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Entretenimiento / Virales

El acta de la ignominia y la imposición marentista en Yucatán

Gaspar Gómez Chacón

II

El secreto mejor guardado

Transcurridos setenta años, los resultados de las investigaciones sobre el tema del marentismo aportan escasos elementos para explicar en forma inequívoca los detalles de aquella maniobra política y sobre quiénes fueron los responsables, directos en Hunucmá e indirectos en Mérida y la capital de la República, de aquella conspiración absurda. Llama la atención que ninguno de los colaboradores más cercanos a González Beytia, miembros casi todos ellos de una generación afecta a las letras y al periodismo, hubieran dado cuenta sobre los detalles de ese suceso histórico, como fueron los casos de Leopoldo Peniche Vallado y de Humberto Lara y Lara, ambos escritores e historiadores con ensayos que aluden a los tiempos del marentismo y sus avatares, como fueron Sombras y palabras publicado en 1987, y la novela histórico-satírica Don Toribio de la Tetera, que vio la luz en 1980.

En ninguno de los dos volúmenes se hace referencia al evento de la falsificación, tan importante para entender el resto de la trama y solo lo tocan tangencialmente. No es raro, pues lo mismo nos aconteció en más de diez entrevistas realizadas durante más de quince años a quienes fueron actores principales en aquella tragicomedia que tuvo como escenario al Yucatán de mediados del siglo pasado: doctor Jesús Amaro Gamboa, Víctor Suárez Molina, Humberto Esquivel Medina, Juan Duch Collel. Raúl Gasque Gómez, Francisco Luna Kan, Víctor Manzanilla Schaffer, Davy J. López, Leopoldo Peniche Vallado y el propio Marentes Miranda, entre otros.

Al revisar esos testimonios y consultar fuentes bibliográficas de la época, que al paso del tiempo han venido cobrando perspectiva, se confirma que poco o nada trascendió de aquella acción a todas luces ilegal inducida o instrumentada desde el mismo poder público. Ni siquiera a los cafés de Mérida, cenáculos de los pontífices del rumor, la especulación y el chisme llegó noticia alguna de aquel evento. La única excepción la encontramos en Julio Bobadilla Peña, entonces Oficial Mayor de Gobierno, quien aparece en el cuerpo de una entrevista que realizamos a Ernesto Abreu Gómez el jueves 11 de febrero de 1988. En ella salió a relucir, por vez primera, el tema del acta en forma clara y precisa. Don Ernesto nos reseñó las pruebas practicadas estableciendo la participación de Carlos Díaz Escoffié, que vivía frente al Rebumbio (calle 47 x 72) en el dictamen del acta; la actitud del Procurador Sauri Peniche y la circunstancia de que por falta de equipo especializado para practicar el peritaje ordenado se utilizó un equipo prestado por Raúl Cervera, fotógrafo que tenía su negocio frente al Cine Principal. Añadió que el documento se trabajó con luz ultravioleta arrojando una reacción inesperada. Un filtro infrarrojo había dado otro producto, distinto a lo normal. Y para mayor sorpresa, nos enteramos de que el paquete se envió al FBI y fue devuelto en otro sobre sin dictaminar. Que los autores de la falsificación tuvieron que recurrir a un especialista para imitar la letra del original y que el plan armado en el DF era borrar químicamente partes del acta y utilizar una tinta envejecida para igualar el documento primario.

Por esas fechas el director del Registro Civil, Ermilo García Esquivel, se reportó enfermo y don Max Peniche Vallado solicitó que se le entregara aquel “expedientillo”. Cuando se le informó al nuevo jefe policial, Pastor Castellanos, éste marcó su distancia diciendo “no firmo nada; no entrego nada”. Tal era el justo temor a la represalia de un poder político muy por encima de sus posibilidades de justificación o defensa, además de la amenaza tácita de perder el cargo. El prestigiado investigador en criminalística y reconocido introductor de la dactiloscopía en Yucatán nos narró al final algo que configura una anécdota inolvidable y aleccionante para la historia peninsular: el mismo Bobadilla Peña le dio personalmente instrucciones de manejar el asunto con sigilo y la indicación de apersonar a sus oficinas al presunto autor de la alteración, de nombre Pascual, encargado de los libros del Registro Civil de Hunucmá; orden que no pudo cumplirse porque al ser notificado de la “amable” invitación de hacerse presente ante autoridad tan importante, aquel pobre hombre de origen campesino y cultivador de su milpa pagó con su vida aquella participación involuntaria y manipulada que el destino le deparó. Un infarto fulminante lo envió a otra dimensión y fuera del alcance de la justicia terrenal. Así operó la justicia inmanente sobre el eslabón más frágil de aquella cadena de ilegalidad y engaño que incluía como operador a un doctor de apellido Bojórquez, natural y vecino de la villa. Los demás involucrados optaron por la “graciosa huída” contagiando con su miedo a las autoridades del conocimiento. El delito quedó sin castigo; no hubo ningún imputado; desde luego, ningún consignado. Justa hubiera sido la nota de prensa que nunca apareció hablando de un sonado caso de falsificación o las tres líneas de un modesto obituario. Solo hubo un Pedro Pascual Pérez, indígena muerto que se llevó consigo los detalles de aquella adulteración. Estas revelaciones de un hombre probo y de apellido ilustre, como lo era don Ernesto Abreu nos indicaron que, al fin, habíamos entrado al terreno de lo cierto, lo comprobable. Simplemente, la verdad a secas.

La aparición del acta modificada fue señal clara para el gobernador que la sucesión se adelantaba y era anuncio de un proceso sucesorio atípico en el que la voluntad ciudadana podría ser suplantada por una decisión centralista. A partir de ese momento González Beytia abrió un paréntesis marcado por el silencio y la discreción, largo silencio aplicado al propósito de evitar confrontarse con algún funcionario federal que desde una posición de poder estuviera alentando tamaña conspiración. Si el gobierno federal no había dado señal alguna con relación al suceso, ¿por qué entonces exhibir o filtrar a los medios esa manifiesta anomalía? Salir al paso, denunciar la maniobra y apelar a la justicia presidencial era otra posibilidad que en nada lo favorecería. Primero, porque no era un hombre pendenciero; segundo, porque en política “quien quita, generalmente no pone”; y, tercero, porque tenía la suficiente experiencia política para conocer el valor de los tiempos en el marco de una sucesión presidencial. Resultaba más conveniente esperar y dejar que operaran las circunstancias. Lo demás tenía pinta de suicidio.

Aquella jornada, tranquila a fuerza de circunstancias y nadando a contracorriente sin que sus gentes lo percibieran, le hacía posible presentar en su oportunidad la imagen de un estado que gozaba de paz social, orden y trabajo. Esta actitud comenzó en abril de 1950 y se prolongó hasta septiembre de 1951 cuando recibió del secretario de Gobernación, Adolfo Ruiz Cortines, el nombre que más había temido: Tomás Marentes Miranda. De nada sirvió su disposición al arreglo con una lista de propuestas que encabezaba como carta fuerte Manuel Pasos Peniche y que incluía una variedad de perfiles y personalidades: Efraín Brito Rosado, diputado federal y orador presidencial; el empresario Medina Vidiella, dueño de Colonia Yucatán; Rafael Matos Escobedo, distinguido jurisconsulto; Vicente Erosa Cámara, empresario y presidente municipal de Mérida; Antonio Mediz Bolio, gran poeta de Yucatán, y dos o tres más sin posibilidades. Iba a su acuerdo con ánimo obsecuente que de poco le sirvió porque en esos momentos el presidente lidiaba con las oposiciones del expresidente Cárdenas aliado con el general Avila Camacho y otros militares de rango superior que hacían manifiesta su oposición a la reelección o a cualquiera extensión de su mandato. La respuesta fue contundente: es Marentes.

Poco compartió con sus allegados a su regreso a Mérida y el secreto del acta violentada pasó a un segundo plano y de ahí al olvido. Aquella discreción, aquel encerramiento en sí mismo se convirtió en un error de cálculo al pensar posible desactivar un acuerdo nacido de la insolencia del poder central. La foto del Diario del Sureste de fecha 22 de septiembre de 1951 es definitiva. En ella aparecen despidiendo al profesor en el Aeropuerto de Mérida el licenciado Humberto Esquivel Medina, designado horas antes gobernador interino, y un grupo de sus más cercanos colaboradores, teniendo a su lado a su esposa y al frente a sus dos pequeños hijos, Blanca y Pepín. La Habana, lugar de refugio para muchos exiliados marcados por el infortunio, sería su nuevo lugar de residencia. Sin embargo, dejaría a la posteridad una lección de dignidad y un reto a los investigadores del futuro para interpretar con objetividad su quehacer de hombre público. El secreto mejor guardado, que era el acta de Hunucmá, permaneció inédito. Transcurrido un buen número de años no encontramos capítulo de libro alguno que esclarezca a posteriori el hecho, ni comentario extraviado en periódicos y revistas de época que hagan referencia de lo acontecido. De ahí la importancia de dar a conocer en próxima entrega el legajo, en quince negativos, de la historia de un dictamen que en 2002 nos llegara en un sobre sin remitente ni destinatario.

Continuará.

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