Síguenos

Entretenimiento / Virales

La minificción es verdad plural e insustituible

Agustín Monsreal

Vieja como la noche, la minificción, a lo largo de la historia, ha sido frecuentada de muy diversos modos y soslayada bajo distintas denominaciones, pues en sus formas, eternamente jóvenes y seductoramente breves, tienen cabida todas las obsesiones sustanciales, todos los designios y los artificios, todas las transgresiones, para ella no existen muros ni fronteras, acotaciones ni censuras, en sus afanes conviven por igual lo insólito y lo imprevisto, las otredades del mito, los misterios del más allá, los secretos de la más profunda conciencia, las vertiginosas novedades del asombro. Porque, a fin de cuentas, la minificción es verdad plural e insustituible, una manera de ser y estar en la vida y de sentir en los torrentes de sus ríos subterráneos una dicha absoluta, un método amoroso y feliz de ponernos a salvo del olvido. A todos, a cualquiera que establezca un vínculo entrañable con la fábrica prodigiosa y colosal de la brevedad literaria, ese singular imperio que alberga sin restricciones los sueños y la fe de quienes creen, de quienes quieren creer con el corazón en pleno uso de sus facultades, que el telescopio empequeñece el universo, que es el microscopio el que lo agranda. Según tengo entendido, no fue sino hasta las postrimerías del tumultuoso siglo xx que la minificción adquirió presencia definida, reconocible, y obtuvo carta de naturalización como género literario.

Por lo que a mí respecta, mi decidida amistad con la literatura breve es una antigua amistad. Todo empezó hace 50 años, cuando emprendía yo mis pasos iniciales en la escritura y aventuré un primer texto, en junio de 1968, en una humilde publicación en mimeógrafo que se llamaba La Honda y se fraguaba en la Escuela de Teatro de Bellas Artes; posteriormente, en 1969, gané, sin saber bien a bien cómo, un trío de menciones en el Segundo Concurso de la revista Punto de Partida, que dirigía Margo Glantz. Las menciones fueron en Poesía, Cuento y Varia Invención, nombre tomado del título del libro de Juan José Arreola, quizá el orfebre de la palabra y el hacedor de prosas perfectas más notable de las letras mexicanas. Ese mismo año, 1969, en la venturosa y bien amada revista El Cuento, Edmundo Valadés acuñaría el término “minificción”.

Aquellas menciones y su respectiva publicación me confirmaron en mi deseo de ser un aventurero definitivamente fiel de los fascinantes e inagotables territorios de la imaginación creadora, de sus codiciados delirios y su solvencia magistral y precisa, de esa patria cada vez más abundosa y hospitalaria de la fantasía breve, expresión de versatilidad y poderes descomunales, espejo que contagia su amorosidad a cuantos se acercan a mirarse en él y se suman al ya incontable inventario de sus amantes literarios y sus amantes a secas. No quise, pues, contrariar a mi destino ni defraudar a mi curiosidad incurable, así que ante el reto mayúsculo de apostar por el ejercicio de la minificción, no me acobardé, no me rendí ante las exigencias, los rigores, los apasionados desvelos que impone este género de tan dócil apariencia y tan difícil de cumplimentar. Esto, cualquiera que ha sido sobornado por la suavísima locura, por la fervorosa disciplina de escribir una minificción, lo sabe. Sabe que la concisión, el ahorro de palabras no es sólo exactitud, es también y esencialmente proporcionarle su valor fundamental a cada contenido, a cada circunstancia, cada atmósfera, cada personaje, cada sorpresa. De ahí su legítima e irrefutable originalidad, tan hecha lo mismo de perturbadoras nostalgias que de impiadosas quimeras, de supersticiones que buscan transgredir las fronteras del misterio y modificarle su camisa de fuerza a la realidad, de ánimos y maquinaciones que le dan vida propia y el derecho de ser y estar en el reparto estelar de los mundos literarios. Por eso, ni más ni menos que por eso, fue que me afilié incondicionalmente y parasiempremente al anhelo deliberado, voluntario, de consagrarme de pe a pa a la sagradísima esclavitud, a la limpísima y abrumadora, compleja y deliciosa tarea de minificcionar todo lo minificcionable, es decir, todo, puesto que la ficción brevísima es capaz de contener en su miniaturismo la superficie entera del planeta, y las más hondas perturbaciones del cosmos.

Sin el mínimo pudor, ya que considero a la modestia una virtud mediocre, puedo afirmar que éste es el íntimo santuario del ingenio humano en el que decidí vivir, y desde aquellos tiempos heroicos me la paso con un ojo en el insomnio del cuento, el otro en la duermevela de la minificción y, ya metido ahí donde se dan y se toman los materiales enriquecedores del sueño, mis dos ojos sumergidos en los invencioneros orbes de la poesía. Así es, así han sido los fructuosos rumbos de mi existencia, así mi impiadoso estado de conciencia alerta. El amor a la literatura me llevó a conocer un día, frente al asombro de un crepúsculo, que es preferible perderse en la pasión que perder la pasión. Y es lo que hago cada vez que me inclino ante ese relámpago, ese resplandecer inconmensurable que es la minificción, cada vez que me reclino en su seno y apoyo mi corazón en sus dones, no pocas veces para continuarme vivo, para reír, para disfrutar con la práctica esperanzadora y gozosa de su composición. De este modo le manifiesto que la venero solmente y por eso cada línea que escribo contiene el fervor insuperable de un canto de victoria.

Cincuenta años se dice pronto, pero hay que esperar mucho para que sucedan, hay que batallar por muchísimos caminos, hay que subir y bajar cuestas a la usanza de Sísifo, acuentagotasmente, entimismadamente, porque en ocasiones los cuentos, ya sean cortos o de pantalones largos, terminan pareciéndose a su hacedor. Y en este recuento que estoy desarrollando ante ustedes, puesto ya a sonsacarme añoranzas, transito por dos periodos claves en mi formación como escritor: el primero, que duró alrededor de 18 meses, publicando semanalmente minificciones, que llamaba yo Prosas Esquemáticas, en el suplemento cultural del Heraldo de México, que dirigía Luis Spota; el segundo, con una duración aproximada de tres años, publicando también una vez por semana una columna de cuento que se llamaba Tachas, para dejar constancia de mi gran admiración por Efrén Hernández, en la página cultural del periódico Excélsior, coordinada por Edmundo Valadés. Y ya metido en las recordaciones y en los festejos, no sé si venga al caso, pero este 2018 se cumplen 40 años de que obtuve el Premio Nacional de Cuento. Ay, nosotros los de entonces ya no somos los mismos, melancolizaría el poeta, y, sin embargo, agrego yo desde una parcelita de mi nostalgia, somos tan idénticos a nosotros mismos.

Quién quita y por eso esta agradecida tarde aquí están, compartiendo y alegrándose conmigo por este reconocimiento, mis tutores y amigos imperdibles:

Edmundo Valadés, a quien tanto le debemos tantos, lo mismo por su obra que por la fortuna inacabable de la revista El Cuento, la cual ahora está disponible para todos como Biblioteca Digital.

Augusto Monterroso, autor de páginas infinitas de inmejorable literatura que es más, muchisísimo más que meramente El dinosaurio.

Juan Rulfo, que con su implacable sabiduría y sus orientaciones enalteció mi trabajo y me empujó a cumplir mi destino literario.

Julio Torri y Efrén Hernández, a quienes no conocí de usted a usted porque ellos se fueron demasiado temprano o yo llegué muy tarde, pero le legaron íntimamente sus libros a mis ansias de conocimiento.

Y Juan José Arreola, confabulándose frente a mí, posando una mano en su corazón y dirigiendo la otra hacia el alto infinito y diciéndome como si sacara un prodigioso miligramo de alguno de los prodigios de su imaginación, que mi apellido no quiere decir Monte Real sino Mundos Reales. Hasta la fecha, ignoro si esto es cierto, pero yo le creí.

Aquí está también la memoria de mis dos grandes ausentes: Laura Elena y Darío.

Aquí están mis hijas Amina, Claudina, Eurídice y Victoria, y mi hijo Orestes, y mis nietos y nietas y mis bisnietos y donde sigamos así...

Aquí está Beatriz Aldaco, la señora de mi casa.

Aquí están mis más próximos y cómplices amigos minificcionistas: Javier Perucho, Fernando Sánchez Clelo, Laura Elisa Vizcaíno, y todos los que esplenden en esta saludable cofradía creadora y solidaria que mantiene encendida la luz de la amistad.

Poco a poco, en estos días, he ido comprendiendo, sin poder explicármela del todo, la extraordinaria y significativa coincidencia de que publiqué mis primeras ficciones breves incluyéndome en la Varia invención, de Juan José Arreola, y hoy recibo este Premio que dignamente lleva su nombre, que es un tributo a su obra inclaudicable y que nos honra y compromete a todos cuantos conformamos la estirpe minificionera. Justo hoy, cuando mi pasado es cada vez más numeroso y mi futuro cada vez más acotado; hoy, para mi destino literario, algo concluye, y algo igual de promisorio y misterioso comienza. Este Premio es de todos nosotros, es de ustedes y es mío, ya que rinde homenaje a esta hermandad de la minificción que cada nuevo amanecer expresa su propia identidad y su soberanía como genuino género literario. Mis más sinceras gracias a todos ustedes.

(Palabras del autor en ocasión de recibir el Premio Iberoamericano de Minificción Juan José Arreola 2018. Ciudad de México, 14 de octubre de 2018).

 

Siguiente noticia

Metodología de los 'por qué”