Pedro de la Hoz
Como hoy, aquel 24 de octubre fue jueves. Noventa años se cumplen desde que en esa fatídica fecha de 1929 el colapso de la Bolsa neoyorquina desató la peor debacle financiera del siglo XX. Cundió el pánico: cayeron las ventas de acciones, los títulos perdieron su valor y eso solamente en el comienzo. En los siguientes dos meses Wall Street tocó fondo. La llamada Gran Depresión arrastró a Estados Unidos en pleno y afectó las relaciones económicas internacionales. El 24 de octubre pasó a la historia con un sobrenombre: Jueves Negro. Lo peor vino después el 29 de ese mes: el Martes Negro, cuando se convirtió en tendencia definitiva la crisis del sistema. En sólo tres años los estadounidenses registraron la pérdida del 27 por ciento del Producto Interno Bruto, la caída del 50 por ciento de la producción industrial y una tasa de desempleo del 25 por ciento.
Paradójicamente las terribles coordenadas tuvieron un reflejo singular en las artes y las letras de la época. Léanse las siguientes líneas: “La gente viene con redes para pescar en el río y los vigilantes se lo impiden; vienen en coches destartalados para coger las naranjas arrojadas, pero han sido rociadas con queroseno. Y se quedan inmóviles y ven las patatas pasar flotando, escuchan chillar a los cerdos cuando los meten en una zanja y los cubren con cal viva, miran las montañas de naranjas escurrirse hasta rezumar podredumbre; y en los ojos de la gente se refleja el fracaso; y en los ojos de los hambrientos hay una ira creciente. En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y se vuelven pesadas, cogiendo peso, listas para la vendimia”.
Pertenecen a Las viñas de la ira, de John Steinbeck, posiblemente la obra literaria que con mayor agudeza penetró en los destinos humanos y el trasfondo social de aquellos años tumultuosos. El escritor acababa de cumplir 27 años cuando estalló la crisis. A lo largo de la década siguiente maduró el argumento y afiló sus recursos expresivos, al punto de escribir una novela tan poderosa como la que comentamos. Esta, por supuesto, es una de las piezas más conocidas de un escritor reconocido.
Cinco años antes de la publicación de Las viñas de la ira vio la luz Llámalo sueño (1934), de Henry Roth (1906 - 1995). Sin el aura que rodeó al primero, estamos ante un autor que merece una mayor atención. Su novela refleja la atmósfera de la Gran Depresión, bajo el prisma de la sensibilidad de un inmigrante.
Roth borra de golpe los años europeos de su protagonista. La novela, cuyo título original es Call it sleep, comienza mientras el barco entra en los muelles de Nueva York, y un niño abrazado a su madre espera a ver al padre que no ha conocido, puesto que se fue a América cuando él apenas tenía unos meses de nacido. El pequeño David no sólo topa un territorio desconocido, sino algo mucho peor: a un padre desconocido. David, inmigrante sentimental, pequeño personaje que atraviesa medio mundo para encontrarse con su progenitor y encerrarse en su mundo violento y mezquino, crece en medio del terror y de la inseguridad económica.
Tanta pasión volcó Roth en su escritura –y tanta hondura sociológica que la crítica trató de minimizar la novela al calificarla como “literatura proletaria”, o lo que significaba lo mismo, literatura comunista– que nunca volvió a publicar hasta que a punto de morir dio a conocer su autobiografía novelada La corriente salvaje.
El crítico español José María Guelbenzu reivindica los valores de Llámalo sueño: “Roth hizo de su novela, eminentemente urbana y proletaria, un asunto literario por dos razones esenciales: la primera, por trascender la situación de partida para llevarla al planteamiento universalista del exilio y la nueva tierra como ejemplo emblemático de la condición humana, y no sólo proletaria; la segunda, por conseguir esa elaboración literaria de un mito clásico a través del dilema de los dos lenguajes en los que un emigrante debate su existencia, el propio y el ajeno. La concepción soberanamente literaria de este planteamiento y su consecución en los dos planos de lenguaje en que se desarrolla la novela es lo que le otorga su carácter de pieza no sólo única, sino también seminal”.
Pocos meses después de la salida de la novela de Roth, otro libro daría mucho que hablar: They Shoot Horses, Don’t They? (¿Acaso no matan a los caballos?
Muchos volvimos a ella cuando en 1969 Sydney Pollacck la llevó al cine y entró en la pugna de los Oscar al conquistar el correspondiente al mejor actor de reparto (Gig Young), y otras ocho nominaciones más: al mejor director, a la mejor actriz principal (Jane Fonda), a la mejor actriz de reparto (Susannah York), a la mejor dirección artística, al mejor guión adaptado, a la mejor música, al mejor montaje y al mejor vestuario. Curiosamente no fue nominada en la categoría de Mejor Película.
La novela constituyó una de las más tremendas obras de Horace McCoy (1897 - 1955). A medida que se avanza en su lectura una mezcla de opresión y surrealidad se desprende de cada línea que registra la participación de Robert y Gloria en un maratón de baile, en los días más angustiosos de la crisis –los dos luchan por encontrar trabajo en Hollywood y creen que el concurso puede ser una forma de hacerse notar por los productores de estudio o las estrellas de cine–, y que concluye después de 879 horas de baile y con 20 finalistas, cuando una bala perdida de los disparos impacta y mata a una señora. Los promotores deciden dar a los bailarines restantes 50 dólares por sus esfuerzos. Robert y Gloria salen por primera vez en cinco semanas y se sientan en el muelle mirando el océano. Gloria saca una pistola de su bolso y le pide a Robert que le dispare, lo cual él hace. Recuerda cuando era joven, y su abuelo le disparó al amado caballo de la familia, que se había roto una pata. La policía le pregunta a Robert por qué le disparó a Gloria, y él responde: “Porque ella me lo pidió”. El policía persiste. Robert responde: “Disparan a los caballos, ¿no?” Terrible metáfora que ilustra con fuerza inusitada la secuela que sobrevino al Jueves Negro de octubre de 1929.