Metodología de los “por qué”
Por Marta Núñez Sarmiento*XLIII
Antes de explicarles la decimotercera propuesta para redactar el informe final, en la que describo opciones para colocar las referencias en el texto y redactar la bibliografía en las últimas páginas, resumiré ideas que he extraído de un breve ensayo que Ernest Hemingway publicó allá por octubre de 1935 en la revista norteamericana Esquire titulado “Diálogo con el maestro. Crónica de alta mar”. Lo tomé del libro Un corresponsal llamado Hemingway, de la Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1984. Suelo recomendar esta lectura a mis alumnos porque en una imaginada conversación con un inexperto escritor que agobiaba a Hemingway para que le instruyera en cómo escribir, el “maestro” accede a cambio que le sirva de ayudante durante una azarosa pesquería en su yate Pilar. Yo las “pesqué” porque he aprendido de ellas cuando interpreto lo observado y redacto el informe final.
“El maestro” recomienda escribir con veracidad, con honestidad, porque solo así podemos aportar el conocimiento real que se tenga de la vida, e insiste que “[…] lo que el escritor cuente sea como podría existir en la realidad”. Esta primera enseñanza es vital para los investigadores sociales, porque nos ayuda a decidir qué parte de la vida escogemos para estudiar y cómo escribir nuestros hallazgos de manera que sean creíbles para quienes los lean. Requiere que ejercitemos la empatía con los procesos que esclarecemos.
Les invito a que juzguen si logré cumplir esta sugerencia cuando introduje a los lectores en el pueblo de Guanímar, lugar donde vivían las obreras agrícolas que estudié en 1992 en mi ensayo “Las mujeres de la carreta”. Usé el requisito del enfoque de género que me obligó a dar un toque de historicidad al pueblo para comprender su origen en los inicios de la colonización y que me permitió vislumbrar los cambios que sufrió desde 1959. Omití las referencias, sobre las que trataré posteriormente.
Guanímar es un pueblo de la costa sur habanera, ubicado a 65 kilómetros de La Habana y a 18 kilómetros del municipio Alquízar. También lo conocen como Playa de Guanímar, para distinguirlo del barrio con el mismo nombre que incluye el caserío Ojo del Agua.
Las primeras referencias sobre este lugar en las fuentes históricas españolas datan de fines del siglo xv, y refieren que Colón desembarcó por la zona en su segundo viaje. Se conoce también que en 1508 o 1510 la expedición de Pánfilo de Narváez encontró a tres náufragos –un hombre y dos mujeres–, quienes habían llegado a tierra por Guanímar.
En Caminos para el azúcar Alejandro García y Oscar Zanetti comentan que a principios del siglo xix la primera vía férrea de la Isla debió pasar cerca de Guanímar.
Los pobladores cuentan que los mambises curaban aquí las heridas con el fango medicinal, que es rico en azufre. En los censos cubanos de este siglo, Guanímar aparece como uno de los barrios de Alquízar. Una referencia consultada dice que “[...] este caserío, fundado en 1842 y conocido por Playa de Guanímar, forma una especie de balneario y es bastante frecuentado en verano y de tiempo inmemorial por sus baños. En 1846 había 39 habitantes, 8 casas y dos tiendas mixtas; en 1858, 42 habitantes y 8 casas. Su playa es la más extensa y limpia de todo el golfo de Batabanó”.
Es actualmente un pueblo de poco menos de un kilómetro de largo, construido a lo largo de la carretera que desde Alquízar viene a parar al mar. A ambos lados de la carretera, y a cien metros uno del otro, están el canal y el río, que también desembocan en el mar. Ellos son “la vida de la Playa”, según los guanimeros.
En el paisaje de Guanímar casi no hay fronteras entre lo marino costero y lo campestre. Existe un punto, a dos kilómetros de la costa, donde crecen juntas palmas reales y palmas canas, sin que ni una ni la otra traspasen sus predios. En el mar, cerca de la orilla, cualquier bañista puede sentir brotar agua fría y dulce del fondo fangoso. Las gomas de los tractores y de los camiones y las botas de quienes trabajan en la agricultura trasladan la tierra roja a la Playa. Los hombres de todas las edades visten shorts, pero se guarecen del sol con sombreros de yarey.
Por todo esto y por mucho más, esta es una playa guajira.
Hemingway propone también “[…] usar la imaginación” porque “[...] cuanto más aprenda el escritor a partir de su experiencia, más verídicamente creará con la imaginación”.
Pues yo empleé mi propia historia de vida en la época en que era niña y mis padres me llevaban junto a mi hermano a visitar Guanímar, en la década de 1950, no para crear una ficción literaria que reprodujera lo real, sino para usar mis armas de socióloga para conocer cuánto habían cambiado las condiciones de vida de los guanimeros y, especialmente, de las mujeres que laboraban en la agricultura. Mi padre adoraba ese pueblo pobre de bohíos sin luz eléctrica, sin agua corriente ni instalaciones sanitarias, porque lo alejaba del “mundanal ruido” del periódico donde escribía diariamente sus crónicas y de la agencia publicitaria norteamericana que representaba en La Habana. Era su evasión para descansar. Para mí, una niña de la clase media alta que desde los cuatro años asistía a una escuela norteamericana en La Habana, significó mi primera confrontación con la pobreza. Los guanimeros, sobre todo los niños, caminaban descalzos, se vestían pobremente pero siempre estaban limpios, sus dientes estaban cariados, no conocían los médicos, vivían en bohíos desvencijados donde compartían una sola cama, no tomaban leche, no tenían dinero para comprar refrescos ni caramelos y carecían de juguetes. Pero me sentía a gusto con ellos porque jugábamos en el patio del bohío casi “señorial” que nos prestaba un amigo de mi padre y corríamos por las únicas dos calles más o menos asfaltadas del poblado. Solo que cuando iba a nadar al mar con mi familia, las niñas no me acompañaban porque no tenían trajes de baño.
Todos montábamos en las bicicletas de mi hermano y en la mía y los “turnos” los decidía yo en mi condición de “propietaria”.
Les cuento estas experiencias mías porque escogí este pueblo muchos años después para estudiar a las mujeres de esta playa que en 1992 laboraban como obreras agrícolas. Mis experiencias vitales de “niña bien” en el pueblo, antes de la Revolución, me permitían comparar cuánto se había transformado el modo de vida de los guanimeros a partir de 1959, porque recordaba fielmente cómo vivieron antes de ese año. Les reproduzco lo que publiqué en “Las mujeres de la carreta”.
Las obreras tiñen en ocasiones sus conversaciones con el sentimiento de “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Pero esa fantasía no la respaldan los hechos de los últimos treinta años. Es posible que con esas ilusiones pretendan borrar el recuerdo de haber sido muy pobres. O que sean incapaces de identificar cuánto la Revolución ha mejorado sus vidas, porque requiere un poco de razonamiento abstracto y largo. Sí recuerdan las “caridades” que hacían algunas personas, quizás porque recibían esos beneficios de manos directas de quienes las entregaban. Cabría preguntarse, ¿es posible que la Revolución no tenga una “cara” cercana, estable, identificable con beneficios directos para ellas? Estas razones hay que pensarlas más. Sí recuerdan en los últimos treinta y tres años a personas como Cundo Ortega, quien mandó a construir un muro de contención a lo largo del mar, y que ha evitado que el agua penetre como antes lo hacía, y varias obras más.
Pero al contar sus recuerdos de niñas pobres, destapan sus frustraciones y odios. Por ejemplo, una de ellas recuerda el color azul de la única bicicleta que vio de niña, que pertenecía a una “temporadista”, y en la que ella aprendió a montar. También recuerda hasta el último detalle de los zapatos blancos que le regalaron en una “jaba de Navidad”.
Sucede que esa “temporadista” a la que pertenecía la bicicleta azul era yo. Cuando revelé este secreto a quien había sido durante semanas mi compañera de trabajos rudos en el campo, las dos nos abrazamos porque no nos habíamos reconocido después de casi cuarenta años. Sacamos de nuestros recuerdos cuántos rasguños ella se había provocado al caerse de mi bicicleta hasta que aprendió a montarla y cuánto anheló durante años tener una. Solo pudo comprar una bicicleta para sus hijos en la década de 1970 a través de un sistema de racionamiento supercomplicado que no vale la pena describir aquí. ¡Pero sus hijos la tuvieron!
Mencionaron a un tal “Alfredo”, a quien recordaban porque les repartía en Navidad unas “jabas” o bolsas con mantas nuevas, juguetes reparados, ropas y zapatos de “segunda mano”, manzanas, caramelos, turrones y otras cosas más. Ese era mi padre, quien junto a mi madre recogía todos estos futuros regalos entre sus amistades durante el año. Lo que yo intenté explicar en mi trabajo fue que las obreras agrícolas recordaban con gratitud a quienes practicaban actos de caridad porque los habían conocido personalmente, pero no mencionaban los cambios inmensos que la Revolución había introducido en su pueblo y en sus vidas “porque no tiene cara”.
Quedan todavía unas cuantas recomendaciones de Hemingway que compartiré con ustedes en el próximo artículo, así que el final de mi libro se alargará más de lo que tenía planeado. Pero vale la pena aprender del “maestro”.