Síguenos

Última hora

Presidenta Sheinbaum explica falla en el AICM: un rayo provocó paro de operaciones durante lluvias

Entretenimiento / Virales

El acta de la ignominia y la imposición marentista en Yucatán

Gaspar Gómez Chacón

III y última

Una campaña para olvidar

El primero de febrero de 1952, Tomás Marentes Miranda tomó posesión como gobernador de Yucatán luego de una accidentada jornada electoral. Un tanto locuaz y parlanchín, enfrentó, en palabras del historiador Antonio Betancourt Pérez (Memorias de un combatiente social, 1991), una campaña de resistencia con los métodos muy particulares que se emplean en Yucatán: el chisme, la intriga, el comentario chistoso, el anónimo, el cuento hiriente propalado en cafés, cantinas, parques públicos y reuniones familiares. Intentó paliar aquel rechazo a su persona con acciones promocionales, como la “caída” en Yucatán cada dos o tres semanas de premios de la Lotería Nacional, al grado de convertirnos en la entidad más afortunada del país, de entregar donativos para la construcción del Hospital del Niño Lisiado en la colonia Alemán y de presentar en Mérida al famoso Dr. IQ y sus estrellas. Otros críticos menos severos le adjudicaban una candorosa ingenuidad, pero nada pudo impedir que las clases medias emeritenses llegaran al extremo de hacer “pintas” en las paredes de los baños de céntricos bares y de estampar palabras procaces en los billetes de a peso, que eran los de mayor circulación.

Nunca como entonces proliferó el “repentismo” popular hecho versos: “Pobre Marentes, dice ser de Hunucmá. ¿De Hunucmá?… ¡Pelaná!”. Estos versos sencillos pudieran, junto con las anécdotas que empezaron a propalarse, integrar un volumen de la picaresca peninsular. Uno, sucedido en esos tiempos, nos fue transmitido por el doctor César Espadas Sosa, amigo entrañable, escritor y originario del Camino Real de Campeche. Nos cuenta que la oposición a Marentes se generalizó a través de la prensa escrita hasta llegar a lejanos municipios de la región. Esta actitud festiva la adoptaban las gentes más diversas, como el señor Alberto Fernández Aguilar, quien se desempeñaba como inspector del ferrocarril que unía a Mérida con Campeche. Este empleado de gorra y corbata anunciaba en cada uno de los vagones, con toda propiedad y en voz alta, la inminente llegada a cada una de las estaciones. Entonces cuando se aproximaba a Tenabo y ya dentro de los límites de Campeche, esbozando una media sonrisa, gritaba: ¡Hunucmá... Hu-nuc-má…, tierra de Marentes! a lo que los pasajeros respondían con sonoras carcajadas.

No hay duda, don Tomás era el personaje del momento en el que coincidían todas las críticas, agravadas por su origen y su desconocimiento total del medio y de sus gentes. Conocía a pocos y pocos lo conocían a él. Navegó siempre a contracorriente del localismo yucateco entendido como “amor entrañable a lo suyo; a la tierra heredada de sus mayores. Localismo con el que no se puede jugar impunemente”, escribiría Humberto Lara y Lara. Suplía su ignorancia de los problemas de Yucatán con promesas sin sentido, confundiendo lo deseable con lo posible: bajó por decreto los precios de la carne y del pan; se comprometió a entregar la red de agua potable y el alcantarillado para Mérida en cuestión de meses; acordó el pago de seis días de salario a los ejidatarios, por solo tres días de trabajo en momentos que la fibra descendía en producción y ventas; un muelle en Progreso que llegaría hasta La Habana; igualación de salarios con los federales y casas para cada uno de los maestros; un mar en Valladolid y un malecón de Celestún a Río Lagartos, y así hasta donde su fértil imaginación lo proyectaba. Lo que sí resultó irrefutable fue el daño ocasionado al PRI en Yucatán, cuando apenas se estrenaba en la arena político-electoral del Estado, luego de ser creado en el país por Alemán unos meses antes, así como el menoscabo sufrido por el Partido Socialista del Sureste al signar, con el apoyo a Marentes, su práctica desaparición. Esa sería la última ocasión en que el Partido fundado por Carrillo Puerto habría de postular a un candidato a la gubernatura del Estado. A partir de entonces el PSS se convertiría en franquicia sin fuerza ni proyección; un recuerdo distante de pasadas glorias.

El precio del desarraigo y la improvisación

Una vez instalado don Tomás en el Palacio de Gobierno, situado en el corazón de la capital yucateca, se dio un lento proceso de integración de su gabinete de trabajo. Transcurrían los primeros días de febrero de 1952 dejando la sensación de que algo inacabado impedía el arranque simultáneo de su gestión sexenal. Contra lo que impone la ortodoxia política, fue dando a conocer a cuentagotas los nombramientos de su equipo más cercano de colaboradores; unos, familiares cercanos, y otros, locales sin experiencia en el sector público y vinculados a la burguesía henequenera regional. A ellos se sumaron uno que otro yucateco “reciclado” de un largo exilio capitalino, como fue el caso del licenciado Rubén Machado Barrera, profesional respetable y de pensamiento progresista que, preso de la frustración, regresaría al Distrito Federal para nunca más volver. Esta actitud de Marentes no fue comprendida y solo pudimos entenderla al paso de los años cuando, entusiasta y expresivo como siempre, nos blasonaba en plática privada que tuvo lugar en su domicilio capitalino que él “había sido enviado a Yucatán por su compadre el presidente Alemán, para acabar de una vez por todas con el monopolio de poder que ejercía una camarilla encabezada por el gobernador González Beytia y por Pepe Patrón Cervera, representante de la Casa Hanson and Horth, uno de los más poderosos trusts norteamericanos del henequén”. Del “Negro” Patrón, afirma Fernando Benítez que “era una consecuencia tanto de las extrañas condiciones del mercado capitalista como de la corrupción administrativa del gobierno de Yucatán… ha logrado en diez años ganar cuantiosas sumas y transformar en millonarios a varios gobernadores”. (Ki, el drama de un pueblo y de una planta, 1973).

Para el efecto, el nuevo gobernador trajo de Tenabo a su hermano Severo para ocupar un cargo de confianza y luego hacerlo representante de su gobierno en la Ciudad de México, en un local de su propiedad y con renta incrementada; invitó a incorporarse a su sobrino Ricardo Marentes Cortés; designó al teniente coronel Luis Sotelo de Regil como jefe de la Policía de Mérida, y a Lorenzo Manzanilla Arce, connotado hacendado y cordelero, gerente de Henequeneros de Yucatán; le encomendó al dirigente de la Canacintra, Víctor Suárez Molina, sobrino de don Olegario, la dirección de Fomento de Yucatán, y designó jefe de la Policía del Estado al General Rubén Saucedo Salazar; e hizo director del Diario del Sureste al dramaturgo Wilberto Cantón, luego de larga ausencia de su tierra. Repartió cargos a personas distantes a las organizaciones políticas que le habían servido de plataforma electoral y excluyó en términos absolutos a los intelectuales, escritores y artistas yucatecos. Escuchaba consejos, pero jamás los aplicaba. Don Víctor Suárez Molina me lo platicaba: “Marentes no entendía razones; él se sentía seguro y convencido de lograr mejores precios para la fibra del henequén; buscaba imitar y superar el logro de Alvarado de alcanzar un precio récord en el mercado de las fibras duras y esto lo llevó a romper los contratos firmados con las empresas compradoras de los Estados Unidos y eso lo perdió”.

Ese cuadro de marginaciones, desarraigos e improvisaciones rayando en la imprudencia hizo manifiesto el deseo subyacente de iniciar una nueva etapa que rompiera con lo preestablecido, como si esto fuera sencillo de hacer. En cuestión de días, Marentes empezó a acusar cierto rasgo de mesianismo, tan natural en hombres y mujeres que ejercen poder, bajo la pretensión de crear una nueva era de progreso asegurándole a futuro un sitio en la historia. Lewis Coser le ha dedicado a la cuestión páginas enteras en su obra Las instituciones voraces (FCE, 1978). En ella se advierte que cuando un nuevo gobierno llega al poder realiza de inmediato cambios, a veces innecesarios y faltos de justificación, para dejar sentir la presencia de un nuevo régimen y para anunciar que en el mando hay un nuevo titular que lo ejerce. Para ello se recurre, generalmente, al reclutamiento de elementos extraños al medio o al sistema, no comprometidos y libres de amarras, mismos a los que se recompensa su adhesión con el ofrecimiento de honores, prestaciones y supervivencia pública.

Esas fueron las razones de peso para que los casi dieciocho meses de gobierno marentista estuvieran plagados de desaciertos, confrontaciones inútiles, ofrecimientos no cumplidos, renuncias inesperadas y un desgobierno galopante que puso en riesgo los resultados electorales indispensables para el triunfo del ruizcortinismo en la entidad y en las elecciones que tuvieron lugar a lo largo y ancho del país el 6 de julio de 1952. Risible fue la actitud adoptada al autodenominarse el “primer ruizcortinista de Yucatán” cuando las cifras advirtieron un crecimiento exponencial de la votación del PAN y un buen número de sufragios a favor del general Henríquez Guzmán, el candidato opositor de mayor presencia en la jornada electoral. Los pecados y omisiones tuvieron su precio: Marentes Miranda fue defenestrado en el sentido etimológico del término; fue echado por la ventana el día 18 del mes de junio de 1953 al concedérsele licencia indefinida por el Congreso del Estado de Yucatán, de ahí que alardeara siempre que él “nunca dejó de ser gobernador”. Licencia tras licencia, pero siempre titular. Por “inepto” lo corrieron apenas llegó Ruiz Cortines, nos recuerda Carlos Moncada en su obra ¡Cayeron!, publicada en 1979. Don Tomás y aquellos mandatarios estatales que fueron impuestos por el alemanismo en las postrimerías del sexenio corrieron la misma suerte: Gómez Maganda, en Guerrero; Soto Maynez, en Chihuahua, y otros más. En el pecado del alemanismo incondicional llevaron la penitencia, pero en Yucatánse dio un detalle adicional que ahora evocamos para dar fin a este trabajo de investigación placentera. Según conjeturas y certezas, algunos de los colaboradores de Marentes, siguiendo una práctica habitual cargaron con los archivos y alguno en particular se llevó también la documentación que contenía la alteración del acta que sirvió como punto de partida para esa aventura política gestada desde la capital de la república. Esto podría explicar la falta de información documental del hecho que prevaleció por tantos años.

El sobre amarillo de 1982

La búsqueda continuó. Luego de la breve entrevista que nos concedió don Ernesto Abreu Gómez en febrero de 1988 en su oficina de la Procuraduría General de Justicia del Estado, misma que resultó reveladora para la investigación del tema Marentes, y por lo valioso de los comentarios técnicos recibidos de aquel hombre de apellido ilustre y poseedor de reconocimientos internacionales, no volvimos a tener contacto con él hasta el año 2000, cuando a iniciativa de los licenciados Raúl Gómez Rodríguez, Pedro Rivas Gutiérrez y Manuel Echeverría Bastarrachea nos dimos a la tarea de realizar la producción editorial de un libro que reseñara una historia de su vida. Se trataba de acopiar no solo datos biográficos, sino también rescatar artículos, conferencias y estudios de caso que le merecieron renombre y respeto. Cinco meses nos exigió la preparación e impresión de aquellas Remembranzas de un policía científico mexicano, que fue presentado en abril de 2001 ante una asistencia de auditorio lleno bajo una atmósfera de respeto y admiración. Era tan cerrado don Ernesto en su forma de ser, tan económico en las palabras y al mismo tiempo tan eficiente en el servicio público, que nos resultó a los organizadores y a los comentaristas verdaderamente raro que desplegara una sonrisa abierta y dijera gracias una y otra vez.

Meses después, estando en nuestras oficinas, se nos avisó que un joven mensajero deseaba entregarnos una carta en mano propia. Era un sobre amarillo en papel manila sin los nombres del remitente y del destinatario, conteniendo dos juegos de quince negativos y quince positivos de unas actuaciones de abril de 1950. No sé a ciencia cierta quién fue el autor de la remesa, pero lo intuyo o, mejor aún, lo adivino. Puestas a contraluz exhibían líneas, sellos, acuerdos, dictámenes técnicos y una información tantas veces buscada. Reproducimos ahora, en obvio de tiempo y espacio, dos de los negativos de mayor interés, aquellos en lo que se dictaminan las alteraciones más significativas, como esa de suplantar el nombre de una niña con el del niño Tomás Marentes. Con ello, el lector amigo podrá dimensionar los alcances de las falsificaciones en aquella acta que marcó el inicio de una conspiración que se hizo leyenda en el Yucatán de los años cincuenta y que nos servirá hoy como punto de partida para recomponer otras historias.

Siguiente noticia

¿Por qué las ciudades y los pueblos de Yucatán están aniquilando el paisaje cultural?