Por Gaspar Gómez Chacón
Más de un siglo tuvo que transcurrir para que tomara visos de realidad aquel “sueño” del General sinaloense que trajo en 1915 el constitucionalismo a Yucatán: un ferrocarril que atravesara de este a oeste la cintura de la República. Fue lo repentino del evento realizado hace algunos días en Palenque –con todo lo que simboliza ese sitio arqueológico, y al margen de rituales y preces, inciensos y ofrendas varias para obtener la aquiescencia de la “madre tierra”–, junto con el anuncio presidencial del inicio de obras, lo que trajo al plano del presente la predicción que Salvador Alvarado hiciera de lo que hoy conocemos como “el Tren Maya”.
Profeta en tierra ajena
Décadas de incubación y permanencia suelta en libros, periódicos de época y otros textos nos hablan del plan de aquel militar nacido en Sinaloa dentro de los grandes propósitos que alimentaron sus acciones de gobernante ejemplar, quizá el más grande que ha registrado la historia peninsular. “Ferrocarril del Pacífico al Caribe” denominó el General aquella utopía contenida en las páginas de Mi sueño, libro de tono futurista que preveía una vía férrea de cientos de kilómetros que, en recorrido transversal, se abriría paso por tierras de diversos estados e intercomunicaría el sur-sureste mexicano, detonando el desarrollo de los pueblos originarios de esa extensa región. Aquello era en 1916 un producto de los altos vuelos de su imaginación desbordante, pero con una sólida base de observación diligente de las potencialidades que aquella tierra bajo su mando ofrecía: “suelos feraces, de selvas y bosques, florestas lánguidas y abundante agua […] en donde habrían de multiplicarse las negociaciones ganaderas, agrícolas e industriales hasta alcanzar un formidable desarrollo […]. Este ferrocarril sería el autor de la inaudita prosperidad de estas regiones […]”. Para luego añadir con entusiasmo: “este ramal pone en comunicación a Mérida con Tuxtla Gutiérrez y con el puerto de Tonalá en el Pacífico […]. Es imposible formarse una idea de las posibilidades de esta gran línea ferrocarrilera sin haber visto al menos parte de las regiones que el ruido de la locomotora irá a despertar una nueva vida de civilización y trabajo”. Más adelante plantea la exploración petrolera en terrenos del Estado como motor de un bienestar jamás soñado, un porvenir radiante para Mérida y Progreso, la exportación creciente del henequén y los productos agrícolas de tierras vírgenes, amén de un crecimiento integral para la zona. Era, sin lugar a duda, un sueño redondo por los horizontes de progreso que en sus líneas ofrecía.
¿Pero quién era aquel soldado todo pundonor e idealista irredento que dejó para la posteridad el testimonio escrito de su utopía en un texto titulado Mi sueño? Nacido en Culiacán, dueño de farmacia en Guaymas, fue un autodidacta que compensó su falta de educación formal con la lectura de autores como Smiles, Henry George, Proudhon, Saint-Simon, Marden, Kropotkin y otros pensadores considerados los best sellers de la época. Fue, por así decirlo, genuino resultado del sistema del selfmade man o de la “cultura del esfuerzo”, tan en boga en los Estados Unidos en la primera década del siglo pasado. Cuando Alvarado arribó a la península en pleno porfiriato tardío, haciendo su entrada por Campeche, era un joven general de apenas 35 años con una carrera de rápidos ascensos y con un sólido historial de temprana participación política contra la dictadura. Lo acompañaba siempre un halo de militar de resultados, decidido, disciplinado y eficiente. Sus triunfos en las batallas del norte, particularmente las de Santa María y Santa Rosita, lo situaron entre los de mayor prestigio al lado de Obregón, Calles, Villa y demás prohombres del campo revolucionario. Disciplinado y respetado, aparece en las páginas de los libros de historia de la Revolución mexicana con un perfil que desde entonces lo hizo merecedor de reconocimiento. Diversos son los retratos que de él se han hecho para evocar los rasgos distintivos de su personalidad, entre ellos el de Martín Luis Guzmán, que en su obra clásica El águila y la serpiente reseña con objetividad su encuentro con él en el campo de combate, diciendo:
[…] era entonces un campamento formidable: cuartel general de las fuerzas que sitiaban a Guaymas […] bajo el excelente espíritu administrativo y organizador de que el general Alvarado dio siempre pruebas […] nos recibió a bordo del vagón de carga que le servía de oficina. Su verba fácil e incongruente, y su rápido teorizar sobre todas las cosas, me lo presentaron tal cual era. Y no dejaba de hacerme gracia el choque constante en que vivían en él su aire de boticario de pueblo y sus enérgicas actitudes marciales. Sin embargo, era evidente que por debajo de aquella figura bullía el hombre dinámico, el hombre de talento, el hombre fecundo en grandes destellos y capaz de grandes cosas […]. Su actividad mental me produjo vértigo a los cinco minutos de conocerlo. En cada veinte palabras esbozaba un propósito que, puesto en obra, habría cambiado la faz del mundo […]. En el carácter de Alvarado había muchos rasgos merecedores de respeto: su ansia vehemente de aprender, su sinceridad, su actitud grave ante la vida […]. Para él la obra oculta en el empeño revolucionario era de tal magnitud que no consentía el desperdicio de un instante ni de un pensamiento […].
Las críticas de sus opositores durante su breve estancia en Yucatán, particularmente las dirigidas desde los ámbitos empresarial y periodístico, sirvieron solo para confirmar el acierto de su desempeño de gobierno, ya que de su vida privada poco o nada podía comentarse, pues siempre dio muestras de discreción y sana adaptación a los aires provincianos que prevalecían en la Mérida de esos tiempos. Como afirmaba el periodista Gregory Mason en una monografía publicada en The Outlook y citada por Víctor Manuel Villaseñor en su obra Memorias de un hombre de izquierda: “lo que dicen de él sus enemigos es que es impulsivo, desequilibrado, violento, hasta loco y que está subvirtiendo el orden establecido. Esta última acusación él la admite y se jacta de ello. Pero no es loco, a menos que todos los grandes reformadores de la humanidad lo sean […]”. Quizá la sentencia más próxima a la realidad fue aquella que afirmaba que “a Alvarado se le podía acusar de todo, menos de deshonestidad”. Vertical, disciplinado, poseía los rasgos distintivos del hombre de mando, instruido y con visión de futuro, que los tiempos y los hechos habrían de confirmar.
Yucatán y la utopía de la Revolución
En términos de resultados, no fue poco y si trascendente lo alcanzado por la Revolución en tierras de la península durante el breve gobierno (poco menos de tres años) que corrió a partir de marzo de 1915 bajo la enérgica administración militar de Alvarado. Enviado por Carranza para asegurar la adhesión de la entidad al pacto federal, amenazada por un movimiento seudosoberanista alentado y sufragado por la oligarquía doméstica, cumplió también la encomienda presidencial y de su ministro de Hacienda, Luis G. Cabrera, de hacer de la economía henequenera en bonanza la fuente principal de aprovisionamiento de los ejércitos del carrancismo en los frentes de combate del centro y del norte de la República. Tiempos de la Primera Guerra Mundial, generadores de las divisas que fueron solventando la adquisición de armas y parque como aportación generosa de los yucatecos para el triunfo de la Revolución en proceso de ser gobierno. La gestión de Alvarado, intensa y transformadora, serviría de plataforma para el surgimiento de una nueva generación de liderazgos políticos que habrían de hacer historia, particularmente el caso de Felipe Carrillo Puerto.
La energía liberadora del fenómeno revolucionario iniciado por Madero y la aportada por esos dos hombres de excepción hicieron de la década que corre de marzo de 1915 a enero de 1924 la etapa más importante y trascendente en la historia de Yucatán. Ello contribuyó en forma determinante para hacer del sureste un verdadero “laboratorio de la Revolución”. Los alcances de esa fase se han venido manifestando a los largo de los años bajo una vocación de posteridad: la lucha por la igualdad de la mujer que encontró su mejor momento en el Congreso Feminista de 1916; la adopción en nuestro corpus de leyes de la figura del divorcio incausado, recientemente aprobado por la legislatura local; los derechos obreros reconocidos en Las Cinco Hermanas, que contribuyeron a darle forma y contenido al artículo 123 constitucional que hasta hoy protege a los trabajadores del país; el establecimiento del seguro mutualista, paso previo para la instrumentación de la seguridad social en México; la creación de la Universidad Nacional del Sureste y la adopción de métodos educativos de avanzada, como la educación racionalista, que hoy resultan referentes obligados para el diseño de la reforma educativa que la nación requiere y exige como respuesta a los tiempos de hoy; y así hasta instituir un caudal de logros y avances que dieron renombre al socialismo de Yucatán.
Todo ello viene a revalidar la percepción de que la radicalización de los movimientos sociales favorece la gestación de utopías, como aconteció en tierras de los mayas. Es así y no de otro modo como apareció la idea de hacer de Mérida la Nueva Orleans del futuro y la capital de servicios regionales del sureste mexicano, y del petróleo, la fuente de energía más importante para Yucatán y sus estados hermanos, según Alvarado. O de instalar en tierra nuestra el “primer gobierno socialista de América” o convertir a Progreso en moderno puerto de abrigo, con muelle para barcos de gran calado y con un teleférico para el transporte por cables de los grandes volúmenes de mercancías que se habrían de manejar, como pregonaba Carrillo Puerto, el gran dirigente campesino nacido en Motul. Fácil sería reconocer en la vida del mexicano de hoy la presencia manifiesta o latente de aquellas ideas innovadoras, radicales e, incluso, desafiantes para su momento, que alimentaron y dieron vida institucional, estructura y cuerpo a la sociedad mexicana a partir de la segunda mitad del pasado siglo xx.
De sueños y de cartas
Su condición de general ilustrado hizo de Alvarado un espécimen raro dentro de la oficialidad del ejército mexicano formada a la sombra de la Revolución. Era capaz de escribir con propiedad y con estilo llano los textos que preservarían para la posteridad los revoloteos de su imaginación y sus proposiciones sólidamente documentadas. Es, precisamente, en su bibliografía donde exhibe un discurrir claro de las ideas que lo acompañaban, básicamente sobre los problemas de la economía y la política del país. En el caso de Yucatán, su esmero se tradujo en ensayos de prospección que pronto se convirtieron en programas de trabajo, mismos que ahora permiten a los investigadores conocer en detalle su ideario: Carta al pueblo de Yucatán y Mi sueño, ambas publicadas el 5 de mayo de 1916, cuando habían transcurrido ya 14 meses en su desempeño del doble cargo de gobernador y comandante militar del Estado. Una en forma de opúsculo y otra a través de las páginas de La Voz de la Revolución y con la particular presunción externada por algunos historiadores de que la segunda era producto de la pluma del gran poeta de Yucatán, Antonio Mediz Bolio, en razón de la elegancia en el estilo literario empleado para su redacción. Lo importante estriba en la coincidencia de los contenidos y la similitud de las propuestas. Son unívocos, en la medida que comparten el mismo mensaje. Ahí se encuentran en forma diáfana y con perspectiva de futuro los trazos del ferrocarril que ahora recobra actualidad. A ellos habría que añadir su largo artículo “Mi actuación revolucionaria en Yucatán”, dado a conocer en la capital de la República en diciembre de 1918 y su obra más extensa La reconstrucción de México, publicada en tres volúmenes en 1919, considerado un verdadero programa de gobierno lanzado hacia la opinión pública, en lo que fue un intento fallido de alcanzar la presidencia de la República.
De los dos primeros trabajos vale la pena reproducir también algunas líneas en las que realiza una descripción puntual del ferrocarril tan “soñado”:
[…] rica en tierras de labor que está detrás de la pequeña cordillera en los límites de Yucatán con Campeche. Esta región puede ya por sí sola constituir el granero de Yucatán […] este ramal pone en comunicación a Mérida con Tuxtla Gutiérrez y con el puerto de Tonalá en el Pacífico […]. Es imposible formarse una idea de las posibilidades agrícolas de esta gran línea ferrocarrilera sin haber uno visto al menos parte de las regiones que el ruido de la locomotora irá a despertar una nueva vida de civilización y trabajo […]. Con las radas de Progreso y Puerto Morelos los yucatecos ensancharán sus relaciones comerciales, exportando no solamente la fibra de henequén y artefactos de la misma fibra, sino que también podrán exportar los enormes productos agrícolas de estas tierras vírgenes conquistadas […].
Más de un siglo de incubación y permanencia suelta en páginas de libros, periódicos de época y otros textos nos hablan de ese proyecto de Alvarado dentro de los grandes propósitos que alimentaban sus acciones de gobernante ejemplar. Se trataba de una vía férrea de cientos de kilómetros que en recorrido transversal tocaría tierras de diversos estados y comunicara el sur-sureste mexicano detonando el desarrollo de los pueblos originarios de la región.
¡Y el Tren Maya va!
Las razones expuestas, de cara al espejo de la historia, nos permiten matizar la propuesta de campaña que se lanzó durante la contienda electoral y se hizo programa prioritario de gobierno en los primeros días de la administración presidencial de Andrés Manuel López Obrador. Objeto de controversia y de críticas desde que fuera anunciado, este proyecto-insignia despertó intenso debate ciudadano que aún no cesa, pero que contra viento y marea va y camina rumbo a su objetivo de lograr el desarrollo negado por años a la región sur de la República marcada durante siglos por una economía de subsistencia y un deficiente desarrollo social. En Palenque se relanzó y se impuso la fuerza del eslogan que habrá de campear en la administración pública durante el sexenio: “Llegó la hora del Sureste”. Enunciado hecho de esperanza y reivindicación que ha levantado querencia y adhesiones en diversos sectores de la población confiados en que habrá de hacerse justicia a los desposeídos y a los depauperados, antes de enriquecer aún más a los dueños del capital. En cuestión de días se anunció el tren, se sometió a consulta popular y se puso en movimiento dejando en el ciudadano de a pie algunas preguntas sin respuestas, natural en obras de trascendencia manifiesta como esta. Que los mexicanos conscientes exijan certezas sobre su viabilidad desde las perspectivas del financiamiento, impacto ambiental, rentabilidad, fuentes de recursos de inversión y demás asuntos colaterales, resulta lógico. En este ensayo y de la mano de la curiosidad por los avatares de la historia, nos podríamos plantear algunas interrogantes que flotan en el ambiente. Por ejemplo: ¿de dónde surgió la noción de ese tren que involucra intereses estratégicos de las entidades de la zona? ¿Acaso es idea de edición reciente que afloró en tiempos de campaña política para ganar simpatías y adhesiones a su candidatura? ¿Será la respuesta romántica de un tabasqueño bien nacido a un reclamo de reivindicación tropical? ¿O, en el mejor de los casos, idea que es herencia lejana que el paso del tiempo ha decantado y ahora se expresa como exigencia ciudadana bien escuchada y adoptada como suya por su presidente para detonar el progreso del sureste del país? Es posible que la revisión histórica, además de satisfacer su espíritu de indagación, pueda contribuir al esclarecimiento de esta cuestión y, en el caso específico del Tren Maya, sirva para valorar las causas profundas que hace más de un siglo animaron a Salvador Alvarado a visualizar el establecimiento de un ferrocarril que hoy, bajo otro nombre, comienza a ser realidad.