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Entretenimiento / Virales

Una pelea urbana contra los demonios

Iván de la Nuez

UNO. En Cuba, la pintura de la primera vanguardia fue capaz de romper con la academia pero no con el campo. Durante años, sus temas mantuvieron la preminencia rural y un repertorio nutrido con raptos de mulatas en plena manigua, gitanas tropicales, paisajes bucólicos, guajiros, sombreros, paisajes, machetes y gallos...

Basta un parpadeo sobre las obras de Víctor Manuel, Carlos Enríquez o Mariano Rodríguez para confirmar la filiación de estos artistas al llamado de la tierra.

El cuadro más venerado del arte moderno insular se intrinca en lo más profundo y alcanza la jungla.

Su autor, Wifredo Lam, es aclamado mundialmente después de abandonar sus primeros esbozos de ciudades españolas. Justo cuando decide ofrecerle al surrealismo la selva mágica, lo real maravilloso sobre lienzo, las máscaras africanas que Picasso pasaría de inmediato por su insaciable trapiche.

El triunfo de la Revolución de 1959 no cambió ese fervor campestre. A menudo, la simbología del Ejército Rebelde representó al guerrillero como un buen salvaje surgido del monte. Un hippie liberador que se pasa del campo a la ciudad sobrado de collares, melenas, barbas y fusiles. Esto por no hablar del modo en que la épica oficial privilegió la guerra en la montaña sobre la lucha urbana, que quedó muchas veces como una nota al pie de la insurrección.

Ya en plenos años sesenta del siglo pasado (década del entusiasmo, que se dice), vale la pena detenerse en el pop de Raúl Martínez, acaso el artista más representativo de ese tiempo. En sus cuadros también abundan héroes salidos de la espesura. Su arte pop se configura como una especie de sermón (visual) después de la montaña en cuyos primeros planos no faltan Fidel Castro o el Che Guevara vestidos de guerrilla.

Conviene, asimismo, no perder de vista a Servando Cabrera Moreno, que ejerció una influencia considerable sobre el grupo de artistas nucleados alrededor de Volumen I. Y a su sublimación de la belleza de unos hombres que, machete en mano, se abren paso en las rudas condiciones del corte de caña.

DOS. Claro que no todo fue yagruma, arroyo, manglar. Y claro que la ciudad ha tenido su importancia en el arte cubano. Es verdad, por ejemplo, que los vitrales de René Portocarrero y Amelia Peláez acogen ingredientes arquitectónicos de consideración. O que el mismo Víctor Manuel es capaz de abocarse a las calles matanceras.

Es verdad que una cafetera de Acosta León puede remitirnos a un ámbito doméstico que solo se puede entender como parte de un interior urbano. Pero es verdad igualmente que algo en esa escena nos hace pensar en un refugio contra el barullo de la calle.

Y es verdad que el hoy recuperado Marcelo Pogolotti entrevió el futuro, pero también que su mirada, más que a la ciudad, estuvo destinada a la fábrica y a unos obreros maquinizados por la industria moderna.

De haber sido un crítico de arte cubano, después de El miedo a la libertad, Erich From habría escrito sobre el miedo a la ciudad.

Comparado con la literatura, el arte cubano previo a los años 80 del siglo xx no alcanza la complejidad urbana de un Cabrera Infante, un Severo Sarduy, un Carpentier, un Lezama Lima.

Comparado con el son, no se decanta con claridad por la victoria de lo urbano sobre lo rural, desde esa fascinación tan moderna por trenes, aeroplanos, complicadas cirugías del trigémino.

Es lindo el campo, muy bien ya lo sé, pero p’al pueblo voy echando un pie…

Si el cuadro moderno por excelencia del arte cubano alcanza su plenitud en la jungla, uno de los cuadros que anuncia el posmodernismo insular nos ofrece un rostro sobre la hierba. Aunque esa obra tiene título beatle –“Todo lo que usted necesita es amor”– y su técnica está más emparentada con la pintura norteamericana de Chuck Close o Richard Estes que con el realismo cubano de los maestros pretéritos. Es del año 1975, su autor es Flavio Garciandía y es un retrato de la también artista Zaida del Río. Desde ese esplendor en la hierba, el arte insular empieza a tomar la ciudad en serio: es decir, empieza a tomar la ciudad.

Pronto Gory tiene una cita con el cementerio y Tomás Sánchez con los basureros. Esos espacios del detrito humano y urbano, zonas donde la bulla y la ciudad van a recalar después de haber latido en la vida.

A partir de ahí, la cascada es irrefrenable. Arturo Cuenca, Rubén Torres Llorca, Hexágono, Glexis Novoa, René Francisco, Lázaro Saavedra, Carlos R. Cárdenas, Sandra Ceballos, Arte Calle, proyecto G y 23…

Más adelante, Carlos Garaicoa, Tania Bruguera, Los Carpinteros, Enema, Dupp…

Recientemente, Carlos Martiel, Grettel Rassúa o Leandro Feal.

Al arte cubano de los últimos treinta años nada urbano le ha sido ajeno.

Ni la escala humana de la ciudad ni su desproporción autoritaria. Ni su condición represiva ni sus puntos liberadores. Ni la pompa colonial ni el abandono contemporáneo.

TRES. En esa nueva tradición, David Beltrán inscribe su recorrido. El suyo es un trayecto por el malestar urbano que no indica una crisis temporal, sino una situación permanente. Una condición desde la cual no se persigue construir o destruir la ciudad, sino aceptar, precisamente, su dimensión “inconstruible”.

Y no es que le falten los elementos del puzle urbano, es que no hay intención de armarlo. Aquí la ciudad es un cubo de Rubik cuyos colores no hace falta alinear. Con fragmentos de La Habana, de Toledo, de Madrid, de Venecia, de Hanói. De casi todas las ciudades y a la vez de ninguna. Esquirlas de utopías abandonadas, a veces inundadas por el mar y siempre por el ruido.

Desde esta declaración de intenciones, David Beltrán coloca en la intemperie los dos templos favoritos del arte y el poder: el museo y el mausoleo. En el primer caso, nutriéndose de una colección que, paradójicamente, solo puede proporcionar la ciudad despintada. Su museo está hecho de estragos urbanos, como su estética está determinada por esa dimensión azarosa que únicamente las ruinas son capaces de ofrecernos.

Si Nietzsche dijo alguna vez que el mejor arte era aquel que se construía a sí mismo, la ciudad de Beltrán es aquella que se construye a sí misma. Y si Duchamp convirtió en arte el “objeto encontrado”, para Beltrán lo encontrado es el arte mismo.

A fin de cuentas, eso que llamamos arte urbano no es otra cosa que dejarse caer por la ciudad. Y el taller de ese arte no es otra cosa que caminar por ella. En el habla cubana, “dar taller” significa “pensar”. Así que andar la ciudad es pensarla y construirla al mismo tiempo.

Hay algo de arqueólogo en este artista que cava en las calles para ir desempolvando goyas, kiefers, rothkos, fontcubertas o garciandías aparecidos de la nada. Hay algo de artista del absurdo en este urbanita que sale en busca de sus cuadros como los personajes de Pirandello salían en busca de su autor.

Claro que muchas veces la pintura ha sido un oficio opuesto a la arqueología. Porque añade donde esta extrae o porque esquiva el tiempo donde esta lo desanda. Y porque el pintor intenta dotar de verdad a una vida posterior mientras que el arqueólogo busca la verdad en la muerte pretérita.

Entre un oficio y otro –el del arqueólogo y el del pintor–, tiene lugar un zigzag entre lo casual y lo intencionado, lo artístico y lo natural, lo fotográfico y lo pictórico.

Esta ciudad de Beltrán es también un mausoleo al aire libre. O un panóptico que vigila el cementerio, con un control sobre los muertos que abarca al patrimonio y, a fin de cuentas, a la historia.

Es cuando un monumento puede ser abordado por su ocupación física o desbordado por su amplificación sonora. O cuando La Habana se acoge al estado de coma para “hermanarse” con el Berlín de 1989, de Wolfan Becker en Good Bye Lenin, o con el Pekín de ese mismo año descrito por Ma Jiang en su novela Pekín en coma.

A partir de ahí, en esa Habana se nos descubren cascadas protectoras, monumentos habitables, estatuas ideológicas, esculturas de ruido. Es la ciudad del laberinto interior dibujado en un papel y el caos urbano que hace estallar cualquier espacio del arte.

Claro que Beltrán sabe que una golondrina no hace verano, como sabe que un edificio no hace ciudad.

Y sabe también que, por eso mismo, construir la ciudad de tus sueños tiene menos importancia que armar la ciudadanía de tus pasos.

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