos en el que el personaje lo requiere. Ambos jóvenes coinciden en la filosofía como su vida profesional, abordada desde la docencia, y que es al mismo tiempo, el impedimento mayor para dar libertad a sus expresiones y a manifestar abiertamente sus sentimientos. Hay un importante personaje incidental, la sirvienta de casa de Rigoberto, quien es asumido por su actual esposa Gabriela, circunstancia que emula lo ocurrido en 1962, en la versión de su padre Óscar, quien puso en el papel a su esposa, Lupita Pallás en el papel, la madre de Jorge.
Las reflexiones del médico nos van poniendo en autos del desarrollo de la historia: “Cuántos casos de ancianos que acompañamos en su sepelio, y no tenían nada. Debimos preguntarles: ‘¿Se siente usted solo?’ y no lo hicimos”. El mensaje medular que el autor nos da en la obra y su feliz conclusión es: “La mejor medicina para el alma, es la ilusión”.
Rigoberto y Elena llegan cada quien por su lado al consultorio, acompañados cada uno por su respectivo hijo e hija; ambos ancianos van cargados de dolencias y achaques, los más, causados por la fría represión de sus vástagos. En un momento dado, ambos hijos salen a responder una llamada de su celular; al quedarse solos los ancianos entablan conversación y en el transcurso de esta en ellos va naciendo un sentimiento que parecía totalmente olvidado: la ilusión. Como en un mágico toque, cambian anímica y físicamente también, se olvidan de todos sus males, no hay achaques que valgan. “Es usted la primera persona que se ríe de algo que digo… desde que se murió mi esposa”, dice Rigoberto. “¡Me encanta la primavera!, exclama Elena. Todo lo quisiera verde, pero mi hija me reprime”. Un delicado poema, es la escena cuando Elena toma del florero del consultorio una vieja y seca rosa blanca y se la regala tiernamente a Rigoberto y le dice: “Los árboles viejos dan los frutos más dulces”. La magia de la ilusión ha transformado a estos dos seres.
El segundo cuadro de la obra ocurre en el departamento de Rigoberto, que ha sido transformado en una verdadera sinfonía de verdes para complacer a Elena. Se han enredado en una graciosa conjura, han comprometido a sus hijos en una ida al cine; Elena ha comprado los boletos; por su parte, Rigoberto encarga a la sirvienta una comisión difícil y lejana, se han apropiado de un tiempo para estar a solas con su nueva ilusión. La cita es rociada con una deliciosa botella de espumoso champán. Entre ellos se va desarrollando un enamoramiento sencillo e inocente. Brindan por un hombre y una mujer. El vals de La viuda alegre pone el fondo musical ideal al momento delicado, bailan girando lentamente, Elena cae en el sofá, y al inclinarse Rigoberto… ¡da un grito! “¡Es la lumbalgia!”, exclama. Con mucha gracia y picardía Elena dice: “Me trajo para propasarse. ¡Soy su ligue!”. Y agrega: “¿Quién no quiere estar ligada?” y en seguida: “¡Rigoberto, béseme!”. La magia del momento se rompe con la llegada de los hijos que han regresado de improviso y antes de tiempo. Todo se vuelve reproches a los viejos, su maravillosa ilusión es calificada despectivamente como: “Cosas de papá y mamá”. “A su edad esto es ridículo”, les gritan. Los hijos deciden que ellos no han de volver a verse.
Sin su ilusión, los viejos recaen plenamente en todas sus dolencias, hasta se han acrecentado. En secreto se mandan cartas con poemas, buscan la menor oportunidad para tratar de verse. Elena le dice a su hija: “Solo soy una pobre mujer enamorada y sola”. Los hijos se juntan para discutir el asunto y poco a poco van cayendo en cuenta de que, ellos también están enamorados el uno de la otra. “¿Qué nos espera a los que estamos haciendo que el amor pase de moda?”, reflexionan.
El tercer cuadro es el epílogo de la comedia. Las discusiones y reproches van subiendo de tono hasta que Elena plantea algo inesperado: “¡Estoy esperando un hijo!”; el escándalo se hace mayúsculo. Cuando Julio se acerca, Elena le dice inesperadamente: “¿No se da cuenta de que Luisa está enamorada de usted?”, Julio se desconcierta y Elena agrega: “¡Soy de la tercera edad, pero tengo ganas de vivir!”. La gran solución al conflicto es la boda de papá y mamá. Después de la boda, Rigoberto y Elena se quedan solos e inician un juego remedando a Caperucita Roja y el Lobo. “Mira que ojos tan grandes tengo. Para mirarte mejor. Mis orejas se van haciendo puntiagudas… es que soy Mr. Spok; no es cierto, son para oírte mejor. Mira que dientes tan grandes tengo…”. Elena corre hacia la obscuridad y Rigoberto corre tras ella.
Tremenda, sonora, larga ovación corona las soberbias actuaciones, con el teatro entero, lleno hasta la gayola, puesto de pie como un solo hombre.
Salimos del Peón Contreras con el muy buen sabor de un teatro de calidad superior como pocas veces tenemos oportunidad de ver.