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Entretenimiento / Virales

El sobreviviente

Guillermo Fabela Quiñones

Me había hecho a la idea de que nuestros captores nos llevaban a matar en algún sitio donde nuestros cuerpos no fueran encontrados fácilmente. No me importó, al fin que durante el lapso en que nos tuvieron secuestrados me sentí morir cada día, hasta que perdí la cuenta. Seguía con los ojos vendados y los brazos atados por la espalda, sin tener una mínima idea del rumbo que seguíamos. Había perdido la noción del tiempo y del espacio desde el momento en que fui sacado de mi restaurante por tres fulanos a quienes no alcancé a verles el rostro. No sé si lo llevaban cubierto con alguna máscara o no, de tan rápida que fue la maniobra. Sentí un fuerte golpe en la cabeza que me desconectó de la realidad.

Eran pasadas las doce de la noche, cuando me disponía a cerrar, una vez que lo abandonara la última pareja que estaba cenando. Dos de mis empleados que me acompañaban habían sido “eliminados”, como lo supe al escuchar a mis captores cuando me subían a un vehículo irreconocible, con un vendaje en los ojos; que había sido muy fácil “darles en la madre”. Me dolió saberlo, más que los golpes iniciales con los que me quitaron todo deseo de oponer resistencia. Recuerdo que me aventaron como si fuera un bulto al interior del vehículo, seguramente una camioneta tipo “pesera”, pues había espacio para estirar las piernas.

Aterrorizado por lo inusitado del percance, muy pronto recuperé la conciencia. No tenía enemigos que me quisieran hacer semejante daño. Mi negocio era bueno, pero apenas para alguien como yo, sin familia ni grandes responsabilidades. Viajamos en silencio durante una hora o quizá menos, el caso es que los minutos se me hicieron eternos. Salimos de la ciudad, de eso no me quedó duda cuando continuamos avanzando por una brecha sin pavimento. El coche comenzó a dar saltos, que me obligaron a buscar un mejor acomodo, allí tirado en el piso, sintiendo a un lado de mi cabeza un pie calzado con tenis dispuesto a patearme.

Hoy, no sé cuánto tiempo después, me doy cuenta que quizá se haya producido el milagro de que nos soltaran, porque ahora no soy solo yo quien está tirado en el suelo arenoso. Me encuentro junto a dos hombres, más o menos de mi misma edad, que sufrieron lo mismo que yo y quienes al igual que yo están llorando. Tan sucios y barbones como debo estarlo yo. Cuando nos calmamos, uno de ellos se pone de pie y camina hacia mí para decirme que ya pasó lo peor, que nos perdonaron la vida y ahora somos libres. No lo creo y sigo llorando. Es cierto que escuché cuando el vehículo en que nos transportaron se alejaba del lugar, pero no podía estar seguro de que nos hubieran dejado allí, sin asegurarse de que no los denunciaríamos.

Seguimos con las manos sujetas atrás de la espalda con una cinta canela que me lastima y produce fuertes dolores cada vez que hago un leve movimiento. No puedo incorporarme, porque me da miedo hacerlo, no porque no pueda hacerlo. La venda en los ojos es lo que más me molesta, quisiera despojarme de ella para poder ver dónde estábamos, y sobre todo constatar que al fin éramos hombres libres. Le pedí a quien se me había acercado hiciera el esfuerzo de quitarme la venda. Se acomodó para hacerlo y con no pocos esfuerzos logró arrancarla de mi cabeza. Afortunadamente era de noche, aún así la intensa luz de la luna me obligó a cerrar los ojos y esperar que se acostumbraran a la luminosidad.

En efecto, estábamos solos, sin que nuestros captores se vieran a nuestro alrededor. Ganas me dieron de llorar de alegría, no lo hice para demostrar valor y no perder más tiempo. Con la vista disponible pensé ver la forma de ayudar a mis compañeros de infortunio (sin duda, eso eran ambos) a liberarse de sus ataduras. Me coloqué de espaldas a uno de ellos y comencé a tratar de romper la cinta canela que ataba sus manos. Luego de varios minutos de estarla rasgando con las uñas de mis dedos, por fin cedió y quedó libre. Lo primero que hizo fue quitarse la venda de los ojos y llorar al darse cuenta de que seguía con vida. Enseguida, entre los dos rompimos la cinta del otro compañero y una vez liberados nos abrazamos, llorando los tres como niños.

Cuando recobramos la calma, nos dimos cuenta de que estábamos en medio de una zona selvática, sin poder precisar el sitio exacto. No teníamos duda de que seguíamos en el estado de Quintana Roo, porque los tiempos de traslado no habían sido muy largos. Además, la vegetación y el calor eran los que conocíamos los tres desde que llegamos a Cancún, cada quien por su lado y con la idea de trabajar duro para hacer dinero y formar una familia. Así lo confirmamos cuando comenzamos a narrar cada uno nuestras vidas, cuyo común denominador era un intenso afán de salir adelante, con trabajo honrado.

Era impensable caminar de noche por una zona donde a cada paso podíamos hallar una víbora venenosa, un pantano inesperado que fácilmente podía tragarnos. Por eso nos habían dejado allí nuestros captores, no porque se hubieran apiadado de nosotros en el último momento. Decidimos esperar la llegada del nuevo día, nuevo para nosotros en el sentido de que representaba la oportunidad de comenzar una nueva vida. Los tres nos sentíamos como sobrevivientes de una catástrofe inenarrable, parias del destino que recibían una nueva oportunidad sin merecerla.

Los tres habíamos sido secuestrados por las mismas fechas, y conducidos a la misma “casa de seguridad” para despojarnos hasta del último centavo de que dispusiéramos, como así fue. Pero eso no importaba, porque finalmente seguíamos con vida, aunque quizá ya sin deseos de luchar por mejorar. Así lo constatamos los tres cuando nos dimos cuenta, al calor de la charla, que no teníamos un mínimo interés por comenzar otra vez de cero, como los tres habíamos hecho al llegar a Cancún, cada quien desde distintos estados del país. No tenía sentido trabajar de sol a sol, si finalmente el fruto de nuestros esfuerzos iba a ser disfrutado por unos canallas sin sentimientos.

Lo esencial en ese momento, más que pensar en rehacer una vida desecha, era ver cómo podíamos retornar a la “civilización”. Nos acurrucamos los tres lo más cerca posible uno de otro, para paliar el frío que comenzaba a meterse en los huesos, aliviar de esa manera la sensación de terrible soledad que nos invadía. Dormitamos el resto de la noche, atentos a los ruidos a nuestro alrededor, que crispaban nuestros nervios cuando sospechábamos que podían ser producidos por alguna víbora que se acercaba movida por la curiosidad.

Al amanecer, apenas al despuntar los primeros rayos del sol, nos incorporamos con dificultad, como si fuéramos unos ancianos. Nos orientamos lo mejor que pudimos y nos pusimos en marcha, siguiendo mientras pudimos las huellas del vehículo que nos había transportado hasta ese lugar. Lo que más me inquietaba era que nos alcanzara la oscuridad y tuviéramos que detener nuestra marcha. Para distraerme comencé a observar mi cuerpo, apenas vestido con un calzón y una camiseta, las mismas prendas que llevaba la noche del secuestro. Me dolían los pies descalzos, agrietados y sangrantes, mismo problema de mis dos acompañantes. Me alarmé al comprobar que estaba en los puros huesos, cuando antes tenía sobrepeso. Sonreí al pensar que no había necesitado una dieta científica para bajar de peso.

Por suerte, un par de horas antes de que llegara la noche, encontramos una ranchería. Los fuertes ladridos de los perros nos guiaron hasta allí. Aceleramos nuestros pasos, sin importarnos que los perros nos rechazaran como intrusos que en verdad éramos. Así fue, en efecto, apenas olieron nuestra presencia. Se lanzaron furibundos contra nosotros, con evidentes ganas de destrozarnos a mordidas. Nos quedamos paralizados, en espera de su acometida. Cuando estaban a pocos metros de alcanzarnos, una potente voz los hizo detenerse y aplacar sus ansias. Vimos aparecer un hombre de mediana edad, un campesino evidentemente. Se acercó a nosotros, nos observó detenidamente mientras caminaba y dos pasos antes de llegar nos dijo que lo siguiéramos.

Sentimos que la vida nos daba en verdad una nueva oportunidad. Caminamos detrás de él, olisqueados por los perros que movían su cola con una ligereza que antes no había podido captar en los que había tenido en mi infancia. Llegamos a un caserío formado por seis o siete casas (no pude contarlas correctamente), con techos de palma y paredes de madera del lugar. Se detuvo en la primera de ellas y nos invitó a pasar. La miseria en su interior me hizo bajar la cabeza, con pena. El único mobiliario era un catre de madera sin cobijas, una hamaca donde dormitaba un niño de unos dos o tres años, un brasero donde se calentaba en ese momento una olla y una mesa con cuatro sillas desvencijadas alrededor.

Una mujer de edad indefinida estaba en la sección de la choza que era la cocina. Nos miró de soslayo y siguió en lo suyo: cuidar que el brasero no se apagara. El campesino le ordenó a la mujer nos sirviera café. Obedeció de inmediato, aunque tuvo que hacer casi un acto de magia para encontrar las tazas en las cuales servirnos. Recuerdo que nunca había disfrutado tanto un café, a pesar de que en realidad no era más que agua pintada con algunos granos que distaban mucho de ser verdadero café. Ambos, el hombre y la mujer, miraban cómo bebíamos el líquido con una ansiedad que no evitaba nos quemáramos los labios. De pronto, el campesino nos dijo, con su voz pausada:

“De seguro son ustedes unos ‘levantados’ allá en Cancún. Tuvieron suerte en llegar hasta aquí… No son los primeros que lo hacen, pero sí los primeros que llegan con vida… Otros los ha traído el mar, los dejan tirados en la playa, aquí cerquita. Tenemos que enterrarlos, para evitarnos problemas”.

Le dimos infinitas gracias por su valiosísima ayuda. No era poca cosa saber que nos encontrábamos a poco más de veinte kilómetros de Cancún, y que él podía llevarnos hasta la carretera, donde podíamos esperar un autobús. Así lo hicimos, aunque temerosos de ser vistos por los secuestradores, que podían estar merodeando por la carretera. Nos arriesgamos y pronto vimos que se acercaba un camión de carga. Le pedimos que se detuviera, Así lo hizo el chofer, quien no se asombró al vernos en un estado tan lamentable, con claras huellas de haber sufrido un secuestro. Nos indicó que subiéramos en la parte de atrás, lo que hicimos con no pocos esfuerzos.

En menos de una hora estábamos entrando en Cancún, cuando la oscuridad de la noche hacía menos ostensible nuestra presencia de parias sin futuro. Nos apeamos del camión, con una inmensa gratitud hacia el chofer que se había condolido de nosotros, sin temor alguno. ¿Qué podían hacerle tres pobres diablos con fuerzas apenas para sostenerse de pie? Lo vimos alejarse, con inmensas ganas de llorar al sabernos a salvo. Sin embargo, poco a poco regresamos a la realidad y empezamos a preguntarnos hacia dónde podíamos caminar, qué debíamos hacer de allí en adelante. A mí se me ocurrió que lo más conveniente era acudir al Hospital General en busca de ayuda. Estuvieron de acuerdo y nos pusimos en marcha.

Tuvimos suerte de toparnos con un médico de buenos sentimientos, quien de sólo vernos nos dio acceso a la sección de Emergencias, sin preguntarnos nada. No sé cuánto tiempo permanecimos allí. Sólo recuerdo que apenas me subí a una camilla me relajé de tal modo que no hubo necesidad de inyectarme ningún medicamento. Caí en un sopor del que volví cuando una enfermera me preguntó si me sentía con fuerzas para levantarme. Así lo hice, me encaminé al baño, con pasos titubeantes, me paré frente al espejo y no me reconocí.

Han pasado ya dos años del secuestro; me recuperé físicamente gracias a mi juventud y fortaleza, aunque no he podido vencer mis miedos ni mis frecuentes pesadillas. Me decidí a empezar de cero nuevamente, ¿qué otra cosa me quedaba para seguir con vida? Antes de dejar el hospital busqué a mis compañeros de infortunio. Uno de ellos había muerto, de un repentino ataque al miocardio, allí mismo. El otro había tenido que ser llevado al hospital psiquiátrico de Mérida, cuando se puso insoportable, presa seguramente de terribles alucinaciones. Yo me decidí a dejar Cancún, viajé a Puebla con el poco dinero que me dio un amigo que pude encontrar. Fue él quien me dijo que de mi restaurante no quedó nada. Había sido cerrado al saberse que yo había muerto misteriosamente. La policía se concretó a informar que había muerto víctima de un crimen pasional. No investigó el caso, no tenía sentido si en la comandancia sabían la verdad de mi “desaparición”.

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